1. Lengua, dinero y
política.
La lengua es el instrumento del que nos servimos los seres
humanos para comunicarnos y fundamentalmente para decirle al otro quiénes
somos. En consecuencia, es lícito pensar que nos constituye e identifica.
En este sentido, el castellano o español —en teoría, las dos voces nombran lo mismo, aunque el empleo de una u otra forma parte de una vieja polémica entre España e Hispanoamérica, que no termina de resolverse— debería identificar a unos 500 millones de hablantes, convirtiendo a la lengua en una de las más habladas en el mundo entero. Sin embargo, mal que les pese a los miembros de la Real Academia Española y muchas de las academias hispanoamericanas que le sirven de satélites, no es uniforme, sino de múltiples realizaciones. Y si bien ninguna de éstas es mejor que la otra, hay quien se arroga el derecho de que alguna de sus variedades se imponga por sobre las demás. Como suele suceder en estos casos, la cuestión se resuelve a la fuerza, lo que es decir con una cierta voluntad política y dinero. Se trata, claro de una ilusión como tantas otras, pero su discusión es de la mayor pertinencia.
Consultada por esta revista hace exactamente un año, la crítica literaria argentina Josefina Ludmer señalaba que en los Estados Unidos se había percibido muy bien el giro que España dio en la década de 1990, que fue cuando ese país quiso convertirse en el centro exclusivo y excluyente del castellano. «Es el momento en que España invierte sumas considerables en los departamentos universitarios dedicados a los Latin American Studies y aparece el Instituto Cervantes —decía Ludmer—. Todo lo que se produce en castellano termina pasando por allí, y como ellos son los que financian, acaban siendo los que deciden qué se estudia, qué se investiga, qué circula. En esa estrategia es fundamental el papel que juega Telefónica, ligada al Cervantes». Y alertaba: «La lengua es como el agua o el aire, uno de los recursos esenciales de nuestro presente y el más estratégico con vistas al futuro. Mientras los españoles ponen el acento en este tema y los reyes van a todos los Congresos de la Lengua, en toda América Latina ni siquiera se está pensando en esto».
Apenas unos meses antes, de paso por Buenos Aires, Angeles González Sinde-Reig, la ministra de Cultura española, lo decía con todas las letras: la difusión de la lengua española en el mundo es una política de Estado para España. ¿Por qué? La respuesta, puede buscarse en uno de los documentos del Foro de Marcas Renombradas de España, en el Plan Estratégico 2006-2010 y en el Proyecto Marca España. Allí se lee: «La estrategia de imagen de España debe ser un proyecto a largo plazo, un esfuerzo sostenido en el tiempo cuya gestión y responsabilidad se sitúe por encima de la legislatura política. Debe ser un proyecto de Estado, a partir de una estrategia definida que diseñe las distintas acciones a desarrollar, tanto en el aspecto político y comercial como en el cultural.
Se ha destacado en este sentido la importancia estratégica de coordinar el esfuerzo de todas las instituciones públicas y privadas mediante un ente que tenga responsabilidad al más alto nivel, que actúe como «Guardián de la marca», con responsabilidad total y absoluta sobre estas cuestiones. En esta misma línea se ha subrayado la necesidad de actuar en el ámbito diplomático sobre las instituciones multilaterales, mediante la creación y desarrollo de lobbies específicos que representen los intereses de la marca España. La coordinación institucional de la imagen de España debe ir acompañada, además, de una estrategia común con el ámbito empresarial, y en especial, con aquellas empresas que ejercen de importantes embajadores de la marca España. La estrategia de marca España debe basarse, según se ha sugerido, en una idea dominante (como, por ejemplo, el concepto de prestigio) que pueda ser utilizada por todos los públicos objetivos de la marca España, tanto en el sector turístico, el empresarial, el cultural o el político. Pero sobre todo, debe establecerse una relación importante entre la marca España y el concepto globalizador de la lengua española, como uno de los principales atributos de la marca España».
