jueves, 18 de noviembre de 2010


éste es el link para que veas la película:

http://www.divxonline.info/pelicula/2889/Dogville-2003/

martes, 9 de noviembre de 2010

La muerte en vivo


Éste es el link donde puedes ver la película:

http://www.divxonline.info/pelicula/6678/Live-La-muerte-en-vivo-2009/

Mad City


Éste es el link donde podrás ver la película:


http://www.veocine.es/pelicula/mad_city_69807.html

Intervenciones posestructuralistas



Éste es el link donde puedes encontrar la lectura:

http://www.ram-wan.net/restrepo/teorias-antrop-contem/intervenciones%20postestructurales-Gibson_Graham.pdf

viernes, 5 de noviembre de 2010


Éste es el link para ver el documental sobre narcotráfico:

http://ver-documentales.net/narcomexico-alfombra-roja-para-los-muertos/

sábado, 25 de septiembre de 2010

Agora


Éste es el link para ver la película:

http://www.divxonline.info/pelicula-divx/7290/Agora-2009/

Network


ésta el link para ver la pelicula
http://www.divxonline.info/pelicula-divx/5974/Network,-un-mundo-implacable-1976/

miércoles, 11 de agosto de 2010

Las vidas posibles de Mr Nobody


Éste es el link donde podrás ver la pelicula:

http://www.veocine.es/pelicula/las_vidas_posibles_de_mr__nobody_105820.html

viernes, 6 de agosto de 2010

El examen


ésta es la dirección donde podrás ver la película:

http://verpeliculasonline.org/2010/06/pelicula-online-exam-2009-examen-vose.html#

viernes, 23 de julio de 2010

El método.


Éste es el link donde podrás ver la película:

http://www.divxonline.info/pelicula-divx/2039/El-metodo-2005/

Una vez que hayas visto la película responde estas preguntas

¿Qué piensas acerca de la estrategia utilizada por Ricardo?

¿Qué opinas sobre el desempeño de Enrique durante la prueba?

¿Qué opinas sobre la ocurrido entre Fernando y Nieves?

¿Qué opinas sobre la decisión final de Nieves?

¿Qué opinas sobre la decisión final de Carlos?

¿Con cuál de los miembros del grupo te identificas y por qué?

lunes, 31 de mayo de 2010

Apuntes para una definicion de posmodernidad

Favor de acceder al siguiente link:

http://books.google.com.mx/books?id=I8KCSggT-HoC&printsec=frontcover&dq=apuntes+para+una+definicion+de+posmodernidad&source=bl&ots=gI4RiJE8Vo&sig=a_atrkVcxWYVlV-32zk_nG8iGQo&hl=es&ei=0e0DTNXFIImmNsP5rDs&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=7&ved=0CC0Q6AEwBg#v=onepage&q&f=false

martes, 13 de abril de 2010

LA MÚSICA EN LA JUVENTUD POSMODERNA:


Por Arturo Rodas Victorio.

Resumen.

La música es un elemento artístico que se ha utilizado en las artes visual-dinámicas, para hacer que la experiencia del espectador sea mayor, a grado tal, que en muchas ocasiones la carga auditiva es mayor que la visual. Esta característica de las artes dinámicas ha traspasado las fronteras del arte para ser un fenómeno social. Esto sucede con mayor frecuencia para los jóvenes de la posmodernidad que en la búsqueda de elementos que le ayuden a enfrentar su realidad han encontrado en la música un objeto de culto que, por una parte, les ayuda a escapar de su entorno cuando es necesario y por otro, a reinterpretar su realidad a partir del discurso que dicta la música y con el cual se sienten empatados. Para la juventud posmoderna, la música es un elemento necesario en cualquier circunstancia; es así como se vuelve un elemento social de trascendencia que agudiza y transforma el discurso de cada grupo.

Introducción.

El arte como elemento de circunstancias netamente humanas está constituido por una terminología implícita que tiene que ver con los sentidos quizá por ello la expresión sublime del arte depende de su capacidad para captar los sentimientos y los sentidos de cada ser humano.

Al tener en cuenta que éstos son los medios necesarios para crear una conexión entre artistas-arte y sentimientos-espectador se vuelve insalvable la necesidad del artista de crear ambientes que no sólo sean propios de un sentido único sino que intensifiquen la experiencia para lograr vínculos sentimentales aún más fuertes. Quizá sea por ello que desde los inicios del arte visual-dinámico como el teatro, la danza y con mayor urgencia el cine, se ocupen no sólo de la parte visual sino que conlleven casi por inherencia una carga auditiva de importancia invaluable.

La musicalización en la cinematografía es determinante para hacer que los ambientes cobren vida propia para no explicar con palabras lo que se puede sentir por medio de los sonidos, a partir de los graves y los agudos o con más complejidad en la mezcla del sonido con un tiempo y una melodía. A partir de que los cinematógrafos descubrieron la simbiosis que existía entre lo visual y lo auditivo la música se volvió elemental al extremo de darle una importancia idéntica a la del discurso visual me atrevo a decir, mayor.

De otra manera ¿Por qué llamarle audiovisual a la mezcla de lo visual-dinámico con lo auditivo? ¿Por qué no se le ha llamado visualauditivo? Pienso que necesariamente el orden tiene que ver con el grado de importancia; explicándolo de otra manera, lo auditivo puede sobrevivir sin lo visual como la música en cualquiera de sus variantes, pero lo visual-dinámico depende de un contexto audible que si bien podrían ser sólo palabras en el arte depende de lo musical.

Para la posmodernidad tales características que devienen del arte y que han sido tomadas y moldeadas para los mass media han traspasado las fronteras de lo imaginario para constituirse como miembros y características de una realidad global, sobre todo con la juventud y sus modos de vida, y para demostrarlo habré de construir algunos argumentos que justifiquen mi opinión.

Los hijos de la modernidad.

Los jóvenes habitantes de una aldea global y que comparten características entendibles desde una visión tecnológica y globalizada, son hijos de los sobrevivientes de la modernidad, son seres fragmentados; fueron creados a partir de valores que determinaban el pensamiento moderno, como la esperanza, el progreso y la posibilidad, pero confrontados con una realidad de valores indeterminados, desideologizada y lo que es peor, sin la posibilidad de buscar en sus progenitores un modelo bien fundamentado sobre lo que es bueno y lo que no.”Si la posmodernidad ha traído el resquebrajamiento de las instituciones, ¿no resulta irrisorio que la sociedad misma quiera imponer modelos afuncionales a las nuevas generaciones, aun cuando esta misma sociedad reconoce para sus adentros que los modelos se han vuelto obsoletos?”

Sería difícil explicitar quiénes sí son parte de la juventud posmoderna y quiénes no, es imposible porque aun hoy no se han sentado las bases para definir qué es la posmodernidad y por lo tanto no podemos hablar conceptualmente del término; por otro lado, conceptuar a la juventud en un rango que no sólo sea determinado por la edad es de por sí un tema complejo. Sin embargo, en ambas hay ciertas características que las componen y en las que podremos estar de acuerdo y con base a ellas, delimitar a la sociedad de la que se está hablando.

Dar por sentado que la juventud se determina sólo conforme a la edad es peligroso porque en principio crea generalidad y por luego se dejan fuera factores tanto biológicos como sociales, así que para los fines de estudio que concatenan esta investigación podemos utilizar los elementos y características que define J. Alejandro Hernández Ramírez; para él la categorización de la juventud se basa en los siguientes factores:

• En su desenvolvimiento entre las instituciones como la familia, la escuela, el trabajo, y los amigos, ya sea por afirmación de unas o por negación de otras.
• Por el conjunto de leyes y normas jurídicas que definen su estatus ciudadano para protegerlo y/o castigarlo.

Y sobre todo esta última:

• Por la frecuencia, el consumo y el acceso a cierto tipo de bienes simbólicos y productos culturales específicos .

Veremos que para la juventud posmoderna, éstos no son los únicos factores que la determinan, pero para ello, necesitamos comprender las características que definen a la sociedad posmoderna; así, la podemos entender conforme a ciertas características, comenzando por un factor determinante, tanto para el entendimiento de la misma, como para que ésta se desenvuelva como tal; la tecnología.

La tecnología, desde un punto de vista social, ha determinado la forma de vida dentro de la aldea global; podemos utilizar este término, creado por Huntintong, porque existe una capacidad humana capaz de socializar con todos los miembros de las comunidades antes fragmentadas, la tecnología nos acerca cada vez más a la era de la indeterminación fronteriza, somos parte de un todo, característica que se ve reforzada por la actividad económica neoliberal, la posibilidad de viajar, no sólo intelectualmente gracias a Internet, sino la facilidad con la que las fronteras de la mayoría de los países se abren para dar paso al turismo internacional y tampoco podemos olvidar el fenómeno de la migración ilegal, que recrea y reorganiza a las sociedades y con ello, reforma la cultura.

