Esperando a Godot de Samuel Beckett, se ha convertido en una
alegoría perfecta de nuestro mundo globalizado. Siempre vigilantes, esperamos
que en algún momento del día o la noche ocurra algo excepcional, y la absurda
fascinación que sentimos por esa posibilidad sin forma nos mantiene amarrados a
las redes sociales con la fuerza del apego que Freud llamó “catexis”. Según
nuestra intuición, el acontecimiento se manifestará por medio de un correo
electrónico, un mensaje de texto o un tuit cuyo contenido podría ser algo nunca
antes escuchado, algo radicalmente nuevo capaz de cambiarnos la vida.
Sin
embargo, por lo general solo nos llegan descuentos semanales del 10% en ropa de
una tienda famosa, o el nuevo estado de algún amigo expresando su terrible
aburrimiento. Las tecnologías de comunicación contemporáneas tienen mucho más
que ver con posibilidades puras que con lo que realmente transmiten; por eso no
nos asombra la brecha entre lo que podría ser comunicado y lo que efectivamente
se comunica. Y como hasta los mensajes más insignificantes son recibidos con
expectativas altísimas, resulta difícil ignorarlos por completo. En cambio,
dejan una impronta muy poderosa en nuestro inconsciente ya rebosante de
detritos digitales y restos de objetos de alta tecnología.
Gracias
a que combinan vagas expectativas y una inversión psíquica excesiva, los nuevos
medios adquieren connotaciones casi mesiánicas. Los libros del género “tuitear
la revolución”, que se escribieron a toda prisa y se multiplicaron tras los
eventos de la Primavera Árabe, testifican esta –quizá necesaria–
sobrestimación. Pero, ¿cuáles son las consecuencias sociales y políticas más
concretas de Twitter, Facebook, etc.? ¿Cómo están cambiando frente a nuestros
ojos, por ejemplo, relaciones de poder tan básicas como liderar y seguir?
En
todas partes se escucha “¡Síganos en [escriba aquí el nombre de su red social
favorita]!”. (Francia, donde se prohibió este tipo de recordatorios por parte
de las aerolíneas, es una excepción notable.) Este llamado implica, por
supuesto, que quien no lo obedezca estará por fuera del círculo de información
y, al encontrarse privado del acceso a tan valioso producto, quedará en
desventaja frente a los demás. No obstante, es en realidad el número de
seguidores virtuales con el que alardea un individuo o una compañía lo que
constituye su capital social, no lo contrario. La orden inicial, “¡Síganos!”,
revela la dependencia tácita de quienes la emiten respecto a sus futuros
seguidores, y por lo tanto es sintomática de la forma en que funciona la
ideología en la era digital.
Marx
expresó la relatividad del valor de las cosas con los términos más simples en
el primer volumen de El capital: “…un hombre solo
es rey porque otros hombres se comportan ante él como súbditos. Ellos, por otra
parte, imaginan que son súbditos porque él es rey” (Volumen i, Penguin, 1974,
p. 63). Depende de nosotros traducir a un par de fórmulas simples el entendimiento
dialéctico de Marx: 1) el balance de la influencia de alguien es positivo si es
seguido por más personas que las que él mismo sigue, y 2) esta influencia no
radica en la persona que es seguida sino en que se reconozca a los seguidores
de esta. Por otra parte, “dejar de seguir” o “eliminar de los amigos” a alguien
es un insulto enorme, un gesto que quiebra el espejo distorsionado de la
ideología y demuestra el poder del seguidor sobre el seguido. ¡No sorprende
entonces que los medios traten como un hecho noticioso el que una celebridad
deje de estar suscrita a las noticias de otra celebridad!
Los
totalitarismos del siglo xx todavía dependían de las construcciones ideológicas
con las que Marx estaba familiarizado, en la medida en que suponían cadenas
descendentes de comando compuestas por los líderes –con el líder principal en
lo más alto de la jerarquía– y los liderados. Por contraste, en el siglo xxi,
el comercio entre los seguidores y los seguidos no pinta un sistema vertical,
sino una organización descentralizada, horizontal y reversible que
supuestamente conduce a una democracia genuina. Mientras que antes el poder del
líder era el origen del sistema político, en las redes virtuales no está claro
dónde residen esos orígenes. Esto no quiere decir que se hayan evaporado, solo
que se han desplazado más y están más escondidos.
