lunes, 23 de noviembre de 2015

Ejercicio ortográfico

El eclipse.

Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolome Arrazola se sintio perdido acepto que ya nada podria salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo habia apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topografica se senta con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir alli, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indigenas de rostro impasible que se disponian a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolome le parecio como el lecho en que descansaria, al fin, de sus temores, de su destino, de si mismo.

Tres años en el pais le habian conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intento algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces florecio en el una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristoteles. Recordo que para ese dia se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo mas intimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matan -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indigenas lo miraron fijamente y Bartolome sorprendio la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desden.


Dos horas despues el corazon de fray Bartolome Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indigenas recitaba sin ninguna inflexion de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirian eclipses solares y lunares, que los astronomos de la comunidad maya habian previsto y anotado en sus codices sin la valiosa ayuda de Aristoteles.

La casa blanca

Aquí está el link para leer el reportaje:

http://www.periodismo.org.mx/assets/2014-reportaje.pdf 

jueves, 8 de octubre de 2015

Crónica narrativa

Los suicidas.
Edmundo Paz Soldán.
Todo comenzó, o al menos lo recuerdo así ahora, una tarde nublada de 2003 en el pueblo de Ithaca, en upstate Nueva York. Era uno de esos días grises en los que se especializa esta región más cerca de Canadá que de Manhattan. Tammy, la californiana con la que estaba casado desde 1998, llegó con una carpeta de su trabajo en Ithaca High, un colegio donde enseñaba literatura. Me dijo que se trataba de recortes de prensa de una serie de tragedias que habían ocurrido más de cinco años atrás en Dryden —a veinte minutos de Ithaca—. La mujer que le había dado la carpeta era su compañera de trabajo y quería que entendiera por qué estaba siempre deprimida. La historia que le contó involucraba accidentes y suicidios de chicos de la promoción de un colegio, entre ellos su hija: ocho muertes en menos de un año, muertes que habían provocado que uno de los sobrevivientes dijera que parecía que estaban viviendo en un pueblo maldito digno de una novela de Stephen King. La hija de la compañera de trabajo de Tammy había muerto carbonizada cuando el coche en el que retornaba a casa una madrugada chocó contra un camión.
Yo por entonces era profesor de literatura latinoamericana en la universidad de Cornell. Tenía un hijo de tres años y estaba embarcado en esa desesperada y ansiosa carrera académica por conseguir la permanencia (tenure). Escribía ensayos de análisis literario y trataba de publicarlos en revistas académicas, y enviaba resúmenes de artículos a congresos con la esperanza de que fueran aceptados y me invitaran a presentarlos. También enseñaba y escribía novelas ambientadas en Bolivia, mi país natal, que siempre giraban en torno a la problemática social y política. Tenía peleas constantes con los críticos de mi país acerca de lo que se entendía por “literatura boliviana”, discusiones que ahora se me antojan bizantinas y que tomaba muy en serio porque se referían a ciertos dogmas sobre lo que un escritor boliviano podía y debía escribir y lo que no.
Había llegado a Ithaca en 1997 después de terminar un doctorado sobre literatura latinoamericana en Berkeley. Berkeley era mí paraíso perdido: un lugar soleado con mucho activismo político y en el que había aprendido que podía ser feliz en los Estados Unidos. Por eso, cuando me entrevisté con el comité de Cornell en busca de trabajo, la mención de que Ithaca era “la Berkeley de la Costa Este” terminó por convencerme; Ithaca, decían, era tan liberal como Berkeley, incluso imprimía su propio dinero. Aparte, por supuesto, estaba el prestigio mismo de Cornell como una de las universidades de la “liga de la hiedra” (Ivy League), establecimientos de la Costa Este que incluían a Harvard y Yale.
Comenzaba mi contrato en agosto del 97 pero visité Ithaca tres meses antes, en busca de un piso. Estábamos a principios de mayo y nevaba; eso debió haberme dicho algo acerca de las diferencias entre Ithaca y Berkeley, pero no hice mucho caso. Para mí bastaba haber conseguido trabajo en una universidad de alto nivel. Era en el fondo un provinciano, alguien que se dejaba impresionar por los nombres reputados.
Mis primeros meses en Ithaca aprendí algunas cosas. Cornell era, como se decía, la universidad de las Ivies más fácil para entrar y más difícil de salir: tenía un nivel de estudios muy alto, quizás más que el de Berkeley. Sospechaba que eso se debía a que Berkeley pertenecía a una inmensa área metropolitana que incluía a San Francisco y Oakland, por lo que la vida allí no se reducía a lo académico. Ithaca, en cambio, era una comunidad de sesenta mil habitantes “centralmente aislada”, por lo que todas las ciudades interesantes de la zona —Nueva York, Boston, Filadelfia, Washington— quedaban por lo menos a cuatro, cinco horas de distancia en coche.
También estaba el mito de que Cornell era la universidad de las Ivies donde más estudiantes se suicidaban. Lo que me contaban: Cornell no solo te deprimía, sino que te proporcionaba los medios necesarios para suicidarte una vez que te deprimías. La universidad estaba enclavada en una colina sobre el pueblo. La colina estaba flanqueada por gargantas de vértigo sobre las cuales había puentes que conectaban a la universidad con el pueblo; casi todos los estudiantes que se suicidaban elegían tirarse de uno de esos puentes, caer entre las rocas de los arroyos que fluían apacibles al fondo de las gargantas. Imaginaba una escena digna de Cumbres borrascosas: en el invierno de días en que oscurecía a las cuatro de la tarde, un estudiante agobiado por los estudios se asomaba a la ventana de su residencia universitaria y se encontraba con el viento, la nieve, la niebla y los precipicios. Parecía inevitable la atracción al vacío, las ganas de salir de la habitación y dirigirse al puente, el salto mortal.