Es cierto que la tecnología, en toda la expresión de la palabra, aún no es una forma de existencia tan común en países de tercer mundo, como es el caso de México, pero esto depende más de factores político-económicos que a la incapacidad tecnológica de llegar a todas partes y a pesar de estas situaciones la tecnología cada vez avanza más, no sólo evolutivamente sino también geográficamente, por lo que se puede predecir con facilidad que en un futuro no muy lejano será una realidad para todos los habitantes del planeta.

Por otro lado, el uso de la tecnología es independiente de la evolución que ésta tiene día con día, para ello intervienen otros factores que son de carácter cultural, empero, al ser ésta un medio de acercamiento y unión entre los miembros de la aldea global, los usos, las costumbres, la cultura en general se expande y es asimilada; incluso se hace propia por todos los miembros que utilizan el espectro que la tecnología abarca. Es así que a pesar de la incalculable heterogeneidad que pueda existir entre los miembros de la comunidad tecnologizada, cabe la posibilidad de una homogenización cultural.

Para la posmodernidad, la era digital es determinante en cuanto a su propagación, aunque por otro lado, no la explica del todo, de ello dependen procesos histórico-sociales que poco a poco han ido determinando la conducta social.

Las características psicosociales del hombre posmoderno, que ahora ya podemos atribuir a una aldea global, formada por factores como la migración, la sobreexposición mediática, la tecnología, el neoliberalismo; en general la globalización, son de un carácter de verdad complejo. Para su formación intervinieron procesos históricos bélicos, como la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaky, en donde la posibilidad de un exterminio global se volvió latente; procesos sociales como el nacimiento de las contraculturas que brotan como una respuesta de la juventud, al agobiante e irreparable “mundo de los valores adultos”, muestra de la necesidad de romper con los paradigmas imperantes; ideologías revolucionarias, que repercutieron en guerras y guerrillas en todo el planeta; en general, una necesidad urgente de reestructuración del sistema. Asunto que no se dio después de la Segunda Guerra Mundial, ni después de que los hippies se convirtieron en adultos y ocuparon sus puestos detrás de un escritorio, ni después de la caída del muro de Berlín, ni después de que vino un nuevo siglo y no hubo colapso computacional.

La reestructuración no se dio porque el sistema no lo permitió y la gente no supo cómo reaccionar no había algo tangible por qué pelear y poco a poco el mundo fue cayendo en el sopor de los medios masivos, la publicidad y la cultura light. Sólo algunos emprendieron algún tipo de lucha pero sin el apoyo general el poder hizo lo suyo en contra de los pobres incautos y sus aires revolucionarios: cayó sobre ellos con todo su peso. Después de este duro golpe de realidad sobrevino algo que embargó el pensamiento general sin siquiera hacer ruido: El desencanto.

El desencanto no es un proceso consciente que vino a los hombres después de que el daño estaba hecho. Tampoco es una corriente ideológica que de pronto se convirtió en moda o una filosofía de vida que se utilizó luego en signo de protesta contra el sistema. En realidad el desencanto es un poco de todo y mucho de nada.

El desencanto puede ser considerado como una protesta contra todo lo que está mal, sin embargo tal protesta no lleva consigo una propuesta de cambio es sólo una forma de no elegir lo que se dijo ya, pero esa no elección consiste en quedarse callado ante lo que sucede a nuestro alrededor. Por supuesto vino después de los daños que sufrió no sólo el sistema político social que concierne al ser humano sino en general el mundo y todos sus subsistemas. Tal proceso no fue consciente, en todo caso diría que fue una reacción precedida por las acciones antes mencionadas. Y a pesar de que es predominante en las mentes de la aldea global no sería posible llamarle ideología, aun cuando muchos lo liguen con el nihilismo y el pensamiento nietzscheano , para empezar porque pocos se dan cuenta de su desencanto y porque además las ideologías por lo general tienen un contrincante ideológico sobre el cual mostrarse con toda su fuerza; característica que el desencanto no tiene, pues todos vivimos en cierto grado esta reacción que en el mejor de los casos intentamos pasar por alto.

Y a pesar de que el desencanto no es una ideología como tal, hoy los adolescentes la compran como si lo fuera. La hacen parte de sus vidas de manera consciente y hasta lo hacen estandarte de su transición de niños a adultos. ¿No es éste uno de los signos más claros del desencanto? El tomar como ideología algo que no lo es. El desencanto en contraste con el paradigma modernista, rompió con la creencia de que la razón lo puede todo. Es la pérdida de toda esperanza, la incredulidad hacia las instituciones, la desacreditación de la fe como arma contra la desgracia, la desvalorización del alma y de los sueños; es pues una página de hiperrealismo literario que se escribe a diario ante la imposibilidad de tener un plan para un futuro totalmente incierto.

Este signo inevitable de la posmodernidad puede traducirse en la praxis como la apatía hacia todos los elementos externos a cada ser humano, es decir; la imposibilidad de tener sentimientos de cualquier tipo hacia lo que sucede en el mundo, en la dificultad de una empatía real incluso el miedo hacia lo que una verdadera empatía significa. Para la posmodernidad el sufrimiento por lo que pasa el otro no quiere decir que sentimos lo que él está sintiendo, más bien sufrimos porque eso que le sucede nos pude pasar o podría pasarnos en el futuro. Estas situaciones son las que alimentan la psyque de la juventud posmoderna creando así un ser humano con miedo a la realidad y a su enfrentamiento con ella, miedo que poco a poco ha descubierto dos salidas:

La primer salida es hacia dentro, quiero decir que la manera en que los jóvenes se desentienden de los problemas a su alrededor es viendo hacia sí mismos, hacia lo que sucede en su interior, buscando cosas para verse más bellos, no para el otro sino para sí mismos. En otras palabras, en un enamoramiento con el self: los hijos de Narciso .

La segunda, es la necesidad de vivir entre elementos imaginarios y fantásticos que mengüen el tiempo consciente que se debe pasar dentro de la realidad. Es así cómo la juventud altera lo que sucede cuando deja de pasar tiempo consigo y se dedica al mundo. A partir de estos elementos la juventud deja de vivir la realidad: juega con ella. Este enamoramiento del self y el juego con la realidad son características primordiales para entender y explicar a la juventud posmoderna. Además hay un tercer elemento que nos habla de la juventud de la aldea global: la música.

La música y otros factores determinantes.

La juventud posmoderna, relajada e irresponsable en muchos aspectos, no deja de ser humana y como tal se preocupa por situaciones que le afectan psicológica y socialmente; de aquí nacen costumbres y caracteres que le dan un sentido y le brindan cierta dirección. Ejemplos hay muchos entre ellos predominan la cultura por el bienestar físico; con el paso de los años vemos que es cada vez mayor la urgencia de verse y sentirse bien, de tener un físico agradable para el otro y para sí mismo. Recientemente el calentamiento global es un fenómeno de preocupación general; además tenemos el consumo enfermizo como punta de lanza de la vida en las grandes ciudades, las adicciones, el uso de celulares y de otros aparatos tecnológicos portables, entre muchos otros cultos predominantes que en su mayoría van dedicados hacia la belleza y el acumulamiento de bienes materiales .

Por otro lado tenemos a la música contemporánea que nace en la modernidad a veces como precursora de movimientos sociales y a veces como estandarte de tales. Podemos considerarla como uno de los elementos nucleares de las sociedades posmodernas. La música contemporánea no sólo nos ofrece una visión específica de la sociedad, además alimenta y le da cause a las acciones y aptitudes que los jóvenes de la aldea global toman como ejes de dirección de sus vidas.

Entendiéndola desde la posmodernidad, la música ya no sólo es un elemento de expresión que nace a partir de los miedos y los ideales de cada cultura, pues en el momento en que la sociedad se convirtió en global, la música junto con sus expresiones humanas logró convertirse, por sí misma, en todo un universo en el que caben todos los sentimientos humanos y que dependiendo de cada persona, nos habla de un sentir, un miedo o una queja.

Es así como la música contemporánea, deja atrás el estigma de arte, para convertirse en un culto; culto que nace con la necesidad de la sociedad por explicarse y más aún de adherirse a un discurso que los individualice pero que al mismo tiempo permita la socialización, inherente a la humanidad.

