lunes, 29 de octubre de 2012

Un gran salto para Gorsky



Éste es el link para descargar el libro:

https://sites.google.com/site/ungransaltoparagorsky/

1Q84



Javier Munguía.
1Q84 supone al mismo tiempo una continuación y una ruptura en el contexto de la obra de Murakami. Continuación, porque tenemos al típico protagonista masculino murakamiano, buena persona, culto y solitario, que se adentra en los meandros de su intimidad y vive experiencias sobrenaturales que nunca encuentran una explicación racional. Continuación, por las referencias musicales y literarias, que están a la orden del día pero sin ostentación. No faltan tampoco los gatos; incluso hay un cuervo que habla, como en Kafka en la orilla. Continuación, sobre todo, porque, como en el resto de sus novelas, en 1Q84 Murakami reitera su poética del desconcierto, de lo inquietante, de las preguntas sin respuestas que sugieren y perturban. Ruptura, porque la crítica social, ausente en la mayoría de los libros del autor, tiene un papel de peso en esta obra. Ruptura, porque aparece aquí el personaje femenino más poderoso de su autor, que opaca incluso al protagonista masculino: Aomame, una chica resuelta pese al rechazo del que ha sido objeto en una sociedad que odia a las mujeres y a los diferentes. Una mujer que le debe mucho a la Lisbeth Salander de Larsson, pero que tiene el inconfundible toque Murakami: no solo se enfrentará a peligros tangibles, sino también a presencias sobrenaturales en un mundo que ya no es el conocido, sino uno con dos lunas en el que las reglas que aplicaban para la realidad ordenada y comprensible están rotas.
El plano 1Q84, que ha sustituido en el libro a 1984, es una metáfora de toda la obra de Murakami: inicialmente, nos encontramos no en un territorio abiertamente maravilloso, sino en uno reconocible, “realista”; sin embargo, van apareciendo en él fisuras que lo ubican de manera irreversible en un contexto amenazante y perturbador, en el que la lógica vale menos que la intuición.
A la vez que suma de su ficción anterior e integración de nuevas exploraciones, 1Q84 es, además, la evidencia de los riesgos que enfrentan los ficcionistas que, como Murakami, se mueven a tientas por los territorios pantanosos de lo que no puede ser aprendido por la razón, de lo que no ofrece respuestas sino interrogantes, de lo que no afirma sino sugiere, ese mundo del sueño y del inconsciente que tomaron como bandera los surrealistas y cuyo mayor exponente es Kafka.
En cuanto a Aomame y Tengo, la inmovilidad los define en este cierre de la novela. Hacen pocas cosas, y ninguna de ellas es muy relevante. En vez de avanzar, sus historias se estancan: el narrador parece más preocupado por que no olvidemos el argumento de las dos primeras partes que por darnos nuevos motivos para quedarnos. La crítica social, el misterio de Fukaeri y el grupo religioso Vanguardia, la amenaza de la little people: todo se deja de lado en favor de una historia de amor poco convincente que no da para 400 páginas y cuya resolución resulta decepcionante.
Es evidente que la apuesta de Murakami no es el rigor, la correspondencia entre cada uno de los elementos ficticios, la réplica exacta a las interrogantes planteadas. Su obra es abierta tal como entiende el concepto Eco: es ambigua, ya que su mundo no responde a los paradigmas conocidos. Ante una obra así, los lectores nos movemos a tientas, sin saber a ciencia cierta qué es significativo y qué es secundario, más bien adivinándolo, intuyéndolo. Corremos, pues, el riesgo, de confundir el genio con el capricho o la ocurrencia, de no saber dónde termina el talento y dónde empieza la improvisación, el descuido.
Haciendo un balance de este libro 3 de 1Q84, el saldo resulta negativo: sus historias y sus protagonistas son débiles, fácilmente olvidables; hay en él diálogos, escenas enteras sin mayor justificación que, quizás, algún pálpito mal dirigido. Ni hablar: hasta los grandes escritores se tropiezan. Tal vez habría sido deseable que 1Q84 terminara con su segunda parte: la mayoría de los cabos sueltos planteados en ella no se resuelven en la tercera y los que se revelan pecan de locuacidad, por un lado; por otro, toda la tensión, las buenas caracterizaciones, las motivaciones convincentes, las apariciones inquietantes y las múltiples sugerencias de los dos primeros libros se convierten en ripio en el tercero. A veces es preferible callar, como bien sabía Carver. Murakami parece haber olvidado, esperemos que temporalmente, la lección de uno de sus maestros.

La copa de la vida


Jesús Rodriguez.