Y sin embargo me costaba entenderlo. Desde niño ver sangre me había producido náuseas; no me era fácil meterme en la cabeza de aquellos que querían quitarse la vida. Vivía lejos de casa desde hacía más de diez años; había extrañado, sufrido, tenido crisis existenciales, pero de ahí al suicidio había un largo trecho. Así que todo me parecía un mito pintoresco que repetía con facilidad a mis amigos en otras partes del mundo, para impresionarlos. Un mito con el que yo no me relacionaba. O sí, pero de una manera liviana, como decir que en tu pueblo es donde se inventó el sundae (otro de los mitos de Ithaca). De modo que, los primeros semestres en Cornell, uno de los textos que enseñé más veces fue un cuento de Carlos Fuentes en La frontera de cristal. Se llamaba “La pena” y estaba ambientado en Ithaca. Trataba sobre un estudiante mexicano que descubría su homosexualidad en Cornell y mencionaba el tema de los suicidios. Fuentes había sido profesor visitante de Cornell a mediados de los ochenta, la leyenda que le había llegado era la misma que yo manejaba. Reconfortaba que la literatura legitimara un lugar común. Cuando llegaba al párrafo de los suicidios, miraba a los estudiantes con una sonrisa pícara, buscando su complicidad. Estábamos en Ithaca y todo eso nos parecía una leyenda urbana, ¿verdad?
El primer semestre de 2004 se suicidó uno de los alumnos de Tammy en Ithaca High. También comencé a tener problemas con ella. Los dos hechos no estaban relacionados.
El alumno de Tammy se llamaba Isaac, tenía diecisiete años y era un estudiante popular. Era rubio y alto, muy querido por todos. No era particularmente guapo, no era de los conquistadores, pero atraía su extrema sensibilidad, la forma frágil con que se relacionaba con el mundo. Todo él era empatía: le dolía lo que ocurría a su alrededor. Hacía suyos los problemas de los otros y también los grandes problemas del medio ambiente, las guerras, el mal. Era un chico melancólico, alguien que se podría identificar como emo, aunque en él eso no era una pose.
Dicen que una tarde Isaac se acercó a la bibliotecaria de Ithaca High y preguntó por los nombres de los puentes de Ithaca. Escogió uno de esos puentes y se tiró de ahí. Tammy sufrió mucho; sufría por una gran pérdida —el potencial de Isaac—, pero también por las charlas que había tenido con él sobre el estado del mundo, por lo que ahora ella entendía como llamadas desesperadas en busca de socorro. Había hablado con él, lo había escuchado, pero sus respuestas no evitaron el suicidio. Yo le decía que no se culpara, que ella no tenía nada que ver, que no se esforzara por hallar una lógica retroactiva para entender lo ocurrido, por leer el pasado en función del presente, pero supongo que era inevitable que lo hiciera.
Ese semestre Tammy y yo entramos en crisis, al menos de manera explícita: ya se sabe que estas cosas no ocurren de la noche a la mañana por más que sorprendan cuando ocurren. Estábamos juntos desde el 96, cuando nos conocimos en Berkeley; nos casamos el 98, nuestro hijo había nacido el 2000. La presión del trabajo y la crianza de un niño desgastaron la relación. Acababa de conseguir el tenure y reconocía que mis años de dedicación académica habían hecho que no me enfocara en nuestra relación. Tampoco era fácil hacerlo con un hijo que no había cumplido los cuatro años y cuyo cuidado nos dejaba sin muchas energías para la pareja. Un amigo psicoanalista me había dicho que con la llegada del hijo la energía libidinal se desplazaría a él; no lo entendí del todo hasta muy después de que ocurriera, y cuando lo hice ya era tarde.
Una de las salidas que tuvimos para la crisis fue que yo aceptara dirigir por un año el programa de estudios de Cornell en Sevilla. Aparte del trabajo y del cuidado del hijo, pensábamos que nos ayudaría escapar de uno de los largos inviernos de Ithaca —comenzaban en octubre y terminaban en abril—, que provocaban pulsiones que informalmente se agrupaban con el nombre de cabin fever: una sensación opresiva de hallarse bajo estado de sitio, viviendo en un pueblo fantasma y con un mal humor acumulado que se dirigía a las personas que uno tenía más cerca. Reconocía que el frío no me molestaba tanto como la falta de luz (los doctores recomendaban lámparas de “luz azul” que compensaban la falta de rayos ultravioleta en la piel); esa falta de luz, decían, era culpable de la semidepresión en la que vivían casi todos los habitantes de esa zona. Una zona, por lo demás, económicamente hundida (gracias a Cornell, Ithaca era una excepción). Binghamton, Syracuse y las otras ciudades de la región hacía tiempo que habían dejado atrás sus años de gloria; hay que leer a Joyce Carol Oates y a Russell Banks, los dos grandes novelistas de ese territorio, para entender cuán deprimente es upstate New York.
Así fue que cambiamos Ithaca por Sevilla. Y fuimos felices por un año, o al menos parecía. Digo “al menos” porque ese año pensé obsesivamente en el suicidio de Isaac y en el de los adolescentes a los que hacía referencia la carpeta de la colega de Tammy. Yo llevaba a Ithaca conmigo. O mejor: quizás esos suicidios eran una forma desplazada de articular lo que ocurría en mi relación con Tammy, ese espacio sombrío al que habíamos ingresado. No lo sé a ciencia cierta. Pero sí: pensaba en la primera muerte de la serie de Dryden, la del estudiante de fútbol americano en su coche. Tiempo después, su hermano moriría en un accidente demasiado similar, con lo que no era difícil concluir que había sido premeditado. Después se suicidaría el amigo de una de las cheerleaders violadas y asesinadas por un psicópata que había sido soldado en la primera guerra del Golfo. Y luego se suicidaría el psicópata. Imaginaba todas las muertes, imaginaba los accidentes y los asesinatos y los suicidios. ¿Qué debía pasar por tu cabeza para matar a alguien? ¿Cómo tenías que sentirte para decidir quitarte la vida?