Esta paradoja deviene de la necesidad del hombre posmoderno de complejizar el entorno como parte de su naturaleza de supervivencia ante la imposibilidad de tener sentimientos. Esto lo hace a partir de un conflicto perenne consigo y con su sociedad. El conflicto como estado natural de las cosas es desde donde el hombre le da un sentido a su existencia y lo puede expresar de muchas maneras: a partir de enfermedades, de sucesos extraordinarios que rompan con la monotonía o cualquier elemento externo que le ayude a darse un contexto, a sentirse parte de algo y que al mismo tiempo lo haga único.

Con la juventud de la aldea global sucede lo mismo, sin embargo ha descubierto que su andar por el mundo es hedónico, que no le gusta sufrir y que por lo tanto el conflicto que le ayuda a explicarse, a individualizarse, socializarse y más aún a darle una personalidad, debe vivirse a partir de factores que le permitan sentirse bien aún en los momentos de crisis. Y la música, como parte del fluir de los sentimientos externos cumple con los requisitos necesarios para asimilar el entorno en que se desenvuelve.

La música como factor asimilativo ayuda a afrontar las dos salidas de la realidad. Por un lado la música portable tan de moda en la posmodernidad y por otro lado la cantidad de decibeles con los que se suele escuchar ayuda en el proceso de ensimismamiento y con ello al enamoramiento cada vez mayor del self. Es así como la música se hace cómplice de cada individuo y en el grado intrínseco en el que se vive, es el acompañante idóneo aún cuando se desea estar sólo y es urgente la necesidad de callar los sonidos del entorno.

Antes se mencionó que la interacción entre lo visual dinámico y lo auditivo ha traspasado las fronteras de la imaginación para constituirse como parte de una realidad imperante dentro de la aldea global. Partiendo de esta idea intento explicar que la música ha logrado moldearse para ser parte de un todo, a grado tal que la realidad es insoportable sin una carga musical. Esto sucede con mayor alcance entre los jóvenes de la sociedad posmoderna que necesitan y viven la música como parte indispensable de su existencia. Esta vivencia musical intrínseca sucede con mayor frecuencia cuando el individuo se encuentra en lugares en los que no desea estar. Para los jóvenes de México los aparatos musicales portables se han convertido en “El aliciente” cuando se tiene que estar en un ambiente hostil, como el salón de clases o el transporte colectivo. La música aísla los elementos externos y permite que se vivan con más claridad las realidades imaginativas a las que con mayor frecuencia se escapan los individuos.

La música intrínseca también ayuda a consolidar otros procesos que la juventud no lograría sin los refuerzos que ésta ofrece. Por ejemplo a concentrarse y a expresar cargas de emotividad que sólo se manifiestan en momentos de gran excitación. Algunos de estos elementos, que nacen a partir de la música no son exclusivamente posmodernos, sin embargo en la actualidad han sido utilizados con mayor frecuencia debido al uso de la tecnología y a la creciente necesidad de apartarse de cualquier grupo que amenace su último reducto vital.

En otro sentido la música hace que el juego con la realidad sea más eficaz. En su sentido extrínseco la música otorga un rol al individuo, esto de acuerdo al género y al grado en que se esté inmerso le hace ser parte de un extracto de la sociedad con determinados gustos y afinidades. Al jugar con la realidad la juventud intenta reproducir un poco de lo que ve en la televisión y en el cine: hacer escenarios y convertirse en el personaje principal de una historia y en este sentido busca en un tipo de música, algo que le hable de su discurso. La música extrínseca nos hace cambiar, tergiversar la realidad para acoplarla a un relato que nos quede justo con nuestra necesidad de hacer que la realidad esté un poco más allá de la monotonía. Partiendo de esta idea se pude inferir que las personas no sólo escuchan el mismo tipo de música de acuerdo al grupo social al que pertenecen o a las amistades que frecuentan, sino que la música que escuchan se ciñe al discurso del grupo social con el que se identifica y por ello reproducen los mismos patrones. Dicho de otro modo; una persona no escucha música rock porque a sus amigos les gusta y es lo que escuchan los de su edad, sino porque se identifica con su velocidad, su ritmo, melodía, letras, su discurso en sí; y a partir de ello, se junta con personas que tienen afinidad con la música que escucha porque al mismo tiempo se identifican con su persona.

Por supuesto hay que tener en claro que las personas, sobre todo los jóvenes, tienden a la imitación pero con el tiempo y la constitución de la personalidad, cada quien toma el discurso con el que se siente identificado.

Es así como la música forma parte integral de la juventud posmoderna y se vuelve indispensable para los procesos que cada individuo tiene en la interacción con su realidad. En este sentido el principal papel de la música en la posmodernidad es ser un agudizador del placer, es decir, hacer que el momento por el que atraviesa el individuo sea del mayor agrado aún cuando el lugar en el que está físicamente no lo sea del todo, (como explicaba con el ejemplo del salón de clases o el transporte colectivo) Lo hace incluso cuando el sentimiento no es de felicidad, por ejemplo el coraje o la tristeza, porque el placer no se refiere explícitamente al bienestar sino a sentir con mayor fuerza un sentimiento.



Conclusión.

La música juega un papel de supremacía entre la juventud de la aldea global y esto sucede porque la comunidad está ávida de sentir a pesar de que el desencanto no se lo permita. Es por ello que se ha vuelto una especie de religión que se ciñe a los discursos de cada individuo y que es cómplice en los momentos de mayor soledad, sobre todo después de la muerte de la fe, la esperanza y la razón.

Por supuesto las empresas no han pasado por alto esta búsqueda, cada vez mayor, de elementos musicales que ayuden a sobrellevar la realidad. Quizá por ello la gran cantidad de aparatos tecnológicos dedicados al fenómeno musical como los reproductores, juegos de video con temática musical, celulares con música portable, reproductores de música con celular; y a partir de esto la música que se ha transforma para convertirse en un elemento indispensable no sólo en su sentido individual sino social y más aún como elemento de lujo.

Los conciertos se han convertido en eventos sociales trascendentes para la agenda socialité. El portador del mejor reproductor es quien tiene la mejor música, el que sabe más de un tipo de música es el que está más adentrado en el movimiento social al que pertenece. En las conversaciones sociales siempre salta la preferencia musical y a partir de allí hacemos un esbozo de si coincidimos con nuestro interlocutor o no. Podría decirse que la música nos define como miembros de un grupo social. Dime qué música escuchas y te diré quién eres.

El fanatismo musical en cualquiera de sus vertientes, consumista o ideológica es claramente un efecto que la posmodernidad ha dejado a su paso y que a su vez nos ayuda a identificarla y a caracterizarla. Es por ello que se vuelve importante identificarla como elemento que ahora acontece sobre todo a la juventud, pero que muy posiblemente se convierta, en poco tiempo en un elemento que nos explique como humanidad y como sociedad global.

Por otro lado la música como un elemento artístico se ha caracterizado por fluir dentro de los ambientes visuales dinámicos sobre todo para acrecentar las experiencias del espectador. En la posmodernidad parece que esta característica ha traspasado las fronteras del arte para hacerse parte de la realidad pero el sentido en que lo hace también ha evolucionado. Parece que la música para la juventud posmoderna es un elemento que le ayuda a reinterpretar su realidad, es decir, a modificar los entornos para hacerlos propios de acuerdo a su gustos y preferencias.

Al final este efecto social producido por la música puede ser bueno o no, de ello dependerá el rumo que tomen las cosas, de sí la juventud, a partir de los efectos musicales positivos pueda volver a sentir empatía e interés pos su entorno o prefiera ensimismarse para siempre. Que al mismo tiempo puede ser algo bueno o no dependiendo de la perspectiva. Lo importante será aprender a afrontar los retos que la evolución siempre propone al hombre y por otro lado, dejar de estigmatizar al cambio como algo negativo para aprender de él sus efectos y sus repercusiones.



BIBLIOGRAFÍA.


Álvarez G. J., (2005) Cómo hacer investigación cualitativa fundamentos y metodología, México, México: Paidos Educador.

Arroyo, R., (2008) El neoliberalismo como centro filosóficamente desequilibrado: una cultura hecha mentira, Guanajuato, México.

Lipovetzky, G., (2006) La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona, España: Anagrama.

