miércoles, 16 de enero de 2013

Seguir a otro en la era del twitter.




Esperando a Godot  de Samuel Beckett, se ha convertido en una alegoría perfecta de nuestro mundo globalizado. Siempre vigilantes, esperamos que en algún momento del día o la noche ocurra algo excepcional, y la absurda fascinación que sentimos por esa posibilidad sin forma nos mantiene amarrados a las redes sociales con la fuerza del apego que Freud llamó “catexis”. Según nuestra intuición, el acontecimiento se manifestará por medio de un correo electrónico, un mensaje de texto o un tuit cuyo contenido podría ser algo nunca antes escuchado, algo radicalmente nuevo capaz de cambiarnos la vida.
Sin embargo, por lo general solo nos llegan descuentos semanales del 10% en ropa de una tienda famosa, o el nuevo estado de algún amigo expresando su terrible aburrimiento. Las tecnologías de comunicación contemporáneas tienen mucho más que ver con posibilidades puras que con lo que realmente transmiten; por eso no nos asombra la brecha entre lo que podría ser comunicado y lo que efectivamente se comunica. Y como hasta los mensajes más insignificantes son recibidos con expectativas altísimas, resulta difícil ignorarlos por completo. En cambio, dejan una impronta muy poderosa en nuestro inconsciente ya rebosante de detritos digitales y restos de objetos de alta tecnología.
Gracias a que combinan vagas expectativas y una inversión psíquica excesiva, los nuevos medios adquieren connotaciones casi mesiánicas. Los libros del género “tuitear la revolución”, que se escribieron a toda prisa y se multiplicaron tras los eventos de la Primavera Árabe, testifican esta –quizá necesaria– sobrestimación. Pero, ¿cuáles son las consecuencias sociales y políticas más concretas de Twitter, Facebook, etc.? ¿Cómo están cambiando frente a nuestros ojos, por ejemplo, relaciones de poder tan básicas como liderar y seguir?
En todas partes se escucha “¡Síganos en [escriba aquí el nombre de su red social favorita]!”. (Francia, donde se prohibió este tipo de recordatorios por parte de las aerolíneas, es una excepción notable.) Este llamado implica, por supuesto, que quien no lo obedezca estará por fuera del círculo de información y, al encontrarse privado del acceso a tan valioso producto, quedará en desventaja frente a los demás. No obstante, es en realidad el número de seguidores virtuales con el que alardea un individuo o una compañía lo que constituye su capital social, no lo contrario. La orden inicial, “¡Síganos!”, revela la dependencia tácita de quienes la emiten respecto a sus futuros seguidores, y por lo tanto es sintomática de la forma en que funciona la ideología en la era digital.
Marx expresó la relatividad del valor de las cosas con los términos más simples en el primer volumen de El capital: “…un hombre solo es rey porque otros hombres se comportan ante él como súbditos. Ellos, por otra parte, imaginan que son súbditos porque él es rey” (Volumen i, Penguin, 1974, p. 63). Depende de nosotros traducir a un par de fórmulas simples el entendimiento dialéctico de Marx: 1) el balance de la influencia de alguien es positivo si es seguido por más personas que las que él mismo sigue, y 2) esta influencia no radica en la persona que es seguida sino en que se reconozca a los seguidores de esta. Por otra parte, “dejar de seguir” o “eliminar de los amigos” a alguien es un insulto enorme, un gesto que quiebra el espejo distorsionado de la ideología y demuestra el poder del seguidor sobre el seguido. ¡No sorprende entonces que los medios traten como un hecho noticioso el que una celebridad deje de estar suscrita a las noticias de otra celebridad!
Los totalitarismos del siglo xx todavía dependían de las construcciones ideológicas con las que Marx estaba familiarizado, en la medida en que suponían cadenas descendentes de comando compuestas por los líderes –con el líder principal en lo más alto de la jerarquía– y los liderados. Por contraste, en el siglo xxi, el comercio entre los seguidores y los seguidos no pinta un sistema vertical, sino una organización descentralizada, horizontal y reversible que supuestamente conduce a una democracia genuina. Mientras que antes el poder del líder era el origen del sistema político, en las redes virtuales no está claro dónde residen esos orígenes. Esto no quiere decir que se hayan evaporado, solo que se han desplazado más y están más escondidos.