En
la dispersión de la red, incluso cuando el capital social está en su punto más
elevado y asciende a millones de seguidores, lo único que cuenta es la
diferencia formal y cuantitativa entre seguir y ser seguido –que es también la
medida objetiva del poder–. Al diversificarse en todas las direcciones
posibles, la red presenta una atractiva idea de anarquía cubierta por un velo
hecho de relaciones sociopolíticas difusas. En estas condiciones, el poder
parece desmaterializarse y disiparse a la luz de la igualdad formal de
cualquiera que tenga una cuenta de Twitter o Facebook.
No
solo el origen, también el fin o el objetivo parece irrelevante según la idea
de seguir a otro en esta era en que las relaciones políticas y sociales pueden
reproducirse digitalmente. Por tradición, seguir a un maestro-guía ayudaba a
los aprendices a lograr algún objetivo particular como aumentar su conocimiento
o mejorar sus habilidades en algún área. Algunas narraciones emblemáticas de
Occidente hablan de la relación maestro-aprendiz. Tal es el caso de La
divina comedia, donde Dante como sus lectores siguen a Virgilio a
través de los círculos del Infierno y el Purgatorio, y a Beatriz a través de
las esferas del Paraíso, tanto literal como figurativamente. No importa cuán
largas fueran, estas jornadas tenían un final que coincidía con la consecución
de unos objetivos concretos.
Comparen esto con seguir a alguien o
algo en Twitter o Facebook. A diferencia del aprendizaje basado en metas –y por
lo tanto con un fin determinado–, estas relaciones no tienen un final
inherente, a menos que por cualquier razón alguien decida darlas por concluidas
y presionar el botón “dejar de seguir”. Al no tener un final fijo imitan la vida,
que no tiene ni una guía ni un resultado último, pues la muerte no es su
culminación, sino más bien una interrupción.
Pero, como la vida humana, seguir y aprender no son comportamientos meramente pasivos. Es necesario saber cómo seguir a otros y cómo emanciparse de esa relación en alguna medida servil. A pesar de ello, seguir a alguien en el mundo digital excluye el componente activo de este fenómeno social, mientras nos dejamos ahogar, más o menos azarosamente, en las tendencias del momento. Cuanto más práctica es nuestra decisión de seguir a otro, menos sabemos cómo seguirlo o qué significa hacerlo.
Pero, como la vida humana, seguir y aprender no son comportamientos meramente pasivos. Es necesario saber cómo seguir a otros y cómo emanciparse de esa relación en alguna medida servil. A pesar de ello, seguir a alguien en el mundo digital excluye el componente activo de este fenómeno social, mientras nos dejamos ahogar, más o menos azarosamente, en las tendencias del momento. Cuanto más práctica es nuestra decisión de seguir a otro, menos sabemos cómo seguirlo o qué significa hacerlo.
Aun
así, es más o menos fácil reconciliar esta forma de seguir a otros, carente de
liderazgo y propósitos distintivos, con la ideología del individualismo en
Occidente. Las redes sociales crean la ilusión de una comunidad libre de
conformismo: es posible decidir con exactitud a quién se quiere seguir, tal
como los consumidores pueden ejercer su derecho a comprar un producto u otro en
el mercado. Se supone que la suma total de las cosas que sigue cada uno es una
expresión de la personalidad, de los gustos individuales, estilo y
preferencias. No obstante, ninguna de estas cosas está exenta de la lógica del
mercado, ni de sus procesos; es por eso que se sigue en mucha mayor medida y de
manera masiva a figuras que se parecen más a un producto, como es el caso de
las estrellas pop.
La
existencia de los seguidores se enmaraña con las vidas digitales de aquellos a
quienes siguen, proporcionando evidencia de catexis y apego. Lo que cuenta aquí
es la posibilidad de influenciar a los seguidores, no una instancia particular
de imitación. La potencialidad es, en efecto, el capital de las redes sociales.
Facebook ya tuvo su deslucido debut en Nasdaq, donde cada uno tiene la
oportunidad de negociar con la potencialidad digital misma. Así pues, la idea
de seguir a otro en la era de Twitter ha alcanzado su máxima expresión. Ahora
significa “¡Síganos en la bolsa!”.
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