Granados, V. (2006) La posmodernidad. [En línea] México, México. Recuperado el 10 de junio de 2008 de:
http://sepiensa.org.mx/contenidos/2006/l_posmo/posmo_1.htm

Hernández, R. A. (1999) Juventud y postmodernidad. [En línea] Recuperado el 10 de junio de 2008 de:
http://www.geocities.com/terrats/jovenes/alejan.htm

Hormigos, J. y Martín C., La construcción de la identidad juvenil a través de la música. [En línea] Recuperado el 10 de junio de 2008 de:
http://209.85.173.104/search?q=cache:lTaufT0gfs0J:www.fes-web.org/revista/archivos/res04/11.pdf+musica+posmodernidad+juventud&hl=es&ct=clnk&cd=5&gl=mx&client=firefox-a

Treboux, G., (2004, Diciembre) Filosofía y psicología de la música en la postmodernidad. [En línea] Filosmusica, Revista electrónica mensual, Recuperado el 10 de junio de 2008 de:
http://www.filomusica.com/filo59/filosofia.html

jueves, 25 de marzo de 2010

Chile se partió en dos


JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS

¿Por qué el hijo de Superman es el niño que mejor se porta en la escuela? Porque es supermansito”. A Fernando Roa Verdugo, Feño, le gusta contar chistes. Los tiene blancos como el de Superman pero también rijosos y políticamente incorrectos. Puede que los suyos no sean los mejores chistes de Chile, pero si alguien tiene derecho a contarlos es él, que desde que el terremoto puso el país boca abajo la noche del 27 al 28 de febrero se pasa 14 horas diarias recorriendo las comunas del Gran Concepción –un millón de habitantes– para llevar alimentos y medicinas a familias aisladas en sus casas. O en lo que queda de ellas.
Él mismo toma Amprozalán, un fármaco, dice, “para contener la emoción” ante lo que se encuentra cada día. Se lo suministra Marcela Rodríguez, una psiquiatra “muy guapa” –“por dentro y por fuera”, se apresura a matizar– que trabaja como voluntaria en radio Bío Bío de Concepción, el símbolo de la tragedia chilena, la segunda ciudad más importante del país, a 500 kilómetros al sur de Santiago.
Desde el principio y ante el colapso de las comunicaciones, la emisora se convirtió en centro de distribución de medicinas para enfermos crónicos. En cuanto termina el toque de queda impuesto para contener los saqueos de los primeros días, su sede de la calle O’Higgins se convierte en un hervidero de gente que sigue las reglas que presiden la entrada: “Nombre remedio / Dosis (ej. 20 mg) / No repetir dosis / Letra clara”. Por los huecos de una reja cerrada, los voluntarios reciben los pedidos y papeles con avisos de socorro para difundir en antena: conocer el paradero de Nelson Araya, desaparecido, pedir a los empleados de una tienda quemada que acudan vestidos con ropa de trabajo o que dejen de llamar “ladrones” a todos los habitantes del barrio de Boca Sur aunque algunos de ellos hayan sido detenidos en medio del pillaje.
Con un café soluble, un trozo de pan y la dosis de Amprozalán en el estómago, Feño sale temprano y vuelve cargado de chistes regulares y de noticias malas. Un día son las 40.000 casas destrozadas en Lota, icono del antiguo esplendor minero de la zona. Otro, la historia de una madre que ha enterrado a su hijo en un lugar llamado Villa Futuro. Él es asistente social en paro y trabajó como cartero para pagarse los estudios. Así que conoce cada comuna con los ojos cerrados.
Feño vive en Penco, pero el terremoto le pilló en Concepción el mismo día en que cumplía 39 años, en casa de su hermana, en el barrio que linda con la universidad. “Tuve un cumpleaños movido”, dice tirando de otro chiste. Algunos aseguran que fue a las 3.34, pero él sostiene que a las 3.29 de la madrugada empezó todo. Lo sabe porque el reloj del campanil que preside el campus cercano se detuvo a la hora precisa en que la placa tectónica del Pacífico se acomodó con la continental para desatar un terremoto de 8,8 grados en la escala de Richter y terminar dejando un rastro de alrededor de medio millar de muertos. Su hermana, Carolina, y su cuñado, Enrique, acababan de volver de la Fiesta de Chile, en el Estadio Atlético. Todavía hay banderolas que la anuncian: doblemente anacrónicas; otro reloj parado. Se acababa el verano. Era sábado. El lunes empezaba el nuevo curso.
Fue entonces cuando la casa de madera comenzó a moverse. “Parecía un barco en alta mar”, recuerda Feño. “Pude reunirme en la puerta con Enrique, Carolina y los cabros [niños], que habían salido al tiro”, recuerda. “La luna estaba linda. Tras el estruendo de los muebles cayendo hubo mucho silencio. Era extraño. La gente no gritaba”. Ni siquiera los niños. Nicolás, el mayor (10 años), llevaba la cuenta para ver si el movimiento sísmico superaba los 20 segundos. Era su modo de saber si era terremoto o temblor. Con un pico de 90 segundos, al final duró siete minutos: el seísmo más largo de la historia. Se metieron en el coche a esperar a que terminaran las réplicas y a que por fin amaneciera: “De noche, un terremoto es el caos”. La luz se había ido, no había agua y en el suelo de la casa los vasos rotos se mezclaban con la guía Turistel de Chile, las novelas históricas que le gustan a Carolina y un libro de Enrique cuyo título parecía un sarcasmo: Los 1001 discos que hay que escuchar antes de morir.
A esa hora el terremoto ya había destruido varias torres de apartamentos en el centro de la ciudad y dos de los cuatro puentes que cruzan los dos kilómetros de cauce del Bío Bío. Tres coches se precipitaron al agua: siete muertos. Lo peor, no obstante, estaba por llegar. El epicentro del seísmo se había localizado a 90 kilómetros al noroeste de Concepción, en el lecho del océano Pacífico. Dicen los manuales que a todo terremoto de más de 7,5 grados con epicentro en el mar le sigue un maremoto. Los padres de Feño, que estaban en su casa de Penco, en la costa, a sólo 11 kilómetros, lo sabían. Por eso salieron del apartamento para ir a una de las colinas del pueblo. Grimanesa Verdugo, la madre, había vivido allí mismo, con 10 años, el gran terremoto de 1960: 9,5 en la escala de Richter, el de mayor magnitud en la historia del planeta desde que hay registros. Aquella vez el maremoto consiguiente llegó hasta Japón, a 10.000 kilómetros de distancia.
Esta vez, sin embargo, la ola no llegaba. “En el cerro”, cuenta Fernando Roa, su esposo, “las únicas noticias las tenía un vecino que lleva siempre una radio vieja. Lo que nos habremos reído de él por esa radio. Sólo se escuchaba una emisora argentina: el centro de alerta de Hawai avisaba sobre la inminencia de un tsunami. Llevábamos tres horas allí y empezaba a clarear cuando oímos los altavoces de los coches de la municipalidad diciendo que bajásemos al pueblo, que no había ningún riesgo. Y bajamos”. Estaban en su casa cogiendo ropa, barriendo vidrios rotos y el elefante de cerámica hecho añicos cuando se oyó una voz: “¡Se salió el mar!”. “Pensamos que era una cañería rota, pero el agua no dejaba de subir”, relata Grimanesa. “Estábamos en la calle cuando pasó un taxi vacío que nos subió de nuevo al cerro. El agua le llegaba a las ruedas”. Y añade un refrán para supervivientes: “Soldado que arranca sirve para otra guerra”.
Fernando y Grimanesa, refugiados ahora en casa de su hija por temor a las continuas réplicas, han vuelto a Penco para ver cómo están los vecinos, que todavía duermen fuera de las casas. Están en la puerta cuando llegan dos muchachos con una furgoneta cargada de cajas con pescado congelado. “Abrieron la salmonera”, dicen sin especificar si fueron ellos mismos quienes la abrieron. Nadie pregunta. Algo nerviosos, ofrecen una pieza de salmón. “Esta noche, un gustito”. Un alto en la rutina de infusiones y pan amasado en casa de los que cuentan todavía con cocina a gas. Los que manejan dinero no tienen dónde gastarlo. Todo sigue cerrado.