Una tarde, mientras volvía del trabajo en las oficinas del centro —frente a la torre de Oro—, me descubrí escuchando en mi cabeza las voces de los adolescentes muertos. Cada uno contaba su parte de la tragedia, como si se tratara de una obra teatral en la que los actores salían a declamar sus líneas y luego se retiraban del escenario. Y se me ocurrió que tenía una novela entre manos. Dije: diez capítulos, diez monólogos, todos debían terminar con la muerte de quien monologaba. Releí Mientras agonizo, una novela de Faulkner de la que recordaba esa estructura, y descubrí que en esa novela quienes se hacían cargo de narrar un capítulo a veces volvían a hacerse cargo de otro. Yo también debía ser flexible.
Hablé con amigos que me trataron de convencer de que en realidad debía escribir un libro de no ficción a la manera de A sangre fría. Releí a Truman Capote. A ratos me tentaba la idea, pero luego se me venía a la mente la amiga de Tammy y me daba cuenta de que no tenía el temperamento que se necesitaba para sentarme frente a ella y hacerle preguntas para que me contara de su hija muerta. Tenía pudores y escrúpulos para eso pero no para apropiarme de la historia. Me bastaba con saber los hechos; para todo lo demás, prefería inventar la psicología de los personajes.
En Sevilla me embarqué en la escritura de Los vivos y los muertos. Sería fiel a los hechos, los ambientaría en un pueblo universitario llamado Madison (trasunto de Ithaca, pero con la atmósfera más conservadora de Dryden) y trasladaría las fechas una década, del 96 al 2006. Era mi novela sobre Ithaca, pensé, la que reflejaría casi una década de vida en ese pueblito. Una novela que no veía como algo personal o una exploración de mi intimidad, aunque de algún modo todas las novelas lo sean. Para eso, para que Los vivos y los muertos se convirtiera en un libro muy íntimo, todavía tenían que ocurrir algunas cosas importantes: volver a Ithaca, sufrir el suicidio de uno de los estudiantes que aconsejaba, tener yo mismo una crisis que me llevaría a vivir en carne propia el deseo de suicidarme.
Park era un estudiante de ingeniera recién llegado a Cornell en el otoño de 2005. Tenía dieciocho años y los ojos escurridizos y un cerquillo que le cubría le frente. Haría un B.A. en una de las ingenierías, pero como todavía no había declarado su major, yo le fui asignado como consejero hasta que lo declarara. En general ese proceso no tardaba más de un año.
Como era el procedimiento rutinario en Cornell, Park vino a verme a principios del semestre para decirme qué clases pensaba tomar. Todo me pareció normal, así que aprobé sus clases.
Meses después recibí una carta de uno de los profesores de matemáticas de Park, en la que se me comunicaba que Park debía dejar la clase para evitar una mala nota. Me comuniqué con Park por correo electrónico, me contó que había tenido un semestre pesado; le dije que era normal dado que era su primer año en Cornell. Quedamos en que dejaría la clase.
A fines de noviembre Park me escribió para darme una lista de las clases que pensaba tomar el siguiente semestre. Le contesté que ese no era el procedimiento adecuado, que debía venir a mi oficina. Ese día no hubo respuesta. El siguiente tampoco. Me sentí mal: quizás había sido muy drástico. Sabía que no todos mis colegas eran tan rigurosos con eso de las reuniones, que aparecían como meras formalidades. Pensé en el buen Park, un estudiante coreano lidiando con la presión de Cornell, y decidí aprobar sus cursos por correo electrónico. Le dije que no lo volviera a hacer, que el próximo semestre tenía que venir a mi oficina.
No hubo respuesta. ¿Se habría enojado conmigo? Dos días después, me contactaron los abogados de la universidad para informarme que Park se había suicidado. Me quedé seco. Me pidieron que les contara todo lo que sabía de Park, se preocuparon al ver que yo no había seguido el procedimiento correcto. El padre de Park llegaría a Ithaca en un par de días a recoger el cuerpo de su hijo; debía estar preparado para hablar con él si lo requería. A los abogados les preocupaba la posibilidad de que el padre decidiera enjuiciar a Cornell; en una cultura de litigantes como la norteamericana, que yo no hubiera seguido el procedimiento correcto podría dar pie a que un buen abogado concluyera que había razones suficientes para pelearla en la corte. Los abogados me dijeron que no debía mentir, que simplemente contara lo que sabía. Me alegré de que no me pidieran que me quedara callado, como hacían los abogados de las series de televisión.
No dormí bien esas noches. Imaginaba cómo sería mi encuentro con el padre de Park, lo que me diría. Me recriminaba no haber obligado a Park a venir a mi oficina, como si eso hubiera sido suficiente para evitar el suicidio. Ahora era el turno de Tammy de consolarme diciendo que yo no podía haber hecho nada, que era imposible meterse en la mente de un suicida. Tenía razón, pero yo no podía dejar de reprocharme mi conducta.
La leyenda de Cornell y los suicidios regresó a mí con fuerza. Desde que la universidad había sido creada en 1868, muchos se habían preguntado por qué Ezra Cornell había querido fundarla en un lugar tan aislado, entre esas dos gargantas tan peligrosas. De todos los casos que había leído me atraía el de Shirley Slavin, una chica de diecisiete años que llegó a Ithaca con su madre para comenzar la universidad, y una mañana después de apenas unos días, se acercó a un estudiante, le pidió que le agarrara los libros, y luego corrió a uno de los puentes y se lanzó. Acababa de llegar y no era invierno, lo que me hacía pensar que no se había suicidado por culpa de Ithaca. Quizás por eso me atraía su caso: quería cerciorarme de que no había razones deterministas que conectaran a Ithaca con el suicidio. Sí, era irracional, se trataba de una leyenda negra, pero ya sabía que su peso en nuestra imaginación podía ser más fuerte que todos los hechos puros y duros que pudiéramos convocar para hacer algo de equilibrio.