Paco Almenar recibió, vislumbró el cuadro blanco en el tablero, giró, apuntó y tiró. Mientras el balón surcaba el pabellón de deportes gaditano en busca del aro, el aire vibró con la sirena del final del partido. Miles de espectadores siguieron la parábola del esférico conteniendo la respiración. Fue un triple de libro. Esa canasta anotada en el último segundo de la prórroga suponía para el club Aderes de Burjassot (Valencia) ganar el Campeonato de España de baloncesto de 2009. Almenar rompió a llorar.
Habían permanecido todo el encuentro por detrás en el marcador. Al final lo habían conseguido. Su tercer título nacional consecutivo. Se había impuesto su legendario espíritu de equipo. No eran los mejores; no estaban en una gran forma; algunos superaban los 40 años y arrastraban un físico machacado por la vida, pero eran una piña. Dentro y fuera del campo. Los jugadores rodaron por la cancha fundidos en un estruendoso abrazo. Esa noche la juerga sería antológica. Propia de una banda de rock. Codo con codo con sus rivales de Hercesa de Alcalá de Henares (Madrid) a los que acababan de derrotar. Los disgustos duran minutos. "No nos gusta humillar al contrario", explica Ramón Torres, de 38 años, capitán del Aderes, que padece un retraso mental ligero y una incapacidad intelectual del 36%. "Preferimos ganar de tres que de treinta para que los adversarios no se hundan. Los de Hercesa son nuestros compañeros de fatigas. Hemos jugado ocho finales. En el campo hay mucho pique, pero luego nos vamos juntos de fiesta. Una vez, al final de un partido les pedí perdón. Somos iguales. Nos importa competir, pero lo que de verdad nos gusta es jugar. Hace 20 años, una persona como nosotros estaría en un psiquiátrico. Se nos veía como a locos y nos tenían encerrados. Hemos salido y somos un ejemplo de que alguien como nosotros, lo que antes llamaban anormales, se puede divertir, viajar, trabajar y tener una familia. El baloncesto ha sido para nosotros el comienzo de un camino".
Paco Almenar Peralta, el héroe de aquella final del 17 de octubre de 2009 (repetirían triunfo al año siguiente ante el mismo equipo), tiene 41 años; es un tipo fuerte, mofletudo y barrigón, con un encrespado pelo negro y aire plácido. No proyecta la imagen de un deportista de élite, pero es un excelente lanzador de triples. Trabaja en la lavandería de un hotel. Se levanta a las cuatro de la mañana. Se mueve en moto. Gana poco. Vive solo. Practica baloncesto hace 10 años. Según su ficha, padece un "retraso mental de origen desconocido y una discapacidad del 65%". "Eso supone que dos tercios de sus capacidades no llegan a la media y le provoca problemas en la realización de algunas actividades de su vida diaria como trabajar, relacionarse, comunicarse o desplazarse", explica Mercedes Jaraba, subdirectora general en el superministerio de Leire Pajín, que continúa: "Se trata de una persona con discapacidad, pero no quiere decir que sea discapacitado, y menos aún, minusválido. Tampoco quiere decir que sea un enfermo mental ni necesariamente dependiente.Quiere decir que tiene desventajas respecto al entorno que le rodea. Que se enfrenta a unas barreras que no tiene un ciudadanonormalizado. Y eso es más fácil de entender si hablamos de alguien con un problema físico: una persona con discapacidad motora tal vez no consiga subir una escalera, pero si le pones un ascensor, ese handicapdesaparece. El problema es que en las personas con discapacidad intelectual, esas barreras son más graves e invisibles. Más difíciles de superar. ¿Cómo les podemos apoyar? A un ciego le puedes ayudar a cruzar la calle con un semáforo sonoro, pero ¿cómo apoyas a una persona con discapacidad intelectual? Sabemos poco de ellos. Son un laberinto. Y debemos solucionar esa carencia sensibilizando y educando a la sociedad. Muchas veces ni los médicos saben diagnosticar su problema. El cerebro es una caja negra que encierra incógnitas".
"Somos una bombilla que está un poco floja y a veces se apaga, pero si la aprietas puede brillar". Una reunión con los componentes del club deportivo Aderes (acrónimo de Asociación Deportiva, Rehabilitadora y Social), una veintena de hombres entre los 24 y los 46 años con discapacidad intelectual, te brinda la inopinada posibilidad de escuchar reflexiones tan lúcidas como esta elaborada por el pívot del equipo, Paco Sánchez de Molina, de 38 años, que padece una discapacidad del 66%, sordera de un oído y problemas en la columna vertebral. Mide más de dos metros, vive con una pensión de 345 euros y ayuda a chavales en situación de exclusión y riesgo social. Es un padrazo. "No soy el más guapo del equipo, pero sí el más resultón", dice con su sorna inagotable. Otro de sus compañeros, Arturo Gisbert, de 24 años, que sufre "retraso mental ligero, consecuencia de sufrimiento fetal, y una discapacidad del 65%", aporta otra impactante explicación sobre su situación: "Esto es como si te falta un brazo; es más difícil que te desenvuelvas y encuentres trabajo, pero sigues siendo persona. A nosotros a lo mejor nos falta algo en la cabeza, pero somos humanos y tenemos sentimientos".
Arturo es el ligón del equipo. Juega de alero, lleva unas enormes gafas negras Ray-Ban que afilan su rostro y es un fiestero impenitente con la cartera bien provista de condones. Trabaja en un centro ocupacional donde no cobra un euro y su perfil de Facebook está repleto de amigas. Le gustaría tener un empleo e independizarse. Hace un tiempo le dejó su novia y lo pasó mal. Hoy picotea. "No me vuelvo a enamorar. Solo amigas. Aunque para el amor no hay barreras", afirma con picardía y sin parar de moverse. A su lado, flemático, Ramón Torres, el alma de este particular dream team, en paro y con las rodillas tocadas, añade su amarga visión sobre cómo detecta su discapacidad la sociedad: "A veces hubiera preferido nacer en silla de ruedas, al menos la gente entendería lo que me pasa; intentaría ayudarme y no me verían como un monstruo".
La modesta sede del club Aderes, en Burjassot (una ciudad dormitorio de 38.000 habitantes pegada a Valencia), revienta con la plantilla de baloncesto y sus familias. En un par de horas comenzarán el entrenamiento y más tarde jugarán un partido. Hay sillas de plástico, mesas plegables, un futbolín, una nevera industrial, copas de plata chapada (en el interior de una está escondida la llave de la oficina) y su historial deportivo inmortalizado en decenas de fotografías. El ambiente es distendido. Mezcla de fiesta de fin de curso y reunión de vecinos. Al principio, uno no sabe cómo comportarse con estos chicos,especialmente con los que se sitúan en esa etérea zona gris que separa la normalidad de la incapacidad. Si tratarlos como a niños o como a adultos. Todo es más sencillo: hay que tratarlos como a personas. Lo agradecen.
Cada uno tiene su historia. Alguno maduró mal en el vientre de su madre; alguno sufrió al nacer; alguno tuvo un accidente de moto; alguno se ha quedado anclado en la infancia; alguno apenas puede hablar; alguno tiene pareja; alguno viene escoltado por sus padres; alguno viene en bici; alguno está solo en el mundo; alguno trabaja; alguno está en paro; alguno es un romántico incorregible y alguno frecuenta prostitutas; alguno viene de una familia acomodada y alguno vive de la caridad; alguno es adicto a las marcas y alguno huye del cepillo de dientes. En algunos intuyes en segundos algo fuera de lo normal; en algunos te cuesta creer que sufran un retraso intelectual. Cada uno es un mundo. Aunque los clasifiquemos con la misma etiqueta. No sabemos cuántos hay entre los 3,8 millones de personas con discapacidad contabilizadas en España. Carecen de las señas de identidad de las personas con síndrome de Down. No tienen su simpatía, su espontaneidad, ni despiertan el automático cariño de la gente. Por contra, la sociedad recela de ellos. "Las personas con discapacidad física tienen un sentimiento de grupo, de compartir un mismo problema, de reivindicar y buscar soluciones, que no tienen las personas con discapacidad intelectual", explica Roberto España, gerente de Hercesa, el eterno contrincante de Aderes. "No son un ejército, son individualidades. A veces ni son conscientes de lo que les pasa. Como colectivo son un saco sin fondo donde se amontonan los tópicos, la falta de información y los diagnósticos ambiguos. Y hay de todo. Hay algunos con problemas para ser autónomos y otros en los que la raya que los separa de la normalidad es tan estrecha que apenas la detectas". En esa línea argumental, Arturo, el jugador más joven de Aderes, afirma: "Antes intentaba ocultar que tengo una discapacidad y algunos no se daban cuenta, pero ahora lo digo cada vez más. Antes de contarlo tienes que saber a quién se lo dices. Si te va a dar de lado... Tengo terror al rechazo".
En nuestra conversación hay flujos y reflujos. A ratos divagan, se aburren, se atropellan, se empujan, se desconcentran y pierden; en otros momentos esgrimen razonamientos de una lógica que sobrepasa. Es el caso de esta reflexión de Cristóbal Amate, de 46 años, que está en paro tras una década trabajando en una fábrica de pinturas, se confiesa siempre enamorado y en su ficha leemos que tiene "inteligencia límite y trastorno de personalidad leve": "Quizá no seamos famosos para la gente de la calle; no somos tan importantes como Gasol. Pero cada uno es famoso para el resto del equipo. Somos famosos entre nosotros mismos. Nos tenemos y no nos fallamos". Le aclaman. "¡Te has ganado una paella!", vocea Javier López, de 36 años, base del equipo, con un "retraso ligero y una discapacidad del 36%". Javi no tiene familia, está en paro y paga una hipoteca de 170 euros. Hay días que no come. No sabe su futuro. Nunca se queja.
Los chicos de Aderes se comportan como un grupo de adolescentes relatando sus gestas deportivas. Y las juergas posteriores. Como aquella vez que estos hombretones tendentes al sobrepeso se introdujeron a presión en el ascensor de un hotel, se quedaron atascados y decidieron saltar hasta que se desplomó, cayó al vacío y salieron vivos de milagro. Se mueren de risa. No todo son alegrías. Hablan también de sus dificultades para obtener empleo; sus problemas para encontrar pareja; para acceder a la cultura. Relatan el acoso del que han sido objeto; las agresiones, las burlas y la marginación; el aislamiento y la incomunicación; la explotación laboral de la que son objeto; su sentimiento de inferioridad. Tienden al desánimo. Su autoestima es una montaña rusa. Alguno ha rozado el suicidio. El deporte es su salvavidas. El equipo. Los amigos. Las cañas. Cada jugador conoce las limitaciones del resto. Dónde patina cada uno. Y actúa en consecuencia. "Hemos pasado de ser el batallón de los torpes, los últimos de la fila en el colegio, los más lentos de mollera, a ser campeones de España ocho veces en diez años", explica Sergio Ferragut, de 36 años, alero del equipo, que trabaja en un centro especial de empleo y tiene una deficiencia ligera y una discapacidad del 38%. "Podemos ir con la cabeza bien alta".