Éxodo y desolación.
No es la primera vez que los Roa vuelven a Penco después del terremoto. A Grimanesa la primera se le cayó el alma a los pies. El maremoto convirtió la playa en un vertedero, tapizó las calles de lodo y las amuebló con electrodomésticos forrados de algas, televisores destripados y casas completas de madera empujadas al interior del pueblo desde la misma orilla. “Lloré harto”, le dice, subrayando el modismo chileno, a su vecina Julia Muñoz, una enfermera que trabaja en el hospital instalado por el Samur español en el campo de fútbol y cuenta que después de atender las heridas y fracturas llega la hora de prevenir las posibles epidemias provocadas por la falta de agua y por la basura que se acumula al sol. También cuenta que el autobús que la traía desde Santiago se paró en Chillán, a una hora de distancia en coche. Desde allí se puso a caminar junto a otros pasajeros: “Todos en fila con la maleta en la mano”. Un éxodo de película rodeado del miedo a los presos que se habían escapado de la cárcel durante el terremoto y de los que se decía que andaban saqueándolo todo.
El sitio que ahora ocupa Penco fue el lugar en el que Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, fundó la primitiva Concepción en 1551. Aquí estuvo hasta que dos terremotos arrasaron la ciudad en el siglo XVIII y obligaron a trasladarla al interior. Desde la playa se ve toda la bahía de Concepción. En el centro hay encallado un barco de guerra que se salió del astillero el día del cataclismo. Más allá la vista se pierde en Talcahuano, el mayor puerto industrial y militar del Pacífico al sur de Panamá, un punto estratégico en un país con 4.300 kilómetros de costa, y sede también de la refinería más importante de Chile. Todo quedó seriamente tocado por un maremoto que dejó allí 90 muertos en la primera semana sobre un total de 279 identificados en ese mismo tiempo en el conjunto del país. Como dice otra expresión local, allí “quedó la escoba”. En la misma noche en la que durante horas las autoridades descartaron la alerta de tsunami, olas de entre tres y nueve metros arrasaron el barrio portuario de Talcahuano lanzando barcos y contenedores contra las casas.
¿Por qué nadie dio la señal de alarma? Esa pregunta entretiene las horas de conversación a la luz de las velas, en la reclusión impuesta por el toque de queda. En casa de los Roa Águila, además, cada nueva visita recuerda qué hacía en el momento del terremoto. Los seísmos son parte de la historia de Chile. Regularidad sísmica lo llaman. Después del terremoto del día 28 de febrero la tierra no paró de temblar. Dicen que durará tres meses. De la “regularidad sísmica” forman parte los 80 temblores que, sin ser réplica de ninguna tragedia, son detectados a diario en Chile por los sismómetros pero que pasan inadvertidos a los seres humanos. También los 45 terremotos destructores –es decir, de magnitud superior a 7,5 grados– reseñados en el país en los últimos 450 años. Muertos aparte, el terremoto de 1985 provocó pérdidas cercanas al 9% del PIB de Chile. En esta ocasión, todavía en medio del recuento, las cifras se mueven en un arco también sísmico: entre los 1.200 millones de dólares que maneja el Gobierno y los 12.000 (el 15% del PIB) apuntados por algunas consultoras privadas.
Antecedentes como ésos son los que convierten en un drama absurdo las seis horas de confusión que impidieron que alguien anunciara debidamente un maremoto mucho más destructivo que el terremoto del que nació. Apagón de las comunicaciones en la Oficina Nacional de Emergencia, un anuncio a la presidenta Bachelet de que el epicentro estaba en tierra y el aviso desde Hawai recibido en el Servicio Oceanográfico de la Armada por alguien que no hablaba inglés son algunos de los capítulos de una historia que terminó mal, impropia de un país que tiene por costumbre quebrarse regularmente.
Uno de los que más saben de esa vieja costumbre es el geólogo Adriano Cecioni, un hombre bronceado y fibroso de 62 años que fundó hace más de tres décadas el Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Concepción. En su casa, desde la que se ve el campus en el que trabaja, Cecioni se disculpa por no ofrecer café (no tiene agua). “Me faltan datos todavía, pero creo que entre el sábado y el domingo hubo réplicas superiores a 7 grados”, explica. “Por eso hubo olas durante tanto tiempo. Aunque el epicentro estuvo fuera de la bahía. De estar dentro el resultado habría sido más devastador aún”. La leyenda urbana de los últimos días afirma que estaba delante del sismómetro en el momento del terremoto, pero él aclara que estaba durmiendo. Le despertó el seísmo y se sentó en la cama “para ver cómo se comportaba la casa. La estructura de la vivienda aguantó bien. Me estafaron en los acabados”, sostiene señalando la grieta de un tabique.
Hace años que Cecioni preparó un informe sobre los riesgos de terremoto y maremoto en Chile del que se derivó un proyecto para crear una red de centros de información del nivel de los que tienen países de riesgo como Japón o Estados Unidos. La idea es obtener con rapidez datos fiables con los que tomar las decisiones adecuadas en caso de emergencia, cuando es vital, por ejemplo, saber correctamente el lugar del epicentro para determinar si hay o no riesgo de maremoto. Semanas antes de la última tragedia, Sergio Barrientos, director del Centro Sismológico Nacional, reconocía que ahora ese cálculo duraba media hora porque se hace “prácticamente a mano”.
Adriano Cecioni, que parte de la base de que “los terremotos son imprevisibles”, cuenta que hace dos años su proyecto pasó la comisión de presupuestos de la región del Bío Bío. La fatalidad quiso que el último filtro tuviera que pasarlo en la primera semana de marzo. La Tierra no esperó. Dice Cecioni que las mayores resistencias las encontró siempre en la ahora cuestionada Oficina Nacional de Emergencias. No se explica las razones: “En vez de educar a la gente parece que quieren que eduquemos a los terremotos para que actúen siempre en horario de oficina”.

La evolución de las especies.
Charles Darwin llegó a Concepción en 1835, cuatro días después de que un terremoto dejara maltrecha la ciudad. Con esa fecha como referencia y estudiando la periodicidad de seísmos anteriores y posteriores, Cecioni llevaba décadas insistiendo en el riesgo que se avecinaba: “Como la gente quiere algo imposible –saber una fecha concreta– terminé acuñando una frase: falta un día menos”.
Además, ante la evidencia de que los edificios más afectados por el último terremoto han sido de nueva construcción, el profesor insiste en la necesidad de ser más rigurosos en los estudios geológicos previos a la construcción de cada rascacielos. Y de no transigir con la negligencia de muchas constructoras que el día 28 costó muchas vidas. Ante el clamor que pedía derruir pronto los inmuebles cuya estructura había quedado gravemente afectada, Lorenzo Constans, presidente de la Cámara de la Construcción de Chile salió al paso diciendo que no cundiera el pánico. “La torre de Pisa lleva siglos inclinada”, dijo. Cecioni, toscano de nacimiento y doctorado en la Universidad de Pisa, ahí es rotundo: “Este hombre debería leer un poco. Se acabó el tiempo de la diplomacia. Alguien debería decirle, con todo el respeto, que es un estúpido”. Él mismo vio hace 10 años cómo el proyecto en el que levantó los Mapas de Inundación de la bahía de Concepción fue recibido con más que suspicacia por las constructoras, temerosas de que sus datos echaran para atrás a los clientes.
Si la devastación de la costa es la fotografía del maremoto, la imagen del terremoto que le precedió es la del edificio Alto Río, un inmueble de 15 plantas de apartamentos que la noche del terremoto se desplomó en Concepción como un árbol abatido con un hacha. Hacía apenas seis meses de la entrega a sus inquilinos. Ocho cadáveres y 79 supervivientes fueron rescatados de entre sus escombros durante los seis días en que la operación se llevó a cabo bajo la mirada de las cadenas de televisión acampadas a pocos metros. La familia de Juan José León, desaparecido, insistió hasta el último momento en que seguía allí dentro. El sábado 6 de marzo los bomberos pidieron por última vez silencio. Sus padres lo llamaron varias veces por su nombre: “¡Juanjo!”. Nada. Vía libre para la demolición. Unos metros más allá, en la misma explanada, una turba de adolescentes rodea la roulotte de Felipe Camiroaga, la estrella de la televisión chilena, para hacerse una foto con él.
Con la llegada del toque de queda (de seis de la tarde a doce de la mañana en su momento más estricto) se terminan obligatoriamente las colas para buscar gasolina y agua. Cada calle se transforma en una red espontánea de ayuda vecinal encargada de conseguir pan, pañales y leche. En el bloque contiguo a la casa de los Águila Roa, en torno a una carretilla convertida en barbacoa, la discusión gira en torno al papel de los militares en las calles, el gran tema junto a la descoordinación de las autoridades y la negligencia de las constructoras. Minutos antes una tanqueta del ejército ha pasado entre aplausos. Los vecinos no tardarán en cerrar el paso con una barricada y prender una fogata para disuadir a posibles saqueadores.
A sólo unos días de ceder el Gobierno a Sebastián Piñera, la presidenta Michelle Bachelet tardó demasiado en decretar el estado de excepción para contener los asaltos a los supermercados. El último en tomar esa medida había sido Pinochet, en 1985, y a muchos el paralelismo les ponía la carne de gallina. Poblada por 12 universidades con miles de estudiantes y un alcalde comunista en el momento del golpe de 1973, la represión en Concepción había sido especialmente cruda. Muchos de los encargados de controlar las calles casi 40 años después, ni siquiera habían nacido en esa fecha. Otro Chile tal vez. Los temblores de siempre. Casi al mismo tiempo que los soldados, llegaron desde la costa bandadas de gaviotas. El resto de los pájaros había desaparecido. Carolina Roa, que con lo que tenía en la despensa ha ido cocinando durante días para toda su familia, varios vecinos y hasta algún periodista encontrado en la calle por su hermano Feño, tardó en reparar en la ausencia del zorzal que solía despertarla cada mañana. Su canto le parecía odioso. Nunca hubiera pensado que iba a echarlo de menos.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Mamà Leucemia.