Al final nunca conocí al padre de Park: estaba tan avergonzado que no quiso ver a nadie. Llegó a Ithaca, recogió el cuerpo de su hijo, volvió de inmediato a Corea. Igual, el incidente se quedó conmigo durante un buen tiempo. De hecho, no creo que se haya ido del todo.
Terminó el 2005. El 2006 explotaron mis problemas con Tammy. En marzo nos separamos. Me fui a vivir a un piso cerca del aeropuerto; tenía el colchón en la cama y los libros en cajas. El invierno arreciaba y cuando venía mi hijo de cinco años a quedarse conmigo, veía en su cara que quería consuelo pero no se lo podía dar: yo era el inconsolable. Jugábamos a las espadas y con cartas de Pokemón; a veces él me despertaba a la medianoche para pedirme que lo llevara a casa de su madre, y otras, cuando lo llevaba de vuelta con ella, se amotinaba en el coche porque quería quedarse junto a mí.
Seguimos así hasta julio, mes en el que decidimos volver a intentarlo. No fue una decisión acertada. Duramos hasta mediados de septiembre y volvimos a separarnos. Fueron días de confusión, en que comenzaba consultando con un abogado y terminaba hablando con Tammy por teléfono. La soledad no era buena consejera y los recuerdos me hacían extrañarla. A veces iba a comer con ella y otras quería estar solo. Un viernes mi abogado me dijo que tenía redactados los papeles de la separación, que solo me faltaba firmarlos. Decidí esperar unos días.
En este punto del relato me doy cuenta de que hay partes de la historia que no sé cómo contar. Todas las historias de separaciones se parecen, me digo, con esas idas y venidas hasta tomar la decisión final. Debería contar esas idas y venidas. Pero quizás eso no agregue nada a lo que ya se sabe de los matrimonios en crisis. Quizás deba escribir, simplemente, que algo ocurrió, y que volví a casa y no fue la mejor de las decisiones y poco tiempo después estaba sumido en la depresión.
Esos días el tiempo pasaba lentamente. Yo era como un fantasma deambulando por la casa; me hallaba emocionalmente inalcanzable, y Tammy lo sabía. Una vez discutimos sentados en el suelo de la cocina; otra, yo trataba de leer los poemas de Elizabeth Bishop cuando ella salió de la ducha y quiso hablar conmigo y se puso a llorar. Hubiera querido ayudarla; no podía hacerlo.
Fui al doctor, que me recetó un antidepresivo llamado Zoloft. Lo tomé ese mismo día. Por la noche, estaba leyendo en la cama cuando sentí que mi cuerpo cambiaba de temperatura, que una oleada fría me recorría la piel. Imaginé los cuchillos en la cocina y tuve ganas de ir a buscarlos. Hice todo lo posible por no moverme, y le pedí a Tammy que fuera a esconder los cuchillos.
Más tarde me acordé de los antidepresivos y quise metérmelos todos a la boca. Tammy tuvo que ir a esconderlos.
Tenía miedo a moverme de la cama. Mi cuerpo cambiaba del calor al frío. Pensé lo peor. Quise dormirme y no pude. Estuve despierto toda la noche. A eso de las dos tuve una visión: la de mi cuerpo rompiendo la ventana del cuarto y cayendo pesadamente en la acera. Tammy dormía y yo traté de tranquilizarme. No es verdad, me dije, no es verdad. Pero el impulso de levantarme y tirarme por la ventana era real.
Rogué que el pánico se me pasara pronto. Duró alrededor de media hora.
Temprano a la mañana siguiente, llamamos al doctor para contarle lo ocurrido. Me dijo que no tomara más Zoloft y que fuera por su oficina, me daría otro antidepresivo. Me vino un ataque de ansiedad y decidí que, pasara lo que pasara, no tomaría una pastilla más. No fui a la oficina.
Poco después hablé con un amigo y él me dijo que la situación era preocupante si estábamos hablando de impulsos suicidas. Que debíamos tomar una decisión antes de que fuera tarde. La siguiente ya sería el hospital, y quién sabía.
Me descubrí asintiendo. Nunca había pensado que llegaría a esa situación.
Tammy y yo pasamos la navidad juntos y nos separamos antes de año nuevo.
El primer semestre de 2007, solo en Ithaca
—Tammy se había ido a California, donde sus padres, con nuestro hijo—, volví a mi novela. Iba a escribir a un café, sobre todo durante las horas en que en mi casa solía haber bulla cuando estaban Tammy y mi hijo, de cinco de la tarde a nueve de la noche (a veces me quedaba solo viendo televisión y escuchaba la voz de mi hijo a mis espaldas y me daba la vuelta y no había nadie; parafraseando a Arreola, mi hijo se había vuelto un fantasma y yo era el lugar de las apariciones). Y de pronto la escritura se volvió catarsis y un relato con muchos guiños al género policial se me convirtió en algo personal. Incluso la nieve que caía incesante en los inviernos de la región adquirió otro sentido: caía sobre los vivos y los muertos, como en el cuento de Joyce, nos enterraba a todos por igual. Pero en esa igualdad había diferencia. Una novela sobre vivos no tan vivos y muertos no tan muertos; un libro sobre la pérdida, sobre mi pérdida.
Me había parecido casi imposible de entender el deseo de irse de este mundo por voluntad propia; ahora sabía que, en determinadas circunstancias, ese deseo podía visitar a cualquiera. El impulso del suicidio estaba en cada uno de nosotros, era parte fundamental de nuestra condición; lo curioso ahora era que a alguien no se le hubiera cruzado esa idea alguna vez en la vida. En esa última versión, Los vivos y los muertos era un relato de mi crisis, y su escritura era también un intento de superar la crisis.
Muchas veces he pensado en Isaac y en Park y también en esa noche en que el suicidio cruzó por mi cabeza. Ya no me enorgullezco de que Cornell sea la universidad de los suicidios y tampoco lo veo a broma, aunque entiendo a quienes lo hacen. Todos los lugares tienen leyendas que los marcan y esta es la nuestra, a pesar de que hoy ni siquiera las estadísticas la corroboren (el promedio de suicidios en Cornell no es superior a la media nacional). De hecho, nunca la corroboraron. Pero ya lo sabemos; una cosa es la verdad, otra lo que hacemos con ella. Y yo puedo quejarme de esa leyenda, pero también sé que con mi novela he contribuido a ella.
Tammy y yo nos divorciamos a fines de 2008.