En esta reunión hay una sola mujer con discapacidad, se llama Amparo, tiene 23 años, un extraño parecido con Penélope Cruz y un mutismo difícil de franquear. Detrás de una cortina de cabello que cubre su rostro se esconden unos ojos tristes. Acaba de llegar al club con la intención de hacer deporte. De romper su muro. No sale de casa, no tiene amigos, no estudia, no trabaja. Malvive con su madre. Julio Talavera, el presidente de Aderes, le ha permitido que entrene con los chicos, pero no puede competir. No hay equipo de chicas; las chicas con discapacidad intelectual no vienen a Aderes. Son un mundo aparte en la nebulosa del retraso intelectual. Aún más opaco. El padre de otra chica con discapacidad (que pide anonimato) lo confirma: "Tenemos pavor a que nuestras hijas se relacionen; las tenemos superprotegidas; el tabú es la sexualidad. Yo veo que a los chicos su familia les explica todo; sus hermanos les enseñan a masturbarse y les recomiendan que usen preservativos. Les animan a que conozcan chavalas. A que muestren sus sentimientos. Con las chicas no nos atrevemos; nos da miedo que se aprovechen de ellas. Las tenemos presas. Algunos les obligan a ligarse las trompas o les ponen el diu, pero eso no les libra de una enfermedad sexual. No sabemos qué hacer ni dónde ir. Te tienes que buscar la vida y pagártelo de tu bolsillo. Y mientras, las tienes encerradas en casa".
A estas personas a las que hasta hace poco tiempo se calificaba deidiotas se les ha negado históricamente el acceso a su sexualidad. Se les condenaba a ser niños eternos a los que les estaba vedado el mundo de los afectos. En Aderes se habla de sexo con naturalidad. Se habla de todo. Para sus padres son sesiones en las que compartir experiencias, alegrías y tristezas. El largo camino que comenzó el día que comprendieron que sus hijos no eran normales. Y tendrían que estar siempre a su lado. "Son sesiones de risoterapia; nos relajamos, ellos y nosotros", afirma una madre. "Si no, explotaríamos". Todos están convencidos de que el funcionamiento intelectual de sus hijos, sus habilidades sociales y su futura independencia pueden mejorar con una orientación adecuada. Saliendo de casa. Con disciplina y normas. Consiguiendo que se hagan con los mandos de su vida. Y ahí el deporte tiene un papel fundamental. Un buen ejemplo es uno de los jugadores del equipo de fútbol sala, Wilson, con una "discapacidad del 35%", que está casado, tiene hijos y un buen empleo en una empresa automovilística. Es difícil creer que tenga una discapacidad. Es un triunfador.
Aderes nació a comienzos de los noventa del empeño de un grupo de personas con discapacidad física de Burjassot que luchaban por acabar con las barreras de su ciudad y apostaban por el deporte como forma de integración. Intentaron organizar un equipo de baloncesto en silla de ruedas, pero no lograron reunir el dinero. Una década más tarde se hizo cargo del club en decadencia Julio Talavera, un químico jubilado, que hoy cuenta 75 años, que dio un golpe de timón en dirección a los discapacitados intelectuales. Sin dinero, ni experiencia, ni la ayuda de profesionales, a base de corazón, Julio y un puñado de padres mostraron de lo que es capaz la sociedad civil cuando se pone en marcha. Hoy, medio centenar de personas con discapacidad intelectual hace deporte en Aderes. Ganan campeonatos. Y están más cerca que nunca de la normalidad, signifique lo que signifique.
Julio Talavera, un viejo entrañable, castizo, de aspecto frágil y mala salud de hierro ("estoy vivo por Aderes"), y su mujer, Amparo Lara, habían tenido dos hijos con parálisis cerebral. "La chica, Marisa, nació en 1969, y fue un vegetal hasta que falleció con 30 años. Había que hacerle todo. ¡Todo! Para mi mujer fue una dedicación tremenda. Dos años más tarde nació Raúl, que ahora cumple 40; no lloró al nacer. Sufre un déficit mental moderado y una discapacidad del 81%, pero tiene una memoria asombrosa, se sabe todas las alineaciones de fútbol y se mueve con su bastoncito. Hace 20 años me dijeron que o nadaba o se quedaba paralítico. No era muy buen nadador, pero movía las piernas a toda velocidad y ganó medallas. Fue el momento más feliz de mi vida. Hace poco, su neurólogo me dijo: 'Tu hijo no está en silla de ruedas por el deporte'. Entonces pensé en ir más allá de la natación; quería montar deportes de equipo, que les unieran y sirvieran para integrarles. Y me lancé".
A finales de los noventa, Talavera organizó un equipo de baloncesto en torno a Ramón Torres Soto, un hercúleo valenciano nacido en 1973, con deficiencia intelectual, que jugaba en equipos normalizados y se ganaba la vida transportando aparatos de aire acondicionado. De la mano mágica de Ramón, aquel primer equipo de Aderes ascendería en 2000 a la primera división de personas con discapacidad intelectual, y un año más tarde se hacía con su primer Campeonato de España. Ya no pararían. Sin más ayudas que 1.800 euros al año del Ayuntamiento de Burjassot (que este año se han quedado en 1.300 por la crisis). El resto saldría del bolsillo de los socios. Aderes es el campeón de España más pobre de nuestro país.
Y el más desconocido. Algo habitual dentro del deporte para personas con discapacidad intelectual, que, sin embargo, cuenta con más de 3.000 licencias federativas. Son los olvidados. Una situación de marginación que empeoró tras el fraude cometido por la Federación Española de Deportes de Discapacitados Intelectuales (FEDDI) en los Juegos Paralímpicos de Sidney, en 2000, que alineó en baloncesto a 10 deportistas sin discapacidad. Eran normales. Y nadie en la organización olímpica pareció darse cuenta. Los únicos jugadores con discapacidad eran el catalán Juan Pareja y el propio Ramón Torres, capitán de ese conjunto de discapacitados apócrifos del que formaban parte un ingeniero, un economista y un licenciado en Periodismo. Con esa alineación, la selección española obtendría el oro en los Juegos de Sidney. Arrasó. Los expertos quedaron asombrados por la capacidad de juego, coordinación, estrategia y concentración del conjunto español, muy por encima del resto de selecciones de personas con discapacidad intelectual. Era mentira. El presidente de la Federación había ideado esa estafa para captar laureles y subvenciones. El escándalo saltó unos días más tarde de que los españoles subieran al podio. Pocas semanas después, los jugadores de la selección (los verdaderos y los falsos discapacitados) se vieron obligados a devolver sus medallas. Y por si fuera poco, los deportistas españoles con discapacidad intelectual fueron castigados a no volver a los Juegos Paralímpicos. Un golpe tremendo para los jugadores con discapacidad que luchaban por hacerse un hueco en el mundo del deporte. Ramón, el capitán de aquella falsa selección, bordeó el precipicio. Le salvó Aderes. La ilusión de competir. De enseñar el camino a un equipo de novatos. Demostraría que era el mejor. Al frente del equipo de Burjassot ganaría ocho Campeonatos de España sin trampas.
Si Aderes es el equipo deportivo con la plantilla más variopinta que uno pueda imaginar, la gente que los rodea no se queda atrás. Son héroes de barrio. Está Julio Talavera, un jubilado incansable que dirige sin descanso el club. Está José Gisbert, su sombra; pintor de brocha gorda jubilado por una diabetes y padre de Arturo, el jugador de baloncesto más joven. Está Pepe Aceituna, el entrenador de fútbol sala, un suboficial del ejército que aplica la disciplina militar en la cancha y es padre de Manuel, que juega al fútbol y tiene una discapacidad del 65%. Está Osvaldo Márquez, entrenador de baloncesto; un empresario uruguayo con un hijo, Mateo, de 10 años, con síndrome de Down. Están las mujeres de Julio, José, Pepe y Osvaldo. Y los padres de todos. Y está Esther Morillas.
La fórmula de la década prodigiosa de Aderes tiene tres ingredientes: un agitador, Julio; un líder, Ramón, y una entrenadora, Esther. Entre los tres han obrado el milagro: de menos que cero a ocho Campeonatos de España. El próximo será en octubre, allí se verán las caras 60 equipos de toda España. Cuando Esther llegó al club, en 2001, tenía 30 años, había estudiado Económicas y no tenía ningún familiar con discapacidad. Había jugado al baloncesto y quería echar una mano. Es una fuerza de la naturaleza. Grande, cariñosa y carismática. Ha sido la madre, hermana, novia, entrenadora, sargento y paño de lágrimas de todos. Les ha enseñado a vivir. A cuidarse y a tratar a las chicas. "La primera vez que los vi con esas barrigas pensé: '¡Cómo voy a hacer algo con estos tíos!'. Eran lo más alejado a deportistas que podía encontrarme. No sabían dónde estaba la izquierda y la derecha. Se les olvidaba todo. No tenían disciplina. No se duchaban. Había que ponerles las pilas. Cuando empiezas a trabajar con ellos te asustas, hay mucha leyenda negra. Pero me quedé. Me comprometí. Y no es fácil. Aquí no valen las técnicas ni las estrategias. Se trataba de implicarlos. A los buenos y a los malos. Exigirles. Llevarles al límite. Que sepan que lo importante es el equipo. Para mí era más que deporte, tenía que ser una escuela para su integración. Cuando se clasificaron para jugar el primer Campeonato de España, en 2001, me fui con ellos en un autobús de línea. Les preparé una lista con todo lo que tenían que llevar, sus cosas de limpieza y su ropa interior. Uno apareció con una bolsa de Mercadona con un calcetín y unos calzoncillos sucios. Fue un viaje tremendo. Uno se tomó dos Red Bull y le dieron convulsiones en el autobús. Cuando ganamos, con la alegría, uno me dio un cabezazo y me partió la ceja. No me dolió. Lo habíamos conseguido. Al año siguiente jugamos la final en Valladolid y ya todos llevaban su mochila con sus mudas. Ya no era un juego de niños; esto era jugar al baloncesto. Éramos los campeones y teníamos que demostrarlo. Y ser campeones cuesta. Y si entrenaban, si se ponían a dieta, podían volver a ganar. Eran unos profesionales".
"Aquí, el deporte tira de lo demás; cumple su papel", explica Roberto España, gerente del club Hercesa, los rivales de Aderes. "El deporte les ha conducido a un entorno donde se les respeta; donde se les inculcan hábitos de socialización, disciplina, compromiso, solidaridad y entrega. Se sienten parte de algo. En torno al deporte aprenden a estructurar su vida; salen, compiten, se sienten útiles. Eso es deporte con mayúsculas".
Los chicos de Aderes saltan a la cancha. Se enfrentan a un equipo de treintañeros normalizados. Les sobran algunos kilos y algunos años, pero les sobra pasión. El juego es rápido, limpio y ordenado. Sus madres son la hinchada. Pierden de cinco puntos. No pasa nada. No hay mala sangre. Tras sus Ray-Ban, Arturo me guiña un ojo: "No está mal, ¿eh?". Y se marchan como un grupo de ruidosos y sudados colegiales del brazo.