En síntesis, el castellano es una lengua con variantes propias en cada región donde se habla. Ordenar y administrar ese uso a través de gramáticas, diccionarios y sistemas de enseñanza tiene, por cierto, un valor estratégico tanto político como económico, sobre todo cuando se calcula que es una de las lenguas con mayor crecimiento en el mundo. Los temores de Josefina Ludmer —plenamente justificados— ya alertaron a argentinos y mexicanos, quienes sin enfatizar ni en la «defensa» ni en la «promoción», buscan afirmar la propia identidad lingüística respetando las otras lenguas de la región. Dicho de otro modo, la Argentina y México no plantean una versión propia del Instituto Cervantes, sino otra propuesta, otra idea, otras metas. Así, se trata de dos modelos enfrentados que, con distintos recursos, plantean una lucha en las que todos los hablantes, sabiéndolo o no, intervenimos diariamente.
Quizás a la luz de estas cuestiones resulte entonces oportuno pensar de quién es el castellano y de qué manera, conjuntamente, podría administrarse mejor, pregunta que Ñ le ha formulado a filólogos, lingüistas, académicos, traductores y escritores de varias de las provincias de la lengua castellana a uno y otro lado del mar.
En este sentido, el castellano o español —en teoría, las dos voces nombran lo mismo, aunque el empleo de una u otra forma parte de una vieja polémica entre España e Hispanoamérica, que no termina de resolverse— debería identificar a unos 500 millones de hablantes, convirtiendo a la lengua en una de las más habladas en el mundo entero. Sin embargo, mal que les pese a los miembros de la Real Academia Española y muchas de las academias hispanoamericanas que le sirven de satélites, no es uniforme, sino de múltiples realizaciones. Y si bien ninguna de éstas es mejor que la otra, hay quien se arroga el derecho de que alguna de sus variedades se imponga por sobre las demás. Como suele suceder en estos casos, la cuestión se resuelve a la fuerza, lo que es decir con una cierta voluntad política y dinero. Se trata, claro de una ilusión como tantas otras, pero su discusión es de la mayor pertinencia.
Consultada por esta revista hace exactamente un año, la crítica literaria argentina Josefina Ludmer señalaba que en los Estados Unidos se había percibido muy bien el giro que España dio en la década de 1990, que fue cuando ese país quiso convertirse en el centro exclusivo y excluyente del castellano. «Es el momento en que España invierte sumas considerables en los departamentos universitarios dedicados a los Latin American Studies y aparece el Instituto Cervantes —decía Ludmer—. Todo lo que se produce en castellano termina pasando por allí, y como ellos son los que financian, acaban siendo los que deciden qué se estudia, qué se investiga, qué circula. En esa estrategia es fundamental el papel que juega Telefónica, ligada al Cervantes». Y alertaba: «La lengua es como el agua o el aire, uno de los recursos esenciales de nuestro presente y el más estratégico con vistas al futuro. Mientras los españoles ponen el acento en este tema y los reyes van a todos los Congresos de la Lengua, en toda América Latina ni siquiera se está pensando en esto».
Apenas unos meses antes, de paso por Buenos Aires, Angeles González Sinde-Reig, la ministra de Cultura española, lo decía con todas las letras: la difusión de la lengua española en el mundo es una política de Estado para España. ¿Por qué? La respuesta, puede buscarse en uno de los documentos del Foro de Marcas Renombradas de España, en el Plan Estratégico 2006-2010 y en el Proyecto Marca España. Allí se lee: «La estrategia de imagen de España debe ser un proyecto a largo plazo, un esfuerzo sostenido en el tiempo cuya gestión y responsabilidad se sitúe por encima de la legislatura política. Debe ser un proyecto de Estado, a partir de una estrategia definida que diseñe las distintas acciones a desarrollar, tanto en el aspecto político y comercial como en el cultural.
Se ha destacado en este sentido la importancia estratégica de coordinar el esfuerzo de todas las instituciones públicas y privadas mediante un ente que tenga responsabilidad al más alto nivel, que actúe como «Guardián de la marca», con responsabilidad total y absoluta sobre estas cuestiones. En esta misma línea se ha subrayado la necesidad de actuar en el ámbito diplomático sobre las instituciones multilaterales, mediante la creación y desarrollo de lobbies específicos que representen los intereses de la marca España. La coordinación institucional de la imagen de España debe ir acompañada, además, de una estrategia común con el ámbito empresarial, y en especial, con aquellas empresas que ejercen de importantes embajadores de la marca España. La estrategia de marca España debe basarse, según se ha sugerido, en una idea dominante (como, por ejemplo, el concepto de prestigio) que pueda ser utilizada por todos los públicos objetivos de la marca España, tanto en el sector turístico, el empresarial, el cultural o el político. Pero sobre todo, debe establecerse una relación importante entre la marca España y el concepto globalizador de la lengua española, como uno de los principales atributos de la marca España».