martes, 29 de septiembre de 2015

Ejercicio ortográfico

Carmen Aristegui, una de las voces mas conocidas de la radio mexicana, fué despedida la noche del domingo de la emisora MVS. La disolucion del contrato con la periodista y el equipo que destapo el escandalo inmobiliario de la esposa del presidente culmino una enconada crisis que la audiencia a podido seguir en directo y que a deparado algunas escenas ineditas. “Vamos a dar con nuestros abogados la batalla por la libertad de expresión, esto a sido planeado con anticipacion”, afirmo una desafiante Aristegui esta mañana frente a la sede de la radio al reunirse con su defenestrado equipo. 

viernes, 7 de agosto de 2015

El existencialismo es un humanismo

Introducción

EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO es en origen el resumen de una conferencia que Sartre pronunció el 29 de octubre de 1945 en el club Maintenant [“Ahora”], creado por Marc Beigbeder y Jacques Calmy, con el añadido de algunos momentos de la discusión que la siguió, en que se perfilan diversos temas. La conferencia marcó un hito en su momento, incluso como acontecimiento social. Hubo gente arremolinada a la entrada y en los días siguientes aparecieron reseñas en los principales periódicos de la época; tal impacto resulta casi difícil de comprender si se olvida que las obras de teatro de Sartre habían sido ya grandes éxitos y la estética sartriana era expresión implícita de resistencia en el París ocupado. Conviene recordar, para situar el influjo del pensamiento sartriano, que EL SER Y LA NADA había aparecido 1943, en plena Ocupación, y que el libro recibió críticas muy elogiosas incluso en la prensa nazi y colaboracionista, que rastreaban en Sartre la influencia de Heidegger y, en consecuencia, lo consideraban un posible puente entre las culturas francesa y alemana.

En un París roto donde el único medio de transporte de los jóvenes era la bicicleta y donde las heridas de la guerra se hacían visibles por todas partes, Sartre encarnaba algo más que un empeño filosófico; para sus oyentes la conferencia EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO tenía un sentido muy concreto: significaba el esfuerzo, incluso político, por encontrar una vía de reflexión autónoma, diferente a la que segregaban desde su propia “vulgata” filosófica las dos grandes fuerzas que emergían de la Resistencia: el comunismo (materialismo histórico) y el cristianismo (personalismo). El mensaje sartriano de la contingencia de la existencia humana se inscribe, pues, en un paisaje cultural y filosófico: el de la revisión de la fenomenología (Husserl, Heidegger) y en un entorno sociopolítico: el de la búsqueda de un nuevo horizonte moral que será fiel a la lección del sinsentido bélico, incorporando la angustia como un dato a no olvidar.

Una obra de combate
En 1945, Sartre dispone de una revista, LES TEMPS MODERNES (con Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Michel Leiris y Jean Paulhan, es decir, con lo mejor de la nueva generación filosófica –excepto Jankélévitch y Ellul) y puede, por tanto, lanzarse a la polémica cultural, incluso desde una cierta posición de fuerza.
De hecho, la conferencia constituye una especie de doble “letra de batalla” contra quienes han reprochado al existencialismo: «invitar a las gentes a permanecer en el quietismo de la desesperación» y lo consideran meramente “subjetivista” (es decir, los comunistas) y –a la vez– contra quienes consideran que «desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana» y que «negamos la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, sólo nos queda la estricta gratuidad» (los cristianos).

Ambos grupos, comunistas y cristianos, coinciden en que el existencialismo pone «el acento en el lado malo de la vida». Y con ambos grupos, al fin y al cabo, Sartre polemizará durante toda su vida: al marxismo siempre –incluso en la época de la CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA– le reprochará que metodológicamente es absurdo partir del mundo antes de poder estar seguro sobre mi propia conciencia. Contra el cristianismo –y el kantismo– Sartre se negó siempre a considerar que puedan existir valores a priori de carácter imperativo (como los mandamientos religiosos o los imperativos categóricos) y verá la invocación a la transcendencia como un ejercicio de escapismo ante la responsabilidad.

En definitiva, el problema sartriano (¿cómo elaborar una moral a partir de una ontología que niega la trascendencia?, ¿cómo hacer posible una antropología de un hombre sin esencia?) se sitúa mucho mejor –¡me parece!– cuando se entiende contra quien combate. Si el existencialismo es “un humanismo” es importante distinguirlo con atención de los otros modelos de humanismo que encontraremos en el mercado de las ideas de su época.

Finalmente, hay un riesgo del que Sartre es muy consciente al escribir EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO: que su pensamiento se degrade a un puro tópico en el sentido que la cantante Juliette Gréco evocaba todavía en una visita a Barcelona (julio de 2004), al decir: «cuando en 1947 pregunté “¿quiénes son los existencialistas?”, me respondieron: “son unos tipos que viven en París y hacen lo que les da la gana”; y me pareció magnífico». Sartre constata que el movimiento existencialista «se ha vuelto una moda» y que «en el fondo la palabra ha tomado tal amplitud y tal extensión que no significa absolutamente nada». El peligro de banalidad acecha por todas partes y se quiere enfrentar también mediante un texto que, sin dejar de ser popular, se presenta como rotundamente filosófico.

Lo que Sartre busca, en definitiva, es marcar un territorio –el del «existencialismo ateo»–, por oposición tanto al marxismo como al existencialismo cristiano de Jaspers y Gabriel Marcel, (pues el personalismo ni siquiera se menciona). Hay en toda la obra un empeño profundo en destacar que el existencialismo se presenta como una filosofía con un mensaje opuesto al de la metafísica tradicional y que lleva implícita una manera diferente de situarse ante el hombre. Afirmar que «la existencia precede a la esencia» significa tanto como desmontar el universo estático común a la metafísica escolástica y al mecanicismo.