Los niños que Hitler robó.


José Luis Barbería.

De la mano de la Cruz Roja internacional, 200 niños polacos robados por los nazis durante la II Guerra llegaron a Barcelona en 1946 procedentes del campo de refugiados de Salzburgo (Austria). Algunos habían sido seleccionados por culpa de sus rasgos físicos pretendidamente arios y arrancados de sus padres, otros eran hijos de los trabajadores esclavos utilizados hasta la extenuación en la industria alemana de guerra. También había pequeños engendrados en el diabólico proyecto eugenésico de los Lebensborn, (la fuente de vida), las granjas de procreación y educación nazi destinadas a crear la superraza, en las que se forzaba a las mujeres seleccionadas a acostarse con los oficiales alemanes.
Desconocida hasta ahora, la historia de estos niños polacos hurga cruelmente en la herida moral de la humanidad porque fueron despojados de su nombre, su memoria y su lengua, germanizados y, en ocasiones, entregados a familias alemanas y nuevamente desgajados de estos hogares al término de la contienda.
Muchos perdieron irremisiblemente la posibilidad de recuperar su identidad y su familia en la hoguera con la que los nazis en retirada destruyeron los archivos que daban cuenta del delirio de recreación de la raza aria. Tal y como ha constatado este periódico, seis décadas más tarde, la herida del limbo identitario sigue supurando en el alma de los supervivientes, “españoles de corazón”, y palpita dolorosamente con el recuerdo de las traumáticas experiencias vividas. Tuvieron que resignarse a no saber de sus padres y hermanos, a descontar para siempre esos besos y abrazos y a vivir con ese vacío lacerante, algunos, en la sospecha de que su progenitor pudo muy bien haber sido un soldado alemán.
Todos llegaron a Barcelona con el enigma de su origen, pero sólo los que habían guardado en su memoria un recuerdo nítido -”Mamá tenía una chaqueta marrón, lloraba, pero nos separaba la alambrada”- o habían salvado un objeto -la fotografía doblada que la madre le dio a hurtadillas en la despedida, la medallita de la Virgen…- disponían de la prueba de una identidad perdida.
Escuchar sus padecimientos durante la guerra es asomarse a un abismo de angustias y terrores, de hambre y violencia. Se comprende que los desnutridos o enfermos huérfanos polacos encontraran en la pobre España de la posguerra el paraíso inesperado que añoran todavía 62 años más tarde.
El tiempo había acabado por sepultar aquellos hechos bajo una capa de olvido tan compacta, que la mera confirmación periodística de la llegada de esos niños a Barcelona pareció una empresa imposible. Los datos transmitidos en su día por personas ya fallecidas se revelaron pronto insuficientes o inexactos. Y rebuscar en los archivos de la Cruz Roja en Madrid y Barcelona, consultar a la Embajada y los consulados de Varsovia e indagar en la comunidad polaca resultó un ejercicio infructuoso. Nadie tenía noticia de estos niños.
Cuando el panorama invitaba al abandono y la historia parecía abocada a engrosar la carpeta de iniciativas fallidas, un diligente archivero de la Cruz Roja en Ginebra, tan dispuesto como para buscar más allá de las fechas convenidas, exhumó el listado de uno de los grupos que llegaron a la Ciudad Condal. ¡Era verdad! La consulta a las hemerotecas, ahora sí, en el año y las fechas correctas, mostró que esos niños de entre 2 y 12 años tenían también rostro y saludaban disciplinados con vivas a España desde la cubierta del mercante JJ Sister, que el 24 de abril de 1946 atracó en Barcelona.
Fueron alojados, inicialmente, en el número 49 de la calle Angli, una antigua checa (centro de detención) del Frente Popular que el Auxilio Social franquista (organización de beneficencia) había habilitado como residencia infantil, y luego en la residencia Vallcarca, también en el barrio de la Bonanova. Los periódicos españoles de la época presentaron la llegada de los “huérfanos de guerra polacos” como prueba del carácter humanitario del régimen, cuando aquel gesto respondió a la necesidad del Gobierno de Franco de congraciarse con los aliados victoriosos y hacerles olvidar sus simpatías por los derrotados alemanes. En las negociaciones diplomáticas, auspiciadas por el Vaticano, la dictadura franquista asumió el compromiso de facilitar el alojamiento y los cuidados necesarios, mientras que el Gobierno polaco en el exilio establecido en Londres, que no reconocía al poder comunista establecido en Varsovia, se encargaría de la educación-polaquización de los niños.
La experiencia se prolongó durante diez años, periodo en el que la mayoría de los niños, ya adolescentes o jóvenes, fueron devueltos a Polonia, a menudo contra su voluntad, y entregados a parientes que habían sobrevivido. ¿Qué pasó con aquéllos cuyos orígenes no pudieron ser establecidos? ¿Y qué habrá sido de esa chica rubia, de ojos azules, Teresa Lindner, que según el diario Pueblo se había prometido a un español estudiante de Ingenieros?
Seguir el rastro de los huérfanos polacos no devueltos a su país era como perseguir la sombra de unas nubes caprichosas que lo mismo se dirigían a Polonia, que a Francia, a Estados Unidos o al Reino Unido. Del listado de nombres puestos a búsqueda sistemática en Internet, únicamente el de Aleksandra Gruzinska obtuvo una respuesta positiva en Google. Había una Aleksandra Gruzinska profesora de francés en la Universidad del Estado de Arizona (Estados Unidos), y en la página figuraba la dirección de su correo electrónico. Era la última oportunidad y había que apurar la suerte, por improbable que pareciera que una persona de 75 años continuara profesionalmente activa. Que conservara su apellido de soltera en Estados Unidos significaba, además, que no se había casado, supuesto que reducía aún más las probabilidades.
“¿Es usted la Aleksandra Gruzinska que llegó a Barcelona en 1946 por mediación de la Cruz Roja?” Como ocurriría después con el resto de los receptores, el mensaje produjo el devastador efecto de un torbellino emocional. Rememorar el pasado en estos casos es destapar la caja de Pandora de los dolores y traumas padecidos, dar rienda suelta a recuerdos amargos y secretos que habían sido convenientemente domeñados y guardados bajo siete llaves. Ella se tomó su tiempo, sopesando si estaba dispuesta a dejarse envolver por el oleaje desatado en su interior, pero cinco días más tarde contestó: “Sí, soy una de las chicas de Vallcarca”. Y hay que decir que pocas veces en el ejercicio de este oficio se reacciona a un mensaje con una exclamación de júbilo.
Aleksandra no pudo o no quiso entonces ir más allá -”me despido con mucha emoción”, indicaba-, pero luego encaminó al periodista hacia un manantial informativo, el tesoro documental de los “huérfanos polacos de Barcelona”, podríamos decir, que Cristina Tozer, hija de la canciller del consulado polaco en Barcelona Wanda Tozer, guarda en su casa de Madrid. Activista de la resistencia antinazi perseguida por la Gestapo, Wanda Tozer alojó en su casa de Barcelona a los pilotos polacos derribados en Francia y a los soldados perdidos que trataban de llegar a Gibraltar o a Portugal para desde allí regresar a sus bases en Inglaterra. “A veces me encontraba el salón tapizado de cuerpos”, recuerda su hija Cristina. “Mi madre les daba documentación falsificada y dinero para que pudieran atravesar España”. La señora Wanda fue la madre espiritual de los niños robados por los nazis que llegaron a España, además de su profesora de literatura y polaco. Era el enlace entre las autoridades españolas y el Gobierno polaco en el exilio.
Durante aquellos años, la canciller fue anotando las revelaciones que extraía de sus contactos con los niños -”yo también era muy pequeña y tenía celos de los cuidados que les prodigaba mi madre”, indica Cristina-, hasta descifrar el secreto que guardaban. Descubrió que, en su gran mayoría, aquellos niños procedían de Silesia, región que los alemanes consideraban germánica y, por tanto, potencialmente susceptible de albergar los genes de la raza aria. Descubrió que a muchos de los pequeños les habían cambiado sus apellidos por otros, en ocasiones, despectivos e hirientes, como Koziok (cabrito); que les habían borrado los recuerdos familiares y prohibido el uso de su lengua; que habían sido robados y humillados; que habían pasado por sucesivos orfanatos y que los mayores habían sido abandonados cuando la contienda tocaba a su fin y forzados a vivir como salvajes en los bosques.
Wanda Tozer intuyó entonces lo que los historiadores tardarían mucho en comprobar: que en la región noroccidental de Polonia incorporada al Tercer Reich con el nombre de Wartehegau, a los niños de aspecto nórdico se les supuso un origen alemán y fuerongermanizados. En su libro El trauma alemán, Gitta Sereny cita la orden de las SS número 67/1, en la que se alude a la “gran cantidad de niños en Polonia que por su aspecto son potenciales portadores de sangre valiosa para Alemania”. La periodista austriaca sostiene que en las acciones punitivas contra la resistencia, la norma era ejecutar a todos los hombres y enviar a las mujeres a los campos de concentración, mientras que los niños de entre seis meses y dos años eran enviados a los hogaresLebensborn, y los mayores de doce, enviados a trabajar.
“La Gestapo se llevaba a los niños por la fuerza, sobre todo si respondían claramente a los criterios de raza”, escribió ya entonces Wanda Tozer. “Los seis hermanos Wieczorek fueron arrancados brutalmente de los brazos de sus padres. Aleksandra Gruzinska, a la que sus compañeros llamaban Olga, no tuvo apenas tiempo de abrazar a su madre. Bronislaw Zimmy fue sacado de un orfanato para ser germanizado. Jerzy Kaczynski y su madre fueron llevados a Alemania para trabajar duramente. Jadwiga Bronowicka vio desde su escondite en un pajar cómo los rusos asesinaban a su padre…”.
Son escritos, hasta ahora inéditos, que Cristina Tozer encontró en su casa a la muerte de su madre, en 1990. En todos ellos late la sensibilidad de una mujer, patriota polaca y católica, capaz de comprender el dolor de la “segunda ruptura” que padecieron los niños dados en adopción a familias alemanas y rescatados por los aliados al término de la guerra. “No querían ir con esos polacos de quienes habían oído decir tantas barbaridades y había que recuperarlos por la fuerza; ellos, a su vez, mordían o daban puntapiés a sus liberadores”, anotaba Wanda. En ocasiones, sólo la música, las canciones polacas de cuna o los cantos navideños lograban penetrar en los espacios clausurados de la memoria y encender la chispa del recuerdo.
Pese a la imagen que aportan las fotografías de prensa de la época, las “cabecitas rubias que se apretujan unas con otras, lucen ropa militar y gorras americanas”, que llegaron a Barcelona en sucesivas expediciones, estaban muy lejos de alcanzar el estadio de la felicidad. “Han desarrollado los instintos de supervivencia propios de los entornos hostiles y son desconfiados, hoscos y egoístas. Las chicas mayores, más germanizadas, son exigentes, desobedientes y contestonas, mal ejemplo para las pequeñas a las que incitan a la rebelión”, escribió Wanda Tozer.