Juliàn Herbert.

Mamá nació el 12 de diciembre de 1942 en la ciudad de San Luis Potosí. Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin embargo, ella asumió –en parte por darse una aura de misterio, en parte porque percibe su existencia como un evento criminal– un sinfín de alias a lo largo de los años. Se cambiaba de nombre con la desfachatez con que otra se tiñe o riza el pelo. A veces, cuando llevaba a sus hijos de visita con los amigos narcos de Nueva Italia, las fugaces tías políticas de Matamoros o Villa de la Paz o las señoritas viejas de Irapuato para las que había sido sirvienta cuando recién huyó de casa de mi abuela (hay una foto: tiene catorce años, está rapada y lleva una blusa con aplicaciones que ella misma incorporó a la tela), nos instruía:
–Aquí me llamo Lorena Menchaca y soy prima del famoso karateca.
–Aquí me dicen Vicky.
–Acá me llamo Juana, igual que tu abuelita.
(Mi abuela, comúnmente, la llamaba “Condenada Maldita” mientras la sujetaba de los cabellos para arrastrarla por el patio, estrellándole el rostro contra las macetas.)
La más constante de esas identidades fue “Marisela Acosta”. Con ese nombre, mi madre se dedicó durante décadas al negocio de la prostitución.
No sé en qué momento se volvió Marisela; así se llamaba cuando yo la conocí. Era bellísima: bajita y delgada, con el cabello lacio cayéndole hasta la cintura, el cuerpo macizo y unos rasgos indígenas desvergonzados y relucientes. Tenía poco más de treinta años pero parecía una veinteañera. Era muy agogó: aprovechando que tenía caderas anchas, nalgas bien formadas y un estómago plano, se vestía sólo con jeans y un ancho paliacate cruzado sobre sus magros pechos y atado por la espalda.
De vez en cuando se hacía una cola de caballo, se calzaba unos lentes oscuros y, tomándome de la mano, me llevaba por las deslucidas calles de la zona de tolerancia de Acapulco –a las siete de la mañana, mientras los últimos borrachos abandonaban La Huerta o el Pepe Carioca y mujeres envueltas en toallas asomaban a los dinteles metálicos de cuartos diminutos para llamarme “bonito”– hasta los puestos del mercado, sobre la avenida del Canal. Con el exquisito abandono y el spleen de una puta desvelada, me compraba un Chocomilk licuado en hielo y dos cuadernos para colorear.
Todos los hombres viéndola.
Pero venía conmigo.
Ahí, a los cinco años, comencé a conocer, satisfecho, esta pesadilla: la avaricia de ser dueño de algo que no logras comprender.

2
De niño me llamaba Favio Julián Herbert Chávez. Ahora me dicen en el registro civil de Chilpancingo que siempre no: el acta dice “Flavio”, no sé si por maldad de mis papás o por error de los nuevos o los viejos burócratas: no logro distinguir (entre las toneladas de mierda publicitaria gubernamental y los hipócritas videoclips de viva la familia que lanza Televisa –¿cuál familia? La única Familia bien avenida del país radica en Michoacán, es un clan del narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas) a los unos de los estos y los otros. Con ese nombre, “Flavio”, tuve que renovar mi pasaporte y mi credencial de elector. Así que todos mis recuerdos infantiles vienen, fatalmente, con una errata. Mi memoria es un letrero escrito a mano sobre cartón y apostado a las afueras de un aeropuerto equipado con Prodigy Móvil, Casa de Bolsa y tienda Sanborns: “Biembenidos a México”.
Nací el 20 de enero de 1971 en la ciudad y puerto de Acapulco de Juárez, Guerrero. A los cuatro años conocí a mi primer muerto: un ahogado. A los cinco, a mi primer guerrillero: Kito, el hermano menor de mi madrina Jesu, que cumplía sentencia por el asalto a un banco. Pasé mi infancia viajando de ciudad en ciudad mexicana, de putero en putero, siguiendo las condiciones nómadas que le imponía a nuestra familia la profesión de mi mamá. Viajé desde el sur profundo, año con año, armado de una ardiente paciencia, hasta arribar a las espléndidas ciudades del norte.
Pensé que nunca saldría del país. Pensé que nunca saldría de pobre. He trabajado –lo digo sin ofensa, parafraseando a un ilustre estadista mexicano, ejemplo de la sublime idiosincrasia nacional– haciendo cosas que ni los negros quisieran hacer. Tuve siete mujeres –Aída, Sonia, Patricia, Ana Sol, Anabel, Lauréline y Mónica– y muy escasas amantes ocasionales. He tenido dos hijos: Jorge, que ahora tiene casi diecisiete años (nació cuando yo tenía veintiuno), y Arturo, que cumplirá quince. Voy a ser papá por tercera ocasión en septiembre, un año justo antes del bicentenario: que no se diga que nunca fui un patriota. He sido adicto a la cocaína a lo largo de algunos de los lapsos más felices y atroces de mi vida: sé lo que se siente surfear sobre los hombros de eso que Dexter Morgan llamó the dark passenger.
Una vez ayudé a recoger un cadáver de la carretera; fumé cristal de un foco; hice una gira de quince días como vocalista de un grupo de rock; fui a la universidad y estudié literatura; he bebido ajenjo hasta la ceguera mientras caminaba por el Spandau de Berlín; pasé una piedra de opio por la aduana de La Habana distrayendo al oficial con mi camiseta del equipo de beisbol Industriales; perdí el concurso de aprovechamiento escolar cuyo premio era conocer a Miguel de la Madrid Hurtado; soy zurdo. Ninguna de esas cosas me preparó para la noticia de que mi madre padece de leucemia. Ninguna de esas cosas hizo menos sórdidos los cuarenta días y noches que pasé en vela junto a su cama, Noé surcando un diluvio de química sanguínea, cuidándola y odiándola, viéndola enfebrecer hasta la asfixia, notando cómo se quedaba calva.
Soy un tipo que viaja, hinchado de vértigo, del sur hacia el norte. Mi tránsito ha sido un regreso desde las ruinas de la antigua civilización hacia la conquista de un Segundo Advenimiento de los Bárbaros: Mercado Libre; usa; la muerte de tu puta madre.

3
No tengo mucha experiencia con la muerte. Supongo que eso podría convertirse, eventualmente, en un grave problema de logística. Debí haber practicado con algún primo yonqui o abuela deficiente coronaria. Pero no. Lo lamento, carezco de currículum. Si sucede, debutaré en las Grandes Ligas: sepultando a mamá.
Un día estaba tocando la guitarra cuando llamaron a la puerta. Era la vecina. Sollozaba.
–Te queremos pedir que ya no toques la guitarra. A Cuquín lo machucó un camión de Coca Cola. Lo mató. Desde hace rato estamos velándolo en la casa.
Yo tenía quince años y era una cigarra. Les corrí la cortesía de callarme. Me puse a cambio, en el walkman, el Born in the U.S.A.
Al rato, volvieron a llamar con insistencia. Era mi tocayo, hijo de la vecina y hermano mayor del niño difunto. Dijo:
–Acompáñame a comprar bolsas de hielo.
Me puse una camiseta –era verano: en el verano de 47 grados del desierto de Coahuila uno en su casa vive semidesnudo–, salté la reja y caminé junto a él hasta el expendio de cerveza.
Me explicó:
–Está empezando a oler. Pero mamá y papá no quieren darse cuenta.
Compramos cuatro bolsas de hielo. Al regreso, mi tocayo se detuvo en la esquina y comenzó a llorar. Lo abracé. Nos quedamos así largo rato. Luego alzamos del suelo las bolsas y lo acompañé a su casa. Del interior de esta emergían llantos y gritos. Le ayudé con los bultos hasta el porche, di las buenas tardes y volví a mis audífonos.
Recuerdo hoy el suceso porque algo semejante me ocurrió la otra noche: salí a comprar agua al Oxxo frente al hospital en el que está internada mi madre. De regreso, noté a un peatón sorteando a duras penas el tráfico de la avenida. En algún momento, poco antes de llegar hasta donde yo estaba, se detuvo entre dos autos. Los cláxones no se hicieron esperar. Dejé sobre la acera mis botellas de agua, me acerqué a él y lo jalé con suavidad hasta la banqueta. En cuanto sintió mi mano, deslizó ambos brazos alrededor de mi tórax y se largó a llorar. Murmuraba algo sobre su “chiquita”; no supe si se trataba de una hija o una esposa. Preguntó si podía obsequiarle una tarjeta telefónica. Se la di. Hay algo repugnante en el abrazo de quien llora la pérdida de la vida: te sujetan como si fueras un pedazo de carne.
No sé nada de la muerte. Sólo sé de la mortificación.