Conciencia y libertad: los antecedentes fenomenológicos del texto
La conferencia EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO no surge, pues, sobre un vacío conceptual ni sobre una pura estética vital, sino sobre una ya amplia reflexión previa. De hecho, lo que Sartre pretende es dar una versión simplificada de las tesis más difíciles expuestas en EL SER Y LA NADA y de lo que, desde un artículo en Combat en 1944, ya había denominado «existencialismo».
Frente al viejo idealismo, representado entonces en Francia por Leon Brunschvicg, que consideraba la conciencia como un simple receptáculo de los hechos del mundo exterior, Sartre había ido elaborando la intuición que emerge en sus obras anteriores: a través del método fenomenológico, que le había descubierto Raymond Aron en 1933, puede justificar que la conciencia no es una “cosa” entre las cosas, ni el puro reino de la subjetividad. El método husserliano muestra claramente que la conciencia es “intencionalidad”. La frase husserliana en las INVESTIGACIONES LÓGICAS (tomo V) según la cual: «Todo fenómeno físico contiene alguna cosa como objeto en sí mismo» -es decir: que toda conciencia es conciencia de algo y, por ello mismo intencional– constituye un descubrimiento que Sartre profundizará en toda su obra existencialista.
El influjo fenomenológico debe entenderse en el sentido de que para Sartre la conciencia no es un hecho neutral, sino un torbellino. El “ego”, pues, no es un pacífico habitante de nuestro mundo psicológico, que dirige y armoniza los contenidos mentales, sino que es-en-el mundo, dándole una intencionalidad (en el vocabulario sartriano el “yo” es un “pour-soi”, un para-sí). La conciencia deja de ser una substancia para descubrirse como una “relación” por hablar en términos clásicos. O en otras palabras: el conocimiento objetivo es posible si se renuncia al idealismo, que niega la cosa para verla como un contenido de conciencia, y si renuncia también al materialismo que identifica la conciencia con la cosa. Con Sartre la conciencia se reinstala en el mundo rechazando ambos extremos; se vuelve, pues, problemática y, por lo tanto, se abre a la experiencia de la libertad y la angustia.
En L’IMAGINAIRE (1940), Sartre ya había establecido que «Para que una conciencia pueda imaginar, es necesario que escape al mundo por su misma naturaleza (...). En una palabra: que sea libre (...). Para poder imaginar, basta que la conciencia pueda ir más allá [«dépasser»] lo real constituyéndolo como mundo, en la medida que la conversión en nada [«néantisation»] de lo real está siempre implicada por su constitución en mundo». Esa libertad, que no es arbitraria en la medida en que no basta con negar el mundo para imaginarlo, sino que se da siempre en una determinada “situación”, es el dato fundamental de la conciencia.
A partir de esta afirmación el concepto de “nada” [«néant» que no debe confundirse con «rien», por cierto], puede ser comprendido casi como el siguiente peldaño en la teoría sartriana. La experiencia de la nada es correlativa a la del ser. La nada no es algo extraño al hombre, sino la consecuencia implícita en su libertad, pues el hombre es el único que puede introducir su capacidad de “néantisation” en el ser. Porque somos humanos somos libres; porque somos humanos podemos decir “no” –si se quiere expresar así. La paradoja de estar «condenados a ser libres», significa que nuestra conciencia no está determinada, que el hombre no tiene una esencia, sino una conciencia relacional de la que no puede liberarse. La libertad no es algo que “tenemos” sino algo que “somos” porque nuestra conciencia es relacional. Concebir la libertad es concebir que nuestra conciencia puede hallar el sinsentido, la nada, como una estructura global del ser.
La libertad sartriana no es la del racionalismo clásico (la de elegir lo que el entendimiento me presenta como un bien), sino una concepción global del ser que mi conciencia me ha descubierto al hallarse siempre, e inevitablemente, “en situación”. La situación no es, pues, límite sino condición de la libertad. Por eso mismo no puedo ser libre sólo en parte, ni negar, mediante lo que Sartre denomina “mala fe”, mi propia responsabilidad. Estas precisiones, que sin duda se han presentado de manera muy esquemática, nos ayudarán en la lectura de EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO.

Dos características de la existencia y de la libertad
Definir el ser de la conciencia como libertad, equivale a definir el ser como “existencia”, concepto central en la filosofía sartriana que, por tal motivo pronto se caracterizó como «existencialismo»; y a hacerlo en el contexto de la teoría heideggeriana que en su conferencia retoma –considerando SER Y TIEMPO como el manifiesto fundacional de lo que denomina «existencialismo ateo», para horror y escándalo, por cierto, del propio Heidegger, que responderá en su famosa CARTA SOBRE EL HUMANISMO.
Por lo demás, para entender las diferencias entre Sartre y Heidegger no estaría de más recordar que lo que Heiddeger denomina Dasein (“ser ahí”: el hombre) Sartre en EL SER Y LA NADA lo considera la «realidad humana», en una lectura francamente abusiva. Sartre, por su parte, impidió sutilmente que se publicase ninguna traducción francesa (legal) de SER Y TIEMPO durante toda su vida, tal vez para evitar comparaciones...
El Dasein heidegeriano «tiene por esencia su existencia» (SER Y TIEMPO), o como escribe Sartre en EL SER Y LA NADA «es aquel ser para el cual está en su ser la cuestión del ser» [“il est cet être pour lequel il est dans son être la question de l’être”]. Pero alguien podría decidir no cuestionar su existencia, no plantearse su relación consigo mismo y vivir en la falta de autenticidad de las relaciones con el mundo. Esta inautenticidad («mala fe»...) sería equivalente a una negación de la existencia.
La idea que presupone, y que unifica metodológicamente, el texto de EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO puede fácilmente expresarse diciendo que: “la existencia es libertad” en la medida que “existencia” y “libertad” comparten dos características:

1.- La existencia, como la libertad, es transcendencia, en el sentido de que no diseña una esencia cerrada y firme o, mejor dicho, que existir significa un constante desplazamiento de la esencia. Sólo la muerte transforma mi existencia en esencia o, como decía Malraux «transforma mi vida en destino». Obviamente, esa transcendencia no es la divina: el hombre se transciende a sí mismo en su propia libertad. Como se dice en EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO: «El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho (...) El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere». Usamos el concepto de “transcendencia” para definir una tal existencia y una tal libertad por fidelidad al propio texto sartriano y –como habrá adivinado algún lector– en oposición a la crítica de Gabriel Marcel, en HOMO VIATOR, para quien el sartrismo es la expresión del «círculo estrecho de la immanencia». Para Sartre y para el existencialismo ateo, la única transcendencia es terrenal. Usando el verso del poeta catalán Joan Brossa podríamos decir que: “el pedestal son los zapatos”.