Su hija recuerda que aquellos niños con los que compartía la clase de polaco tenían siempre hambre aunque acabaran de comer, el apetito insaciable de los que han conocido el hambre. “Habían pasado tanta necesidad, que guardaban los chuscos de pan bajo los colchones para cuando les llegara esa hora negra del estómago aguijoneado. Además, rebuscaban en las basuras de la propia residencia de Vallcarca y de los alrededores y arrasaban los limoneros de la casa y los frutales vecinos”, comenta. Sin embargo, como observó con asombro Wanda Tozer, aunque los niños no compartían las cosas, tampoco se robaban entre ellos. A falta de familia, muchos anudaron con algunos de sus compañeros una relación fraternal, que, en ocasiones, ha perdurado hasta hoy.
Las anotaciones de Wanda describen un cuadro psicológico de pesadillas, angustia y depresión, a la altura de los traumas y padecimientos vividos. Niños desquiciados entregados a la tarea de destrozar, claustrofóbicos que se fugan en pijama de la residencia creyendo huir de un bombardeo, pequeños que sólo calman sus nervios haciendo calceta…
Poco a poco, el trato de las cuidadoras españolas y de los profesores y curas polacos empieza a dar sus frutos. Barcelona les gusta y disfrutan de la playa y el sol. La vida se abre paso. Nunca olvidarán la noche del 24 de diciembre. Están todos juntos con la mirada fija en el firmamento, a la espera de que aparezca esa primera estrella que, en la tradición polaca, inaugura la Navidad. Muchos años después, ya casados y con hijos, seguirán telefoneando desde América, a la hora española, para felicitar la Nochebuena a la señora Wanda.
Aunque la residencia Vallcarca era y sigue siendo un edificio señorial, su vida estuvo también marcada por el frío y la penuria. Es lo que se desprende de los escuetos informes que Wanda Tozer elaboraba periódicamente, dominando a duras penas su exasperación: “No hay leche en los desayunos por falta de fondos. (…) La rotación del personal, por impago, repercute en los niños. (…) La falta de ropa y mantas es acuciante. Sólo tienen vestiditos de percal y enferman a causa del frío. (…) El zapatero remendón rehúsa arreglar los zapatos por falta de pago”.
Sin embargo, el verdadero drama era el interrogante que consumía vorazmente a los niños cuando alcanzaban la adolescencia. “¿Quiénes son mis padres?”. “¿Sabe si mi madre está viva?” Acostumbrada a resolver situaciones comprometidas -ablandaba los corazones de los comerciantes barceloneses o de los integrantes de la comunidad judía polaca y obtenía así dinero para las prendas de abrigo, útiles de aseo, incluso regalos de Navidad-, Wanda abordaba la depresión de los adolescentes invitándoles a merendar en su casa y tocando el piano para ellos. Con el tiempo, la red polaca APWR de localización de desaparecidos fue obteniendo resultados y comenzaron a llegar las primeras cartas de los familiares supervivientes: “Llevamos 10 años buscándote, vuelve a casa”. El grupo fue poco a poco menguando. Siempre conducidos por Werner, el mayor, que nunca dejó de ejercer de padrecito responsable, los hermanos Wieczorek regresaron a Polonia. “Ya sólo queda un centenar. (…) Ela ha encontrado a su madre en Inglaterra, Mietek se va a Francia. (…) Ya sólo quedan 80″, escribe Wanda Tozer y empieza a preguntarse qué puede hacer con los que quedan, adolescentes y jóvenes en su mayoría, que nadie reclama. Sabe que cada camastro desocupado es para ellos una nueva punzada, un agujero que amplía su vacío interior, un nubarrón que les ensombrece el futuro.
La solución la encuentra en Estados Unidos, en la gran colonia polaca neoyorquina de Buffalo. Piensa que aunque los chicos están aprendiendo un oficio, siempre encontrarán más posibilidades en América que en la aislada España franquista que no logra sacudirse la pobreza. La despedida de Barcelona, camino de Madrid, camino de Lisboa, camino de América, el 6 julio de 1956, es desgarradora. Lloran desconsolados mientras cantan Rozproszone polskie dzieci, la canción de “los niños polacos desperdigados”.
Meses y años después, algunos todavía reprocharán con amargura a Wanda Tozer el haberles arrancado de España. “Barcelona es nuestro paraíso perdido”, resume hoy Aleksandra Gruzinska. Lo repiten todos aquellos niños robados que, desde Buffalo, Arizona, Virginia, California, o Queensland (Australia), aceptaron el envite de EL PAÍS de rebuscar en la memoria a riesgo de alborotar sus corazones. Sí, Barcelona es la palabra mágica, la puerta que cerró el infierno de su traumatizada infancia y les devolvió la sonrisa.
Todos y cada uno de ellos tienen un relato extraordinario que no cabe en las páginas de un periódico. Fijémonos tan sólo en aquella chica rubia, de ojos azules, Teresa Lindner, que estaba prometida a un estudiante español de Ingenieros. Vive en Manassas (Virginia, Estados Unidos), se casó y ahora se llama Teresa Gilbert, tiene tres hijos y dos nietos. No ha vuelto a Polonia. “¿Para qué volver si no sé dónde buscar? Mi drama es que nunca he conocido mis apellidos. Los alemanes me sacaron de casa cuando debía tener cuatro o cinco años, y a esa edad los padres no tienen más nombres que papá y mamá. Me pusieron el apellido Lindner y sé que en el primer orfanato estuve con mi hermana, que luego nos separaron y que ya no la he vuelto a ver. Creo que éramos gemelas, porque teníamos dos vestidos iguales con un lazo azul que mi madre nos ponía para ir a misa y nunca sabíamos muy bien cuál era de quién hasta que yo manché el mío con una manzana. Sé también que tenía un hermano, porque un día…”.
Aunque se había preparado anímicamente para este encuentro, Teresa Gilbert estalla en sollozos, pero prosigue con voz entrecortada. “Porque un día, poco antes de que llegaran los alemanes, estuve a punto de cortarle un dedo a mi hermano pequeño, y mi madre se enfadó muchísimo. Me pegó y me dijo que cómo podía estar haciendo diabluras con mi padre muriéndose. ‘Reza para que tu padre no se muera’, fueron sus palabras”. Teresa recuerda que una vez fue a verlas al orfanato y se despidió diciendo que volvería “muy pronto”.
Terminó en Austria, en manos de una familia de habla alemana. “Aquella mujer [Teresa Lindner no utiliza la expresión 'madre adoptiva'] vino una mañana a buscarme al colegio. Me asusté y pensé que me iban a castigar, pero por el camino me contó que habían llegado a casa unos militares y que tenía que responderles a todo ‘no sé, no sé’, en alemán. No podía hacer otra cosa porque ya no sabía hablar polaco, pero como me parecieron simpáticos y me ofrecieron una chocolatina, terminé yéndome con ellos. Acabé en el campo de refugiados de Salzburgo, donde había muchos niños de todas partes. Fue muy duro. Al final nos llevaron a Italia y de ahí embarcamos rumbo a Barcelona. Vallcarca es la residencia más hermosa que he visto en mi vida”. Le pregunto qué pasó con aquel novio español y me dice que rompieron cuando ella empezó a trabajar en Estados Unidos, pero que volvió a verlo 20 años más tarde y que él todavía debe guardar algún objeto suyo.
Tampoco Maxsymiljan Jadoch sabe cuál es su verdadero apellido, sólo que las razones por las que le borraron su nombre pueden ser diferentes a las que intervinieron en el caso de Teresa. No tiene recuerdos anteriores a los de su vida en el orfanato de Silesia, pero nunca olvidó que una mujer que le visitaba de vez en cuando le había dicho que iría a buscarle cuando acabara la guerra. “En Barcelona, odié a esa mujer con todas mis fuerzas”, dice. “Viví la adolescencia angustiado ante el futuro, torturándome con las preguntas: ¿Dónde están mis padres?, ¿quién soy yo? Él sí encontró a su supuesta madre, una mujer suiza que todavía vive, aunque mejor cabría decir que lo que Maxsymiljan (Max) encontró fue un fantasma. Hace 22 años”, prosigue, “recibí una carta de la Cruz Roja alemana con el mensaje de que había una persona que me buscaba. Dos semanas más tarde me llegó el telegrama de una mujer que decía que me había cuidado en el orfanato y que quería verme. Fui a visitarla a Alemania, pero esa bruja no quiso contarme la verdad. Tenía miedo a que se airease el pasado y ni siquiera quiso admitir que era mi madre. Sólo me dijo que me habían cambiado el apellido y que jamás conocería a mi padre. Sé que ella tuvo un hijo con un alemán, y que ese hijo, Hans, se me parece extraordinariamente. No volveré a verla hasta que me diga quién soy”.
Max sigue sintiéndose extranjero en Estados Unidos, y eso que vive allí desde hace 52 años y que se ha casado y tiene dos hijos. Dice que él pertenece a Europa, a Barcelona. “Sólo con oír la palabra Barcelona se me desatan todas las emociones, porque allí pasé los mejores años de mi vida después de mi calvario por Checoslovaquia y Austria. “¿Sabe que tuve una novia catalana?” Y este hombre de 72 años cita de corrido el nombre, los dos apellidos y la dirección exacta de aquel primer amor. También Josef Szpaczkek, que vive en Queensland (Australia), recuerda a “aquella chica preciosa”, Antoñita, de Pamplona, que conoció en el sanatorio en el que estuvo hospitalizado. “Decidí perfeccionar mi español para poder seducirla, pero nos llevaron a América”.
Al contrario que otros niños robados que optaron por negarse a mirar el pasado, para que la herida no siguiera sangrando, para que la memoria quedara sepultada bajo una losa de olvido tan pesada que ya no pudiera aflorar en la conciencia, Eric Plocica, que ahora reside en Venice (California) ha buscado y continúa buscando respuesta a sus interrogantes. Ha reconstruido el tortuoso y penoso camino que siguió desde su orfanato en Bielsko (Alta Silesia) hasta Barcelona, ha comprobado fechas, ciudades y países, ha anotado los bombardeos que sufrieron cuando los niños y sus guardianes escapaban de los rusos. Tampoco le ha negado a su cerebro las barbaridades que sus ojos de niño contemplaron. “Los niños eran un tesoro nacional y los alemanes hicieron lo imposible para que no pasáramos a manos de los rusos, hasta que un día, al despertarnos, vimos que nuestros cuidadores habían desaparecido”. Enrolado en la Marina norteamericana, Eric aprovechó siempre los atraques de la VI flota en los puertos españoles para visitar a la “señora Wanda” y rememorar su estancia en Vallcarca. “Al llegar a Barcelona supe que había salvado la vida. No me siento americano al cien por cien, soy más español que otra cosa, y aunque España se ha americanizado bastante, me encanta el temperamento, el ambiente, el idioma [habla un buen español], la comida, el sol. Eso fue mi patria”.
Eric prefiere no hablar de sus primeros recuerdos. Sólo dice que su caso es más triste que el de otros y que, además, tampoco sabe muy bien lo que pasó. “Yo no tenía familia”. ¿Y cómo afecta a la personalidad una infancia tan dura?, le pregunto. Responde que los niños se adaptan mejor que los adultos. “Nunca nos faltaron las lágrimas y siempre nos acompañó el miedo a perder la vida, pero, no sé si por inconsciencia o por qué, confiábamos más que los mayores en poder sobrevivir”. Sobrevivieron, y aprendieron pronto a valorar lo que verdaderamente cuenta en la vida, tras haber conocido las entrañas del infierno humano. Ellos saben de qué pasta sucia está hecha la humanidad. Que los niños sin nombre de Barcelona, heridos de guerra, encuentren sosiego en la fraternidad universal y en el reconocimiento de quienes conocen su historia.