En la dispersión de la red, incluso cuando el capital social está en su punto más elevado y asciende a millones de seguidores, lo único que cuenta es la diferencia formal y cuantitativa entre seguir y ser seguido –que es también la medida objetiva del poder–. Al diversificarse en todas las direcciones posibles, la red presenta una atractiva idea de anarquía cubierta por un velo hecho de relaciones sociopolíticas difusas. En estas condiciones, el poder parece desmaterializarse y disiparse a la luz de la igualdad formal de cualquiera que tenga una cuenta de Twitter o Facebook.
No solo el origen, también el fin o el objetivo parece irrelevante según la idea de seguir a otro en esta era en que las relaciones políticas y sociales pueden reproducirse digitalmente. Por tradición, seguir a un maestro-guía ayudaba a los aprendices a lograr algún objetivo particular como aumentar su conocimiento o mejorar sus habilidades en algún área. Algunas narraciones emblemáticas de Occidente hablan de la relación maestro-aprendiz. Tal es el caso de La divina comedia, donde Dante como sus lectores siguen a Virgilio a través de los círculos del Infierno y el Purgatorio, y a Beatriz a través de las esferas del Paraíso, tanto literal como figurativamente. No importa cuán largas fueran, estas jornadas tenían un final que coincidía con la consecución de unos objetivos concretos.
Comparen esto con seguir a alguien o algo en Twitter o Facebook. A diferencia del aprendizaje basado en metas –y por lo tanto con un fin determinado–, estas relaciones no tienen un final inherente, a menos que por cualquier razón alguien decida darlas por concluidas y presionar el botón “dejar de seguir”. Al no tener un final fijo imitan la vida, que no tiene ni una guía ni un resultado último, pues la muerte no es su culminación, sino más bien una interrupción.
Pero, como la vida humana, seguir y aprender no son comportamientos meramente pasivos. Es necesario saber cómo seguir a otros y cómo emanciparse de esa relación en alguna medida servil. A pesar de ello, seguir a alguien en el mundo digital excluye el componente activo de este fenómeno social, mientras nos dejamos ahogar, más o menos azarosamente, en las tendencias del momento. Cuanto más práctica es nuestra decisión de seguir a otro, menos sabemos cómo seguirlo o qué significa hacerlo.
Aun así, es más o menos fácil reconciliar esta forma de seguir a otros, carente de liderazgo y propósitos distintivos, con la ideología del individualismo en Occidente. Las redes sociales crean la ilusión de una comunidad libre de conformismo: es posible decidir con exactitud a quién se quiere seguir, tal como los consumidores pueden ejercer su derecho a comprar un producto u otro en el mercado. Se supone que la suma total de las cosas que sigue cada uno es una expresión de la personalidad, de los gustos individuales, estilo y preferencias. No obstante, ninguna de estas cosas está exenta de la lógica del mercado, ni de sus procesos; es por eso que se sigue en mucha mayor medida y de manera masiva a figuras que se parecen más a un producto, como es el caso de las estrellas pop.
La existencia de los seguidores se enmaraña con las vidas digitales de aquellos a quienes siguen, proporcionando evidencia de catexis y apego. Lo que cuenta aquí es la posibilidad de influenciar a los seguidores, no una instancia particular de imitación. La potencialidad es, en efecto, el capital de las redes sociales. Facebook ya tuvo su deslucido debut en Nasdaq, donde cada uno tiene la oportunidad de negociar con la potencialidad digital misma. Así pues, la idea de seguir a otro en la era de Twitter ha alcanzado su máxima expresión. Ahora significa “¡Síganos en la bolsa!”. 

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