2.- La existencia, como la libertad, es facticidad, porque lo que Sartre denomina el «Pour soi» (el hombre) supera lo que es por lo que “puede ser”, gracias a que se constituye como proyecto. En palabras de Sartre: «El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser».

Finalmente, en palabras de Sartre: «No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia como constitutiva del hombre –no en el sentido en que Dios es transcendente, sino en el sentido de rebasamiento– y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista».

¿Qué significa «humanismo» en Sartre?
En EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO pesa de una manera determinante lo que Alain Renault [en SARTRE, LE DERNIER PHILOSOPHE, (1993)] denominó la “querelle de l’humanisme”, es decir, la polémica sobre los usos del concepto de “humanismo” que la Guerra mundial, Hiroshima y Auschwitz, habían convertido en cosa siniestra y casi ridícula. Haciendo gala de un gran estilo literario, sin adoptar una formulación de panfleto, ni oponiendo tampoco una batalla formalista o erudita, Sartre consigue mostrar hábilmente que su concepción del humanismo permite superar las tres críticas que este concepto había recibido en la época.

1.- Por una parte existía una amplia tendencia (que, simplifacando, va desde Heidegger a lo que entonces aún no se llamaba “Escuela de Frankfurt”) partidaria de renunciar a la idea misma de “hombre”. Es lo que hará Heidegger en la CARTA SOBRE EL HUMANISMO, renunciando a considerarlo como sujeto para convertirlo en «pastor del Ser».

2.- Para el marxismo, la solución estaba también en prescindir del humanismo, pero en nombre de un supuesto “hombre concreto” (el proletario). Ese sería el “humanismo real”, por oposición a las abstracciones existencialistas. El “filósofo de guardia” del Partido Comunista Francés, Jean Kanapa (antiguo alumno de Sartre), siguió esta vía en su EL EXISTENCIALISMO NO ES UN HUMANISMO (1948), donde escribió que: «... sólo hay un humanismo. Ese cuya medida ha definido uno de sus mayores representantes [Stalin]: el hombre, el capital más precioso».

3.- Finalmente, para el cristianismo el error provenía del movimiento ilustrado, que ha pretendido definir a la criatura sólo por la razón práctica, privándole de su naturaleza divina (infinita). La filosofía cristiana se considera a sí misma, en consecuencia, como una verdadera filosofía humanista en la medida que presenta al hombre como imagen de Dios, o como “sediento” de Dios. Sartre, que ya en LA NÁUSEA había afirmado que los católicos elegían «el humanismo de los ángeles» no dará especial importancia a esa tercera opción (que al fin y al cabo tiene en contra la experiencia del absurdo del dolor humano, si ha de ser impuesto por un dios) pero es obvio que estaba muy viva en el contexto de la postguerra mundial.

Se ha notado muchas veces que el tema del humanismo estaba ausente de EL SER Y LA NADA, donde la existencia humana aparece como vacío o «agujero en el Ser». LA NÁUSEA es, por ejemplo, un texto claramente antihumanista. Lo que ha pasado en 1945 para cambiar de perspectiva, además del comprensible interés sartriano por situarse estratégicamente en el debate de la época, es la experiencia de la propia Guerra, con la consiguiente vivencia de la “comunidad humana” aunque Sartre durante la Resistencia prefirió más bien, como lamentaba Jankélévitch, «conjugar el verbo “comprometerse”» a “comprometerse” realmente. La propia experiencia sartriana como prisionero de guerra la lleva a asumir que el hombre no existe “contra” la comunidad (la perspectiva de LA NAUSEA, por ejemplo) sino como ser “con los otros” [«être-avec»].

Su humanismo no es, por lo demás, ni de la especie de un Picco en el DISCURSO SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE, ni el kantiano de la FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES (que definió el concepto de «persona humana»). No se trata de un humanismo de la persona en tanto que “cosa”, sino de la persona en tanto que relación. La intersubjetividad (la relación entre sujetos) prima siempre por encima de la subjetividad individual. El humanismo sartriano no es la consecuencia de una imposible imagen “global” del hombre sino que lo concibe siempre “haciéndose”, en construcción, en el “revasamiento” [«dépassement»] y no como objeto de una supuesta religión humanista que substituya a la cristiana. Precisamente por eso, Sartre defenderá que sólo el existencialismo dignifica al hombre: porque no le convierte ni en cosa ni en concepto. Sólo porque el hombre está siempre «en situación» se puede ser humanista.
Vayamos, pues, al texto: «El existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está realizándose». Un humanismo existencialista no dirá, como el personaje de Cocteau: “l’homme est épatant” [“el hombre es asombroso”], porque no corresponde a “un” hombre hacer un juicio sobre “el” hombre... «Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre». Sólo porque el hombre es proyecto merece la pena considerar “humanismo” al existencialismo: «Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto a humano».
En la “Discusión” de la obra, Sartre lo perfilará mejor, «[Marxistas y existencialistas] Estamos de acuerdo en este punto: que no hay naturaleza humana (...) y los hombres dependen de la época y no de una naturaleza humana». Hoy, con el desarrollo de las ciencias cognitivas, afirmaciones de este tipo provocan una sonrisa displicente, pero en todo caso la idea central del humanismo sartriano, la de «situación», sigue siendo válida especialmente porque Sartre ve la situación como algo concreto y es capaz de separarse del reduccionismo marxista de la causalidad social de la que ironiza considerándola una «causalidad secreta».

La moral existencialista como moral concreta
En el desarrollo de la conferencia EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO es anterior el planteamiento ético al antropológico pero por razones puramente pedagógicas nos ha parecido más útil terminar esta presentación con el análisis de su ética. Conviene recordar que el embrión de lo que debía ser su ética existencialista CAHIERS POUR UNE MORALE (1947-1948), permaneció inédito hasta 1983. EL SER Y LA NADA, por su parte, terminaba con el anuncio de un libro sobre moral que nunca publicó.