En síntesis, el castellano es una lengua con variantes propias en cada región donde se habla. Ordenar y administrar ese uso a través de gramáticas, diccionarios y sistemas de enseñanza tiene, por cierto, un valor estratégico tanto político como económico, sobre todo cuando se calcula que es una de las lenguas con mayor crecimiento en el mundo. Los temores de Josefina Ludmer —plenamente justificados— ya alertaron a argentinos y mexicanos, quienes sin enfatizar ni en la «defensa» ni en la «promoción», buscan afirmar la propia identidad lingüística respetando las otras lenguas de la región. Dicho de otro modo, la Argentina y México no plantean una versión propia del Instituto Cervantes, sino otra propuesta, otra idea, otras metas. Así, se trata de dos modelos enfrentados que, con distintos recursos, plantean una lucha en las que todos los hablantes, sabiéndolo o no, intervenimos diariamente.
Quizás a la luz de estas cuestiones resulte entonces oportuno pensar de quién es el castellano y de qué manera, conjuntamente, podría administrarse mejor, pregunta que Ñ le ha formulado a filólogos, lingüistas, académicos, traductores y escritores de varias de las provincias de la lengua castellana a uno y otro lado del mar.
1. 1. ¿Crees que es verdad que la lengua nos
constituye e identifica? ¿por qué?
2. 2. ¿Crees que el instituto Cervantes, que promociona
el español represente también los intereses del
español mexicano? ¿por qué?
3. 3. ¿De quién es el castellano?
2. La lengua, arma de
los imperios.
El inglés es considerado hoy la principal lengua universal,
tanto por la cantidad de sus hablantes como por la variedad de ámbitos en que
se emplea. El idioma de Shakespeare se ha convertido en la lengua franca del
planeta, tras desplazar al francés en la diplomacia y tornarse el idioma más
importante en los foros internacionales. Es lo que ha ocurrido siempre en la
historia con las lenguas de los imperios; como sucedió con el idioma de Atenas
en la Grecia de Pericles y con el castellano en la Conquista y el Coloniaje,
por citar apenas un par de ejemplos.
La lengua como instrumento de dominación
Cuando la antigua Roma empezaba a expandirse, antes de
convertirse en un imperio, la clase dominante, el patriciado, vio claramente
que una de las estrategias para mantenerse en el poder era adquirir los
recursos del «bien hablar», es decir, dominar la lengua culta que los
distinguiera de los plebeyos y aprender el misterioso arte de la retórica,
desarrollado por los griegos que permitía dominar multitudes con el discurso.
Por aquella época —estamos en el inicio del siglo I a. de
C.— muchos gramáticos y retóricos griegos empezaron a desembarcar en la
Península Itálica para ponerse al servicio de la clase dominante romana, ávida
de conocer la retórica, un arte griego que ostentaba la fama de ser la ciencia
del habla y el arte de convencer.
Los patricios romanos sabían que para mantenerse en el poder
deberían dominar la técnica del discurso profesional, el que permite arrebatar
las masas y llevarlas al éxtasis; creían que con ese fin necesitaban manejar
con soltura los secretos del estilo y conocer en profundidad las reglas de la
gramática. Eran algunos de los secretos mejor guardados del poder. En efecto,
los patricios habían comprendido que deberían atesorar celosamente para sí los
misterios de la lengua porque, si estos caían en manos del pueblo, sería un
resorte de poder que perderían.