4
De niño quería ser científico o doctor. Un hombre de bata blanca. Más pronto que tarde descubrí mi falta de aptitudes. Me tomó años aceptar la redondez de la Tierra. Mejor dicho, no lograba pensar en la Tierra como una esfera.
Fingí que estaba de acuerdo durante mucho tiempo. Una vez en el salón (uno de tantos, porque cursé la primaria en ocho escuelas distintas) expliqué frente al grupo, sin pánico escénico, los movimientos de traslación y rotación. Como indicaba el libro, mostré gráficamente estos procesos atravesando con mi lápiz una naranja decorada con crayón azul. Procuraba memorizar las cuentas ilusorias, las horas y los días, el tránsito del sol; los gajos de cada giro. Pero, por dentro, no: vivía con esa angustia orgullosa y lúcida que hizo morir desollados, a manos de san Agustín, a no pocos heresiarcas.
Mamá fue la culpable: viajábamos tanto que para mí la Tierra era un cuenco gigante limitado en todas direcciones por los rieles del ferrocarril. Vías curvas, rectas, circulares, aéreas, subterráneas. Atmósferas ferrosas y flotantes que hacían pensar en una película de catástrofes donde los hielos del Polo chocan entre sí. Límites limbo como un túnel, celestes como un precipicio tarahumara, crocantes como un campo de alfalfa sobre el que los durmientes zapatean. A veces, subido en una roca o varado en un promontorio de la costera Miguel Alemán, miraba hacia el mar y me parecía ver vagones amarillos y máquinas de diesel con el emblema “N de M” traqueteando espectrales más allá de la brisa. A veces, de noche, desde una ventanilla, suponía que las luciérnagas bajo un puente eran esas galaxias vecinas de las que hablaba mi hermano mayor. A veces, mientras dormía junto a mamá tirado en un pasillo metálico, o contrahecho sobre una dura butaca de madera, el silbato me avisaba que podríamos caer al hiperespacio, que estábamos en el borde. Un día, mientras el tren hacía patio en Paredón para realizar el switch de rieles, llegué a la conclusión de que la forma y el tamaño del planeta cambiaban a cada segundo.
Todo esto es estúpido, claro. Me da una lástima bárbara.
Me da lástima, sobre todo, por mamá. Ahora que la veo desguanzada en esa cama, inmóvil, rodeada de venopacks traslúcidos manchados de sangre seca. Con moretones en ambos brazos, agujas, trozos de plástico azules y amarillos y letreritos a pluma bic sobre la cinta adhesiva: Tempra de 1 g, Ceftazidima, Citarabina, Antraciclina, Ciprofloxacino, Doxorrubicina, soluciones mixtas en bolsas negras para proteger de la luz a los venenos que le inyectan. Llorando porque su hijo más amado y odiado –el único que alguna vez pudo salvarla de sus pesadillas, el único a quien le ha gritado “tú ya no eres mi hijo, cabrón, tú no eres más que un perro rabioso”– tiene que darle de comer en la boca, mirar sus pezones marchitos al cambiarle la bata, llevarla en peso hasta el baño y escuchar (y oler, con lo que ella odia el olfato) cómo caga. Sin fuerzas. Borracha de tres trasfusiones. Esperando, atrincherada en el tapabocas, a que le extraigan una muestra de médula ósea.
Lamento no haber sido, por su culpa (por culpa de su histérica vida de viajes a través de todo el santo país en busca de una casa o un amante o un empleo o una felicidad que en esta Suave Patria no existieron nunca), un niño modelo; uno capaz de creer en la redondez de la Tierra. Científico o doctor. Un hombre de bata blanca que pudiera explicarle algo. Recetarle algo. Consolarla con un poco de experiencia y sabiduría e impresionantes máquinas médicas en medio de esta hora en que su cuerpo se estremece de jadeos y pánico a morir.

5
En mi último año de adolescencia, a los dieciséis, hubo un segundo cadáver en mi barrio. Tampoco me atreví a ver su ataúd porque, incluso ahora, conservo la sensación de haber formado parte de un azaroso plan para su asesinato. Se llamaba David Durand Ramírez. Era más chico que yo. Murió un día de septiembre de 1987, a las ocho de la mañana, de un tiro realizado con escuadra automática calibre 22. Su desgracia influyó para que mi familia emigrara a Saltillo y yo estudiara literatura y eligiera un oficio y, eventualmente, me sentara en el balcón de la leucemia a narrar la increíble y triste historia de mi madre.