Pero una vez se comprende su idea del hombre como situación, resulta más fácil entender los conceptos de «responsabilidad» y compromiso [“engagement”]. Comprometerse en una situación concreta -«embarcarse», había dicho Pascal– es la consecuencia de asumir que no se puede vivir en la pura abstracción conceptual; todo el mundo está siempre en una «situación» determinada y nos toca ser responsables (responder) de ella. La neutralidad, sencillamente, no es posible. En un editorial de LES TEMPS MODERNES, de 1945, Sartre llegó a escribir: «Considero a Flaubert y a los Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna porque nunca escribieron ni una línea para impedirla».

Sartre resulta muy claro en ese aspecto: «No hay ninguna moral general, no hay signos en el mundo»; por lo tanto el intelectual no debe dar consejos y quien se los pide (en el famoso ejemplo de su alumno que dudaba entre el amor a su madre y el deber de la Resistencia) «ya sabía lo que iba a hacer, y eso es lo que hizo». Los individuos están desamparados en la pura contingencia
La idea de que el intelectual debe “tomar partido” y “comprometerse” es muy vieja en la cultura francesa (Voltaire, Zola, Malraux) y ha resultado francamente esteril, por la pedantería y el narcisismo inevitable en quien cree que el intelectual es una especie de nuevo clérigo. De hecho es contradictoria incluso, en el particular caso de Sartre, con su propia teoría; pues, si el hombre está siempre en construcción, si los valores absolutos no existen -y las Ideas platónicas tampoco– entonces no parece claro sobre que base tomar partido.

Su postura en HUIS-CLOS, la obra de teatro donde se encuentra la famosa frase «el Infierno son los otros» parece difícil de compaginar con la idea del famoso “compromiso” sartriano. Su respuesta, obviamente, se encuentra del lado de la pura contingencia humana. Porque el hombre vive en la «angoisse» [«angustia»], en el «délaissement» [«abandono» /«desamparo»] o en el «désespoir» [«desesperación»], el compromiso es con la pura debilidad humana. No puede encontrarse una respuesta menos kantiana en todo el pensamiento del siglo XX.

Una ética sartriana se puede basar sólo en dos principios: «compromiso» y «desamparo»; ambos se implican y se necesitan mútuamente. En la medida en que “Dios no existe” y no hay nada garantizado (ni transcendencia. ni valores eternos, ni respeto humano)... «en consecuencia el hombre está abandonado [délaissé], porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ni siquiera excusas».

Esa idea que tiene unos ilustres antecedentes (Kierkegaard, Dostoievsky) se concreta en una de las “citas citables” más famosas de Sartre: «Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre». La expresión es, como se ve, una paradoja: la idea de libertad parece incluir el concepto de “elección” y, en cambio, aquí, aparece como una “condena”. Sartre considera que si bien el hombre no es libre de su elección, tampoco es libre de alienar su libertad: de ahí la tragedia existencial que asume la contingencia radical de la experiencia humana. La idea heideggeriana del «estar-arrojado-al-mundo» encuentra su trasunto ético en la necesidad de compromiso ante la debilidad. En palabras de Sartre: «El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser. El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la desesperación, esta expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere decir que nos limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad». La ética sartriana está contenida aquí: en la aceptación radical de la contingencia y de la responsabilidad a la vez.

Por eso no resulta válida una moral kantiana, porque sólo me invita a una acción por respeto a la ley, pero no sirve cuando la «situación» no se puede resolver por apelación a principios abstractos, sino que solicita lo que Sartre, en el famoso ejemplo de su alumno que duda entre el amor a su madre y su obligación patriótica, denomina la «caridad concreta». Es esa caridad concreta lo que el existencialismo opone a la moral sacrificial de los sistemas éticos deontológicos.

La diferencia entre esta posición y el estoicismo también es clara: mientras los estoicos defienden una moral de la abstención a priori, Sartre se sitúa en el contexto de la acción: no hay nada a priori, posible ni imposible, que limite mi voluntad sino lo que dibuja el campo de mi acción. Precisamente porque no hay valores universales, tampoco hay una posibilidad de usar la ética como consuelo en los malos momentos, a la manera estoica. Hacer lo posible, implicarme en la acción, es la única ética de la contingencia. La autenticidad total no puede provenir de una ética formalista (Kant), sino de asumir profundamente la contingencia humana “en situación”, asumiendo la facticidad. En resumen, y en palabras de Sartre: «La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se hace, se hace en nombre de la libertad»

jueves, 6 de agosto de 2015

Principales conceptos de Foucault

Este es el link para leer el artículo:

http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/pastor46.pdf

Después de leer el artículo contesta estas preguntas, cada pregunta la debes contestar mínimo en 8 líneas: 

¿Qué entiende Foucault por problematizar? Pon un ejemplo.
¿cómo lo indudable ha conseguido el estatus de indudable?
¿Es peligroso el pensamiento? ¿por qué?
¿A qué se refiere Foucault con los
espacios de fuga? Pon un ejemplo
 ¿Cómo debemos entender el concepto de ética como estética de la existencia?

jueves, 2 de julio de 2015

Principales conceptos de Nietzsche



Este es el link para que leas el texto de Nietzsche:

http://www.psi.uba.ar/academica/carrerasdegrado/psicologia/sitios_catedras/electivas/096_problemas_filosoficos/material/escriben/julia_goldenberg.pdf

Cuando acabes de leer contesta estas preguntas y entrégame todo redactado en computadora la próxima clase:


1.     1.   Explica con tus propias palabras, qué es para Nietzsche “Filosofar con el martillo”.  Si haces copy/paste te agarro a martillazos la cabeza.

2.     2.   Explica con tus propias palabras qué papel desempeña la interpretación respecto de la muerte de la verdad. Si haces copy/paste te voy a interpretar una patada en la ingle.

3.      3.  A ver si de veras eres muy chingón (a);  con base en lo que leíste explícame esta frase: Saber no significa conocer la verdad, saber significa interpretar la realidad.