jueves, 25 de octubre de 2012

El malestar en la cultura


El malestar en la cultura


Aparecido en 1930, en este artículo Sigmund Freud plantea que la insatisfacción del hombre por la cultura se debe a que esta controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos, ya que el hombre tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura controlará esta agresividad internalizándola bajo la forma de Superyo y dirigiéndola contra el yo, el que entonces puede tornarse masoquista o autodestructivo.

1 Freud había escuchado decir de cierta persona que en todo ser humano existe un sentimiento oceánico de eternidad, infinitud y unión con el universo, y por ese solo hecho es el hombre un ser religioso, más allá de si cree o no en tal o cual credo. Tal sentimiento está en la base de toda religión. Freud no admite ese sentimiento en sí mismo pero intenta una explicación psicoanalítica -genética- del mismo.

Captamos nuestro yo como algo definido y demarcado, especialmente del exterior, porque su límite interno se continúa con el ello. El lactante no tiene tal demarcación. Empieza a demarcarse del exterior como yo-placiente, diferenciándose del objeto displacentero que quedará 'fuera' de él. Originalmente el yo lo incluía todo, pero cuando se separa o distingue del mundo exterior, el yo termina siendo un residuo atrofiado del sentimiento de ser uno con el universo antes indicado. Es lícito pensar que en la esfera de lo psíquico aquel sentimiento pretérito pueda conservarse en la adultez.

Sin embargo dicho sentimiento oceánico está más vinculado con el narcisismo ilimitado que con el sentimiento religioso. Este último deriva en realidad del desamparo infantil y la nostalgia por el padre que dicho desamparo suscitaba.

2 El peso de la vida nos obliga a tres posibles soluciones: distraernos en alguna actividad, buscar satisfacciones sustitutivas (como el arte), o bien narcotizarnos.

La religión busca responder al sentido de la vida, y por otro lado el hombre busca el placer y la evitación del displacer, cosas irrealizables en su plenitud. Es así que el hombre rebaja sus pretensiones de felicidad, aunque busca otras posibilidades como el hedonismo, el estoicismo, etc. Otra técnica para evitar los sufrimientos es reorientar los fines instintivos de forma tal de poder eludir las frustraciones del mundo exterior. Esto se llama sublimación, es decir poder canalizar lo instintivo hacia satisfacciones artísticas o científicas que alejan al sujeto cada vez más del mundo exterior. En una palabra, son muchos los procedimientos para conquistar la felicidad o alejar el sufrimiento, pero ninguno 100% efectivo.

La religión impone un camino único para ser feliz y evitar el sufrimiento. Para ello reduce el valor de la vida y delira deformando el mundo real intimidando a la inteligencia, infantilizando al sujeto y produciendo delirios colectivos. No obstante, tampoco puede eliminar totalmente el sufrimiento.

3 Tres son las fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo, y nuestra insuficiencia para regular nuestras relaciones sociales. Las dos primeras son inevitables, pero no entendemos la tercera: no entendemos porqué la sociedad no nos procura satisfacción o bienestar, lo cual genera una hostilidad hacia lo cultural.

Cultura es la suma de producciones que nos diferencian de los animales, y que sirve a dos fines: proteger al hombre de la naturaleza, y regular sus mutuas relaciones sociales. Para esto último el hombre debió pasar del poderío de una sola voluntad tirana al poder de todos, al poder de la comunidad, es decir que todos debieron sacrificar algo de sus instintos: la cultura los restringió.

Freud advierte una analogía entre el proceso cultural y la normal evolución libidinal del individuo: en ambos casos los instintos pueden seguir tres caminos: se subliman (arte, etc), se consuman para procurar placer (por ejemplo el orden y la limpieza derivados del erotismo anal), o se frustran. De este último caso deriva la hostilidad hacia la cultura.

4 Examina aquí Freud qué factores hacen al origen de la cultura, y cuáles determinaron su posterior derrotero. Desde el principio, el hombre primitivo comprendió que para sobrevivir debía organizarse con otros seres humanos. En 'Totem y Tabú' ya se había visto cómo de la familia primitiva se pasó a la alianza fraternal, donde las restricciones mutuas (tabú) permitieron la instauración del nuevo orden social, más poderoso que el individuo aislado. Esa restricción llevó a desviar el impulso sexual hacia otro fin (impulso coartado en su fin) generándose una especie de amor hacia toda la humanidad, pero que tampoco anuló totalmente la satisfacción sexual directa. Ambas variantes buscan unir a la comunidad con lazos más fuertes que los derivados de la necesidad de organizarse para sobrevivir.

Pero pronto surge un conflicto entre el amor y la cultura: el amor se opone a los intereses de la cultura, y ésta lo amenaza con restricciones. La familia defiende el amor, y la comunidad más amplia la cultura. La mujer entra en conflicto con el hombre: éste, por exigencias culturales, se aleja cada vez más de sus funciones de esposo y padre. La cultura restringe la sexualidad anulando su manifestación, ya que la cultura necesita energía para su propio consumo.
5 La cultura busca sustraer la energía del amor entre dos, para derivarla a lazos libidinales que unan a los miembros de la sociedad entre sí para fortalecerla ('amarás a tu prójimo como a tí mísmo'). Pero sin embargo, también existen tendencias agresivas hacia los otros, y además no se entiende porqué amar a otros cuando quizá no lo merecen. Así, la cultura también restringirá la agresividad, y no sólo el amor sexual, lo cual permite entender porqué el hombre no encuentra su felicidad en las relaciones sociales.

6 En 'Más allá del principio del placer' habían quedado postulados dos instintos: de vida (Eros), y de agresión o muerte. Ambos no se encuentran aislados y pueden complementarse, como por ejemplo cuando la agresión dirigida hacia afuera salva al sujeto de la autoagresión, o sea preserva su vida. La libido es la energía del Eros, pero más que esta, es la tendencia agresiva el mayor obstáculo que se opone a la cultura. Las agresiones mutuas entre los seres humanos hacen peligrar la misma sociedad, y ésta no se mantiene unida solamente por necesidades de sobrevivencia, de aquí la necesidad de generar lazos libidinales entre los miembros.

7 Pero la sociedad también canaliza la agresividad dirigiéndola contra el propio sujeto y generando en él un superyo, una conciencia moral, que a su vez será la fuente del sentimiento de culpabilidad y la consiguiente necesidad de castigo. La autoridad es internalizada, y el superyo tortura al yo 'pecaminoso' generándole angustia. La conciencia moral actúa especialmente en forma severa cuando algo salió mal (y entonces hacemos un examen de conciencia).

Llegamos así a conocer dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad, y otro, más reciente, el miedo al superyo. Ambas instancias obligan a renunciar a los instintos, con la diferencia que al segundo no es posible eludirlo. Se crea así la conciencia moral, la cual a su vez exige nuevas renuncias instituales. Pero entonces, ¿de dónde viene el remordimiento por haber matado al protopadre de la horda primitiva, ya que por entonces no había conciencia moral como la hay hoy? Según Freud deriva de los sentimientos ambivalentes hacia el mismo.

8 El precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad. Sentimiento de culpabilidad significa aquí severidad del superyo, percepción de esta severidad por parte del yo, y vigilancia. La necesidad de castigo es una vuelta del masoquismo sobre el yo bajo la influencia del superyo sádico.

Freud concluye que la génesis de los sentimientos de culpabilidad están en las tendencias agresivas. Al impedir la satisfacción erótica, volvemos la agresión hacia esa persona que prohíbe, y esta agresión es canalizada hacia el superyo, de donde emanan los sentimientos de culpabilidad. También hay un superyo cultural que establece rígidos ideales.

El destino de la especie humana depende de hasta qué punto la cultura podrá hacer frente a la agresividad humana, y aquí debería jugar un papel decisivo el Eros, la tendencia opuesta.

1.    Explica con tus propias palabras el significado de subliminación.
2.    Explica con tus propias palabras cómo se crea la conciencia moral.
3.    Escribe un ejemplo donde se muestre el conflicto entre el amor y la cultura

lunes, 15 de octubre de 2012

La belleza ya no es lo que era



Por José Fernández Vega

El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística. Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la belleza", nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?

Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.

Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?