A comienzos del siglo I antes de Cristo, llegó a Roma el
retórico y gramático Lucius Voltacilius Plotius Gallus, quien fundó una escuela
de retórica al servicio de los que pudieran pagarle. Durante algún tiempo, este
especialista de la palabra vivió a cuerpo de rey costa de ricos plebeyos
enriquecidos que querían ofrecer una formación aristocrática a sus hijos. Pero
finalmente un edicto impulsado por los aristócratas le prohibió seguir
enseñando y lo obligó a cerrar la escuela. Es uno de los testimonios más
antiguos que tenemos de cómo el dominio de la lengua y el poder de la
elocuencia ha sido una propiedad de las clases dominantes en todas las
sociedades basadas en la explotación del hombre por el hombre.
El idioma español y el poder
Mil años después de la caída del imperio romano, en agosto
de 1492, cuando Cristóbal Colón estaba en el medio del Atlántico en su primer
viaje hacia el Nuevo Mundo, el filólogo andaluz Antonio de Nebrija le entregó a
Isabel la Católica la primera gramática del español, con la sabia advertencia
de que «siempre la lengua fue compañera del imperio y, de tal manera lo siguió,
que juntos crecieron florecieron y cayeron«.
Nebrija estaba hablando del imperio romano y del latín, la
lengua que se extendió por casi toda Europa y el norte de África y se derrumbó
con la caída de Roma, pero tanto él como la soberana ya intuían que España
estaba al borde de emprender una aventura de conquista, de dominación y
opresión de otros pueblos. Tenían por delante una era de explotación de
tierras, gentes y riquezas como o se veía desde el tiempo de los Césares. En
pocos años, los Reyes Católicos y sus sucesores crearon uno de los mayores
imperios de la Historia, aniquilaron civilizaciones milenarias e impusieron a
sangre y fuego la lengua de Castilla a los pueblos originarios, muchos de los cuales
olvidaron incluso el habla de sus antepasados.
Dos siglos más tarde, el rey Felipe V y su corte
comprendieron que la gramática de Nebrija no era suficiente: la lengua de
Castilla amenazaba con disgregarse al ser hablada en tierras tan extensas de otro
continente. Surgían variantes dialectales que se desarrollaban en la propia
España y en las lejanas colonias, y que se distanciaban peligrosamente de la
norma central. Era preciso crear una norma única, bajo el principio de
autoridad, con la obligación de enseñarla en todas las escuelas de los
territorios dominados por España.
Así, en 1713 el rey autorizó la creación de la Real Academia
Española, con la misión de «cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua
castellana, desterrando todos los errores que, en sus vocablos, en sus modos de
hablar o en la construcción ha introducido la ignorancia [...] y la demasiada
libertad de innovar«. A partir de entonces, los cambios en la lengua quedarían
sujetos a la decisión de una autoridad central en Madrid.
El imperio español había tomado así las riendas de una
lengua que se tornaba universal y establecido una autoridad que gobernaba todos
esos territorios y que era regida por la Corona.
3. ¿HABLAMOS ESPAÑOL O
CASTELLANO?
Hoy en México los manuales de gramática se publican
generalmente referidos a la lengua española y no a la castellana. Esto sin
embargo no es igualmente cierto en otros ámbitos geográficos y en otros
tiempos. En algunos países sudamericanos —quizá como restos de una actitud
nacionalista a ultranza— parece preferirse la denominación de castellano o
lengua castellana para evitar la referencia a España. Aquí mismo en México,
pero en 1900, don Rafael Ángel de la Peña, un muy buen gramático olvidado,
publicó un libro importante con el título de Gramática teórica y práctica de la
lengua castellana, como lo había hecho antes don Andrés Bello, entre muchos
otros. Asimismo en México la designación oficial por parte de la Secretaría de
Educación Pública es español, aunque no hace mucho se decía también lengua
nacional. No recuerdo que se le haya nombrado, recientemente, castellano por
parte de las autoridades educativas. Sin embargo en habla coloquial no es raro
oír expresiones como "en México se habla muy buen castellano" o
"el castellano debe enseñarse en las escuelas". En nuestra
Constitución Política no se hace referencia a la lengua oficial, tal vez porque
esto, por obvio, no resulta necesario. En España, por lo contrario, hace poco,
en 1978, los constituyentes dejaron establecido, en el artículo tercero de la
Constitución española, que "el castellano es la lengua oficial del
Estado". El que tan importante documento determinara que la lengua que
hablamos en más de 20 países, incluido el que se denomina España, se llame
castellano y no español produjo y sigue produciendo enconadas discusiones.
De lo que no puede caber duda es de que, en sus principios,
la lengua que hoy hablamos tantos millones de seres humanos no fue sino
castellano pues, aunque se considera caprichosamente como fecha de "nacimiento"
de nuestra lengua el año 978, cuando monjes del Monasterio de San Millán de la
Cogolla anotaron, en los márgenes de algunas vidas de santos y sermones
agustinos, las "traducciones" de ciertas voces y giros latinos a la
lengua vulgar, que no era otra cosa que el dialecto navarro-aragonés, lo cierto
es que el castellano, nacido como dialecto histórico del latín en las montañas
cantábricas del norte de Burgos, en el Condado de Fernán González, lo absorbió
a partir del siglo XI, igual que al leonés, y respetó sólo al catalán y al
gallego. Andando el tiempo, con la alianza de Isabel de Castilla y Fernando de
Aragón, el castellano dejará en forma definitiva de ser lengua regional y
pasará a constituirse en lengua verdaderamente nacional. Será a partir de entonces
cuando con toda justicia le convenga el apelativo de lengua española, lengua de
España. En 1535 escribe Juan de Valdés: "La lengua castellana se habla no
solamente por toda Castilla, pero en el reino de Aragón, el de Murcia con toda
el Andaluzía y en Galizia, Asturias y Navarra; y esto aún hasta entre gente
vulgar, porque entre la gente noble tanto bien se habla en todo el resto de
Spaña". Esta afirmación de Valdés lleva a Rafael Lapesa, uno de los
mejores historiadores de la lengua española, a escribir: "El castellano se
había convertido en idioma nacional. Y el nombre de lengua española, empleado
alguna vez en la Edad Media con antonomasia demasiado exclusivista entonces,
tiene desde el siglo XVI absoluta justificación y se sobrepone al de lengua castellana".
Así que, a partir de entonces, el castellano pasa a ser
español y no dejará de serlo, aunque cosa contraria diga la Constitución
española. Es definitivamente más importante la tradición secular que la
conveniencia política. Quizá pretendieron salvaguardar el discutible derecho
que otras lenguas, como el catalán y el vasco , tienen de ser llamadas
"españolas", como deja verse en la segunda parte del artículo citado:
"Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas
Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos". En otras palabras, el
catalán es, según esto, tan español como el español (como el castellano, según
la Constitución española).
Estoy plenamente convencido, como muchos otros, de que la
lengua que hablamos debe llamarse española porque, a las razones históricas que
aduje, habría que agregar otras muchas, como las que menciona Juan Lope Blanch,
en un artículo sobre este mismo tema: las instituciones culturales españolas no
se refieren al castellano sino al español ("de la lengua española es la
Gramática y es el Diccionario de la Real Academia Española"); la gran
mayoría de nuestros gramáticos modernos la han denominado española; en otras
lenguas, así se le denomina (espagnole, spagnuola, Spanish, Spanisch); el castellano,
lingüísticamente hablando, hoy es sólo un dialecto de la lengua española; es
decir, el español que se habla en Castilla.
Independientemente de que en España razones políticas
llevaron a la equivocada decisión de cambiar el nombre de nuestra lengua, en
Hispanoamérica, que no fue consultada para ello, no hay razón alguna para dejar
de denominarla española, como en efecto es desde el siglo XVI la lengua que nos
une.
1. ¿Qué argumentos da el autor para defender el nombre de Español para el idioma que hablamos en hispanoamérica?
2. ¿Por qué los mexicanos no sentimos tanto apego a la lengua española y sí por ejemplo a la religión española?
3. ¿Qué podría hacerse a nivel escolar para que los mexicanos conozcan más su idioma y lo aprendan?
1. ¿Qué argumentos da el autor para defender el nombre de Español para el idioma que hablamos en hispanoamérica?
2. ¿Por qué los mexicanos no sentimos tanto apego a la lengua española y sí por ejemplo a la religión española?
3. ¿Qué podría hacerse a nivel escolar para que los mexicanos conozcan más su idioma y lo aprendan?
1 comentario:
A hora capto
la divisiòn que se
hace entre las dos lenguas.
Gracias Pituchis!
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