Umberto Eco no profundiza en este interrogante central para nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la belleza, plasmada en un —bello— libro suntuosamente ilustrado, es un reflejo de su proverbial capacidad docente: clara, amena, sistemática. Pero el viejo ímpetu intelectual que distinguía al autor de Obra abierta o Diario Mínimo derivó con los años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada que reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta metamorfosis: la ausencia de un espírtu más inquisitivo que enriquezca el sólido relato de este libro destinado sin duda a complementar la clásica y popular Historia del arte de Gombrich.

Desde los griegos, y durante más de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía. Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en el pensamiento occidental.

Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido), define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no estuvo dirigida a discutir los términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo.

Hasta el siglo XVIII, entonces, la historia de la belleza presenta muchas ramificaciones si la consideráramos en detalle, tal como hace Eco, pero apenas alguna fase realmente revolucionaria respecto de los parámetros fijados por la antigüedad. Claro que la belleza se adaptó a la poderosa presencia del pensamiento cristiano durante la Edad Media (un avatar complejo que Eco condensó en su Arte y belleza en la estética medieval) por no hablar de las evoluciones a todo nivel del Renacimiento. Pero un cierto trasfondo entre platónico y matemático (la noción de proporción asociada al número, por ejemplo) siguió definiendo a la belleza. En su último libro, Arthur Danto, una de las principales figuras de la estética actual, intentó indagar la crisis del concepto (y del completo cambio en la vivencia) de la belleza en el arte contemporáneo. El verdadero terremoto, sostiene, tuvo lugar ya al comienzo del siglo XX, con el emblemático mingitorio de Duchamp y las vanguardias plásticas y literarias que allanaron el camino para la introducción de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es decir, sin considerar su valor estético, bueno o malo, sino su mero estatuto) en los 25 siglos que nos preceden. A la muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel se sumaba ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos: la belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como un angustiante funeral colectivo. Todas las grandes y antiguas palabras empezaron a perder su sentido y a prepararse para una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores ensayos, Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.

Es en ese contexto que los trastornos de la belleza confluyen con la crisis de la cultura contemporánea constituyendo uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida, por el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación sigue manteniendo la belleza con el arte? Eco no ignora desde luego la crisis de la belleza ni las provocaciones de los artistas o los escritores. Con vigor y capacidad de síntesis da cuenta tanto de la confusión entre lo culto y lo popular que los medios masivos de comunicación trajeron aparejada como de la dificultad para identificar un ideal específico de belleza en una era como la nuestra que, según las palabras finales de su obra, se halla rendida "a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza".

Con todo, Eco no explora a fondo las causas de dicha situación en relación con el arte, y éste no es un asunto marginal. Aunque al comienzo de su relato aclare que una historia de la belleza no debe confundirse con una historia del arte, no puede prescindir de la tradición visual (apenas se habla aquí del otro sentido jerarquizado desde los griegos: el del oído) o literaria. La plástica de Occidente (acaso en fallido desafío a la dictadura de la corrección política, Eco olvida siquiera señalar que su panorama no considera en absoluto a Oriente) aporta la enorme mayoría de las imágenes de su libro, secundada a distancia por piezas arqueológicas, retratos de actores, de edificios o de máquinas. Una selección de citas filosóficas y extractos literarios completan el aporte de fuentes ilustrativas del volumen, escrito por partes iguales con Girolamo de Michele.

La belleza del cuerpo humano resulta por supuesto crucial para una aproximación no específicamente artística (aunque todos los ejemplos previos al final del siglo XIX sean para nosotros artísticos), en especial si recordamos que la hermosura femenina es uno de los temas más remotos y constantes en la tradición occidental desde Homero. Eco consagra abundante espacio a este tópico e incluye un abanico de imágenes que abarca desde estatuas antiquísimas que representan mujeres fellinescas (la por muchos motivos vertiginosa pieza denominada "Venus de Willendorf" data del siglo 30 antes de Cristo) hasta las más recientes y raquíticas chicas de calendario sin olvidar el esquizoide modelo de mujer típico del cine: la femme fatale y la vecina de al lado.

No es sólo que cada época tenga su ideal de belleza, sino que, al mismo tiempo, en cada una conviven muchas tendencias divergentes, incluso sin llegar a los extremos de profusión que distingue a la nuestra, en la que el propio ideal se halla asimismo cuestionado. La empresa en la que se embarcó Eco parecía por eso imposible puesto que debía conjugar un relato en sí mismo complejo y vinculado, además, a problemas mayores como los del bien y la verdad, siempre mezclados con lo bello por la filosofía y la religión. Sin embargo, logró sortear el abismo con sobrios movimientos. Su libro reserva un lugar para la inspiración pitagórica y para los oscuros impulsos hacia lo feo teorizados en el siglo XIX, para el resplandor divino que el catolicismo vio en las imágenes y para la fascinación romántica ante la muerte, la crueldad o el dolor. La armonía de la figura humana y su deformidad, la alegría y la melancolía, la rivalidad entre la jardinería barroca y la neoclásica, un mármol romano y una estación de subte parisina conviven en sus páginas. En esta parafernalia Eco consiguió imprimir un orden elegante y erudito. Que su repaso histórico no haya logrado iluminar direcciones decisivas para el presente cabe atribuirlo al hecho de que la belleza del mundo nunca parece suficiente. Y esto es casi lo único cierto que se puede decir sobre ella a través de los siglos.

Fuente: www.antroposmoderno.com  |  [La imagen pertenece al artista Ricardo Ajler]

jueves, 11 de octubre de 2012

Conceptos de Nietzsche


El hombre actual parecería que se encuentra inmerso en una cultura de muerte: la matanza masiva de personas en México, las guerras étnicas que viven las tribus africanas, el índice elevado de mortalidad infantil en nuestra América y en África, las muertes que se suman cada vez más por efectos del SIDA, el consumo de sustancias nocivas al organismo humano, las pruebas nucleares, la manipulación genética hacia la clonación de los seres humanos y muchas otras realidades nefastas que podríamos seguir enumerando. Nos encontramos en una época donde reina el egoísmo y la lucha por el poder. Es un tiempo de regresión al realismo ilustrado del siglo XVI; pero con la diferencia de que no posee un fin común, cada uno tiende hacia donde mejor le parece. También se resalta el hedonismo, donde prevalece el placer personal sin importar el otro. Reina la espontaneidad, el momento presente, ya no se tiene un proyecto o una visión de futuro. El hombre de hoy vive según su propio arbitrio. Dios ya no aparece como referente moral en la vida personal ni social. Se podría decir que Dios ha muerto.

La idea de la muerte de Dios hace referencia muy clara a Federico Guillermo Nietzsche, cuando lanza su grito desesperado afirmando que Dios ha muerto y que cada uno de nosotros lo hemos matado. Este filósofo arrogante fue tildado de "loco" por sus contemporáneos; pero hoy, en el mundo en que nos encontramos, donde sus ideas son actuales y recurrentes, las afirmaciones que lanzaba nos invitan a una reflexión profunda, interpelante y contrastante, para abrir senderos de esperanza en esta selva de desánimo y muerte.

Uno de los tantos pasos posibles para sacudir al hombre actual del sueño narcisista y cínico, sería el de abrirle los ojos a otra manera de entender la muerte de Dios para que haya vida y esperanza en el hombre. Nosotros, para cumplir con dicho cometido, hemos escogido el pensamiento cristiano por considerar que presenta una visión ecuánime e integral de quién es el hombre.
¿Cómo entender la muerte de Dios en Nietzsche y en el pensamiento cristiano?

La hipótesis que ha orientado el trabajo es la siguiente:
Revisando la biografía y autobiografía de Nietzsche, advertimos que los principales temas de su filosofía (La transvaloración de los valores, el eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre, la muerte de Dios), tienen una conexión singular con la doctrina de sus obras. En Zaratustra, Nietzsche se muestra como el superhombre que da a conocer esta doctrina. Estos principales temas del pensamiento nietzscheano se articulan e integran en el de la muerte de Dios. Contrastando la idea nietzscheana sobre la muerte de Dios con la postura cristiana (Dios que muere en la cruz), se entrevé que la primera conlleva una transvaloración de los valores, un sinsentido de la vida que concluye matando al mismo hombre; mientras que la segunda da sentido y fuerza a la vida del hombre y lo transfigura desde el amor.

1.- Federico Guillermo Nietzsche (1.844 - 1.900)

Se puede conocer a Federico Guillermo Nietzsche, desde tres puntos de vista: Primero: se observa la biografía desde terceros autores, exponiendo su cronología. Segundo: desde su libro: Ecce Homo, donde él se elucida como un espíritu curioso - sui géneris - sólo para almas bellas. Tercero: la autobiografía desde su locura, reminiscencia de su infancia, la educación recibida, la lucha consigo mismo.
Desde estas tres perspectivas hemos estudiado la vida de Nietzsche y hemos podido leer entre líneas que su filosofía es una autovaloración de sí mismo plasmada sobre todo en su obra Así habló Zaratustra. Nietzsche, al tomar la figura semilegendaria del filósofo persa del siglo VI a. J.C., le presta su voz para "advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal" (Nietzsche, 1971: 125). Zaratustra tiene más valentía que los demás pensadores para decir la verdad. Y como buen persa tiene, según Nietzsche, la virtud de disparar bien las flechas, y no huye de la realidad.

Luis Jiménez comenta, en su libro El pensamiento de Nietzsche, la necesidad de un arte de interpretar (la hermenéutica) para leer su filosofía y poder descifrar el simbolismo de la obra (Jiménez, 1986: 433). Nietzsche afirma: "he filosofado con mi ser total y las ruedas del caos me han arrastrado al torbellino de la locura" (Nietzsche, 1969: 199). Se podría entender que toda su vida, junto a sus actividades, los cambios que hizo, los rechazos que experimentó, lo llevaron a la locura, porque oscilaba entre el deseo de ser dios y la condición de seguir siendo uno más de los hombres. Se arrojó a la llama de la locura para contemplar su apoteosis, queriendo poseer el derecho de sentarse en el lugar vacío que dejó Dios.

La filosofía de Nietzsche tiene una estrecha relación con la vida que llevó. En sus obras podemos descubrir cuatro ejes entrelazados por el tema de la muerte de Dios. Estos ejes o ideas centrales nosotros los sintetizamos en: la transvaloración de los valores, la voluntad de poder, el eterno retorno y el superhombre.

2.- Filosofía Nietzscheana: cuatro directrices entrelazadas por la idea de la muerte de Dios

2.1.- La transvaloración de los valores


Nietzsche, en su intento de despertar de su letargo al hombre, propone comprender el amor fati, amor que aspira a amar la tierra y no las esperanzas sobrenaturales, la necesidad de instintos buenos y malos, ser hábiles en crear nuevos valores y rechazar aquellos valores del amor, de la igualdad, etc. Ser creadores de nuevos valores en el hombre, no es crear valores nuevos, sino aceptar los valores como verdades que proponen en cada momento lo que es útil al hombre.
La transvaloración nietzscheana no se ocupa de la esencialidad de los valores, sino que es una axiología antropológica, dirá Jiménez Moreno (1986: 172), los valores serán descubiertos por el hombre mismo a favor de su vida misma, este valor es crear. Implica el no contentarse con los valores superpuestos, no vividos, sino en apreciarlos, hacerlos suyos por necesidad de la propia vida. Remarcando que transvaloración no es transformación (que una cosa pierde su forma para adquirir otra) Nietzsche reclama una nueva jerarquía de valores y no acepta la tradicional.
Nuestro filósofo, cuando habla sobre transvaloración de los valores coloca en labios de Zaratustra el tema de educarse para abandonar el espíritu paciente y adquirir el espíritu libre. Para esto se deben seguir tres pasos: pasar del estado de camello al de león y culminar en la figura del niño.
El camello es un animal de carga, todo lo soporta, incluso aquello que el hombre no carga. Esta figura "es la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría" (Nietzsche, 1985: 49). Este espíritu ingresa en un momento de cansancio cuando se escucha a sí mismo, realiza una reflexión sobre su destino y se avergüenza de sí mismo. De esta manera camina hacia la conquista de la libertad. Este es el sujeto que vive más tiempo por poseer dentro de sí deseos de cambios (Nietzsche, 1968: 117-118).
El león tiene la característica de conquistar su libertad atrapando a su presa y así ser dueño de su propio destino. El hombre que tenga este espíritu buscará eliminar a su último señor y Dios, al "Tú debes", a la recta moral inculcada. De aquí nace el "Yo quiero". Superar ese peso milenario, una tradición de tradiciones, no será faena fácil porque la tradición es una actitud superior a la que se obedece, no porque manda lo útil, sino porque manda (Nietzsche, 1985: 178). El niño, desde su inocencia, capricho, exige aquella ilusión que siente. Todo hombre debe tener este espíritu para poder crear su propia voluntad.
Zaratustra, a través de estos pasos, anuncia que todo hombre transmundano debe superarse a sí mismo. Anuncia que se debe dar apertura a una nueva voluntad que nace del yo, "un yo que crea, que quiere, que valora y que es la medida y el valor de las cosas" (Nietzsche, 1985: 58), un yo que habla con honestidad y encuentra honores para el cuerpo y la tierra, un yo que enseña un nuevo orgullo, a no esconder la cabeza como el avestruz, sino a estimar, a querer ese camino que se recorrería a ciegas y llamarlo bueno.
Nietzsche, al proclamar el tema de la transvaloración de los valores, enseña a ser espíritu libre, de corazón libre, que ame la tierra, y el cual, a partir de esta voluntad de poder creadora, podrá dar cabida a una reorientación del sentido del hombre.

2.2.- La voluntad de poder

Zaratustra, al mostrar su transvaloración de los valores, enseña a dar apertura a la voluntad de poder creadora, una voluntad que quiere despertar al espíritu, antecediendo a la sepultura de ese amo y señor, que apaga todas las aspiraciones del débil, del esclavo, del sumiso. De esta manera enseña a superarse a sí mismo para acoger al hombre nuevo.

Para Nietzsche la voluntad de poder es identificada como la esencia más íntima del ser. "Es así que los valores son creaciones de la vida, según ella sea ascendente o descendente" (De La Vega, 1980: 518).

La voluntad de poder creadora es la síntesis de la voluntad que ordena, que obedece, es dinámica. Deleuze define a la voluntad de poder como quien quiere (1971: 73), es la fuerza que ayuda al hombre a superar la moral del esclavo, a marchar hacia la vida, hacia la evolución vital.

2.3.- Preámbulo al eterno retorno

Martha de la Vega, al hablar sobre el eterno retorno en Nietzsche, afirma que el eterno retorno nietzscheano es identificado con la vida misma, puesto que la vida es un tema ineludible en él. El sentido de la voluntad de poder creadora da el sentido a la vida y "el eterno retorno pone de manifiesto el juego cósmico de fuerzas, el cambio, la destrucción, el dolor, la lucha, cuya realidad última es el devenir" (De La Vega, 1980: 516). Entonces, cuando Nietzsche habla del eterno retorno se refiere a una selección vital, determinada por una voluntad de poder creadora.
Metafóricamente hablando, el eterno retorno es un aro circular y eterno. Todo es uno y la fatalidad es inevitable, porque el fin se transforma en inicio y éste, a su vez, en fin. Todo es un devenir y un repetirse evolutivo de la vida misma y del cosmos.

2.4.- El superhombre

A Zaratustra le visita un adivino, éste le explica sobre la identidad de todo. Le advierte sobre su último pecado, la compasión. Escucha gritos de auxilio, gritos de hombres desesperados, pues ellos sienten náuseas de la plebe.

Zaratustra, con su canto de felicidad, atrae a los hombres, este canto es el riesgo que encuentra cuando topa con los hombres desesperados, que en primera instancia están insatisfechos por la vida que llevan. Entre estos se encuentran los reyes, el concienzudo del espíritu, el mago, el Papa jubilado, el más feo de los hombres, el mendigo voluntario, la sombra viajera; todos estos tienen una peculiaridad, pues buscan al gran sabio que les enseñe la novedad, algo nuevo. Acogerá a todos los hombres, que posteriormente se darán cuenta de que eran simples payasos, pues no ingresan en su ocaso y vuelven a la rutina que vivían. Buscará deshacerse de ellos, lo que sólo le será posible a partir de la llegada del signo que él espera: el superhombre.

Para Zaratustra el hombre superior es guerrero, bien nacido, que contradice al espíritu de igualdad, de la pesadez que afirmaba que todo hombre es igual ante Dios. Afirma que Dios era obstáculo para el hombre. Si Dios ha muerto, tiene que resurgir el superhombre, el primero y el único capaz de superar y conservar al hombre, el que se convierte en Señor, el que supera las pequeñas virtudes, el que domina el miedo con orgullo ante un abismo, el que ingresa en su ocaso para un nuevo amanecer. Sube con su propio esfuerzo a la cima, sólo así el superhombre estará en lo alto, como un águila.


El hombre superior arregla lo estropeado, tiene una vida dura, es cauteloso ante la honestidad, desconfía ante ella, mantiene secretas sus razones; no se hace adoctrinar con los llamados doctos por ser muy estériles, fríos, secos; miente porque comprende la verdad. La virtud del superhombre está en que no actúa "por" ni "a causa de" ni "por qué", esto sería actuar como gente pequeña, conformista, como la plebe.

Zaratustra adoctrina al superhombre en la virtud, aconseja que camine por las sendas conocidas si quiere ser el primero y no el último. Que no sea necio en ser conformista, ni estancarse en fundar una casa que enseñe el camino a la santidad, pues sería fundar su propio asilo de soledad. No ser estatua rígida, insensible como una columna, el andar revela búsqueda. Debe reírse de sí mismo, porque esto es indicio de madurez, porque se ama a sí mismo. Debe reírse también de todas las cosas buenas y de todo lo que ama su corazón. Zaratustra es el que ríe de verdad, no es condicionado ni impaciente, es loco; pero de felicidad (Nietzsche, 1985: 415).

La filosofía nietzscheana está integrada, entrelazada, por la postura de la muerte de Dios. No orienta a los valores sino da a conocer al superhombre para que sea él quien sustituya a Dios.

3.- La muerte de Dios 

Zaratustra anuncia la muerte de dios, lo que significa que es el hombre ahora el responsable de su propia vida, es como si Zaratustra hubiese dado una caja de regalo a cada persona y dentro estuviera la vida de esa persona. Dese ahora ya no habrá que acudir a instancias divinas para resolver los problemas del mundo, ni tampoco habrá de pensarse en el castigo y el premio divino para cada acción del hombre en el mundo. El cielo es un truco para que la gente le encuentre sentido a lo que hace, sin embargo lo importante no está ahí, en el cielo, sino acá en la tierra con los hombres de carne y hueso que sufren y que laboran día con día tratando de alcanzar la felicidad.


Preguntas:
1.       Escribe un ejemplo donde puedas aplicar sobre ti mismo las transvaloración de los valores explicando cada cambio (En camello- en  León, en niño)
2.       ¿Qué tendrás que hacer para afirmar tu voluntad de poder en tu vida?
3.       ¿Por qué no hay superhombres en el mundo?
4.       ¿Qué significa la frase “Dios ha muerto”?