Pero, para explicar cómo marcó mi vida la muerte de David Durand, tengo que empezar antes: varios años atrás.
Todo esto sucedió en Ciudad Frontera, un pueblo de unos quince o veinte mil habitantes surgido al amparo de la industria metalúrgica de Monclova, Coahuila. Mi familia vivió en ese lugar sus años de mayor holgura, y también todo el catálogo de las vejaciones.
Llegamos ahí tras la ruina de los prostíbulos en Lázaro Cárdenas. Mamá nos trajo en busca de magia simpatética: pensaba que en este pueblo, donde también se erigía una siderúrgica, regresaría a nuestro hogar la bonanza de los tiempos lazarenses anteriores a la Ley Seca impuesta por uno de los políticos priistas más conservadores de aquel entonces: el gobernador Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.
Al principio, no se equivocó: en un prostíbulo llamado Los Magueyes conoció a don Ernesto Barajas, un anciano ganadero de la zona. Él empezó a frecuentarla como a una puta cualquiera, pero al paso de los meses se dio cuenta de que mamá no era tonta: leía mucho, poseía una rara facilidad para la aritmética y, suene esto a lo que suene, era una mujer de principios inquebrantables. Era, sobre todo, incorruptible cuando se hablaba de finanzas –algo que en este país lo vuelve casi extranjero a uno.
Don Ernesto la contrató como sus ojos y oídos en un par de negocios: otro prostíbulo y la única gasolinera del pueblo. Le ofreció un sueldo justo y un trato afectuoso (lo que no evitaba que, luego de cuatro tequilas, procurara meterle mano, afanes que ella debía sortear sin perder el trabajo ni la compostura).
Marisela Acosta estaba feliz. Organizó a sus hijos para que se cuidaran los unos a los otros con tal de no dilapidar más dinero en nanas neuróticas. Rentó una casa con tres recámaras y un patiecito. Adquirió algunos muebles y una destartalada Ford azul cielo. Trajo tierra negra cultivada en un vivero de Lamadrid y con ella sembró, al fondo del solar, un pequeño huerto de zanahorias que no crecieron nunca. El nombre de nuestro barrio era ominoso: El Alacrán. Pero, por cursi que suene (y sonará: ¿qué más podría esperarse de una historia que transcurre en la Suave Patria?), vivíamos en la esquina de Progreso y Renacimiento. Ahí, entre 1979 y 1981, sucedió nuestra infancia: la de mi madre y la mía.
Luego vino la crisis del 82 y, dentro de mi panteón infantil, José López Portillo ingresó a la posteridad (son palabras de mi madre) como El Gran Hijo de Puta. Don Ernesto Barajas quebró en los negocios suburbanos; se volvió a su ganado y despidió a Marisela. Mantuvimos montada la casa, pero empezamos a trashumar de nuevo: Acapulco, Oaxaca, San Luis, Ciudad Juárez, Sabinas, Laredo, Victoria, Miguel Alemán. Mamá intentó, por enésima vez, ganarse el sustento como costurera en una maquiladora de Teycon que había en Monterrey. Pero la paga era criminal y la contrataban a destajo, dos o tres turnos por semana. Así que terminaba regresando a los prostíbulos diurnos de la calle Villagrán, piqueras sórdidas que a media mañana se atiborraban de soldados y judiciales más interesados por las vestidas que por las mujeres, lo que le daba a la competencia un aire violento y miserable.
Pronto fue imposible seguir pagando la renta de la casa. A finales del 83 nos desahuciaron y embargaron todas nuestras posesiones. Casi todas: a petición expresa, el actuario me permitió sacar algún libro antes de que la policía trepara los triques al camión de la mudanza. Tomé los dos más gordos: las Obras completas de Wilde en edición de Aguilar y el tomo número 13 de la Nueva Enciclopedia Temática. (La literatura siempre ha sido buena conmigo: si tuviera que volver a ese instante sabiendo lo que sé ahora, escogería exactamente los mismos libros.)
Pasamos tres años de miseria absoluta. Mamá había adquirido una propiedad sobre terrenos ejidales en conflicto, pero no poseíamos en ese solar más que dunas enanas, cactáceas muertas, medio camión de grava, trescientos blocks y dos bultos de cemento. Erigimos un cuartito sin cimientos que me llegaba más o menos al hombro y le pusimos láminas de cartón como techo. No teníamos agua ni drenaje ni luz. Jorge, mi hermano mayor, dejó la prepa y encontró trabajo paleando nixtamal en la tortillería de un comedor industrial. Saíd y yo cantábamos en los camiones a cambio de monedas.
Al año, Jorge explotó: cogió algo de ropa y se fue de la casa. Tenía diecisiete. Volvimos a tener noticias suyas en su cumpleaños veintitrés: acababan de nombrarlo gerente de turno en el hotel Vidafel de Puerto Vallarta. Aclaraba en su carta que era un trabajo temporal.
–Nací en México por error –me dijo una vez–. Pero un día de estos voy a enmendarlo para siempre.
Y lo hizo: antes de los treinta emigró a Japón, donde sigue viviendo.
No puedo hablar de mí ni de mi madre sin hacer referencia a esa época: no por lo que tiene de patetismo y tristeza, sino porque se trata de nuestra versión mexican curious del Dhammapada. O mejor y más vulgar: de la película de karatecas místicos La cámara 36 de Shaolin. Tres años de pobreza extrema no destruyen. Al contrario: despiertan en uno cierta clase de lucidez visceral.
Cantando en los autobuses intermunicipales que trasladaban al personal de AHMSA de vuelta al archipiélago reseco de los pueblos vecinos (San Buenaventura, Nadadores, Cuatro Ciénegas, Lamadrid, Sacramento) Saíd y yo conocimos dunas de arena casi cristalina, cerros negros y blancos, profundas nogaleras, un río llamado Cariño, pozas de agua fósil con estromatolitos y jirafudas tortugas de bisagra... Teníamos nuestro propio dinero. Comíamos lo que se nos daba la gana. Decía el estribillo con el que concluíamos todas nuestras interpretaciones: “esto que yo ando haciendo/ es porque no quiero robar”. Aprendimos a pensar como artistas: vendemos una zona del paisaje.
A veces soplaba nuestra versión coahuilteca del simún. Soplaba fuerte y arrancaba las láminas de cartón que cubrían el jacal donde vivíamos. Saíd y yo corríamos entonces detrás de nuestro techo, que daba vueltas y volaba bajito por en medio de la calle.
Entre 1986 (el año del Mundial) y 1987 (el año en que David Durand murió), las cosas mejoraron: rentamos una casa, compramos algunos muebles y reingresamos paulatinamente a la categoría de “gente pobre pero honrada”. Salvo que Marisela Acosta, sin que la mayoría de los vecinos lo supiera, debía acudir cuatro noches por semana a los prostíbulos de la vecina ciudad de Monterrey en busca del dinero con el que nos enviaba a la escuela.
Yo iba al primer año de prepa y, pese al estigma de haber sido un niño pordiosero ante los ojos de medio pueblo, había logrado poco a poco volverme amigo de los Durand, una familia de rubios descendientes de franceses sin mucho dinero pero bastante populares.
Una noche Gonzalo Durand me pidió que lo acompañara a La Acequia. Iba a comprar una pistola.
Gonzalo era una especie de macho alfa para el clan esquinero que nos reuníamos por las noches a fumar mariguana y piropear a las niñas que salían de la secu. No sólo era el mayor: también el mejor para pelear y el único que contaba con un buen empleo, operador de la desulfuradora en el Horno Cinco de AHMSA. Acababa de cumplir los diecinueve. La edad de las ilusiones armadas.
Los elegidos para compartir su rito de pasaje fuimos Adrián y yo. Nos enfilamos en un Maverick 74 chocolate al barrio de junto. Primero le ofrecieron un revólver Smith & Wesson (“Es Mita y Hueso”, decía el vendedor con voz pastosa, seguramente hasta el culo de jarabe para la tos). Luego le mostraron la pequeña escuadra automática. Se enamoró de ella enseguida. La compró.
Al día siguiente, Adrián vino a verme y dijo:
–Sucedió una desgracia. A Gonzalo se le fue un tiro y mató al Güerillo mientras dormía.
La primera imagen que me vino a la cabeza fue ominosa: Gonzalo, sonámbulo, acribillando a su familia... Pero no: Gonzalo salió del turno de tercera y, desvelado y ansioso, se apresuró a llegar a casa, trepó a su litera y se puso a limpiar la pistola. Una bala había entrado a la recámara. Él, que no entendía de armas, ni se enteró. En algún momento, la escuadra se le fue de las manos. Tratando de sujetarla, accidentalmente disparó. El proyectil impactó en el vientre de su hermano pequeño, que dormía en la litera de abajo.
David Durand tendría ¿qué? ¿Catorce años? Una vez se había fugado con la novia. Quesque quería casarse. Los respectivos padres les dieron de cuerazos a los dos.
Adrián y yo asistimos al funeral, pero no nos atrevimos a entrar al velatorio. Temíamos que en cualquier momento alguien nos preguntara: ¿de dónde sacó este cabrón una pistola?...
Gonzalo estuvo preso, creo, un par de meses. Eso fue lo último que supe de él. Mamá, muy seria, me dijo:
–Pobre de ti si un día te cacho mirando armas de fuego o juntándote de nuevo con las lacras.
Trascurrió el resto del año. Un día, poco antes de navidad, mamá llegó a casa muy temprano y aún con aliento alcohólico. Saíd y yo dormíamos en la misma cama, abrazados para combatir el frío. Ella encendió la luz, se sentó junto a nosotros y espolvoreó sobre nuestras cabezas una llovizna de billetes arrugados. Tenía el maquillaje de un payaso y sobre su frente se apreciaba una pequeña herida roja.
Dijo:
–Vámonos.
Y así, sin siquiera empacar o desmontar la casa, huimos del pueblo de mi infancia.
De vez en cuando vuelvo a Monclova a dar una conferencia o a presentar un libro. Hay ocasiones en que pasamos en auto por la orilla de Ciudad Frontera, de camino a las pozas de Cuatro Ciénegas o a recolectar granadas en el rancho de Mabel y Mario, en Lamadrid. Le digo a Mónica, mientras circulamos por el libramiento Carlos Salinas de Gortari: “Detrás de este aeropuerto transcurrió mi niñez.” Ella responde: “Vamos.” Yo le digo que no.
¿Para qué?

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Salgo del hospital luego de 36 horas de guardia. Mónica pasa por mí. La luz de la vida real me parece tosca, como una leche bronca pulverizada y hecha atmósfera. Mónica dice que está juntando las facturas por si resultan deducibles de impuestos; que mi ex patrón le prometió cubrir, a nombre del instituto de cultura, al menos una parte de los gastos; que Maruca se ha portado bien pero me extraña horrores; que están recién regados el jardín, la ceiba, la jacaranda. No entiendo lo que dice (no logro hacer la conexión) pero respondo sí a todo. Agotamiento. Hacen falta la destreza de un funámbulo y el furor de un desequilibrado para dormitar sobre una silla sin descansabrazos, lejos del muro y muy cerca del reggaetón que trasmite la radio desde la centralita de enfermeras: mírala mírala cómo suda y cómo ella se desnuda ella no sabe que a mí se me partió la tuba.
Una voz dentro de mi cabeza me despertó a mitad de la madrugada. Decía: “No tengas miedo. Nada que sea tuyo viene de ti.” Me di un masaje en la nuca y volví a cerrar los ojos: supuse que sería un koan de mercachifles dictado por la adivina Mizada Mohamed desde el televisor encendido en el cuarto de junto. No es la realidad lo que lo vuelve cínico a uno; es esta dificultad para conciliar el sueño en las ciudades.
Llegamos a casa. Mónica abre el portón, encierra el Atos y dice:
–Si quieres, después de almorzar, puedes venir un ratito al jardín para leer y tomar algo de sol.
Desearía burlarme de mi mujer por decir cosas tan cursis. Pero no tengo fuerzas. Además, el sol cae con un bliss palpable sobre mis mejillas. Sobre el césped recién regado. Sobre las hojas de la jacaranda... Me derrumbo en la hierba. Maruca, nuestra perra, sale a recibirme haciendo cabriolas. Cierro los ojos. Ser cínico requiere de retórica. Tomar el sol, no.

lunes, 22 de febrero de 2010

Discurso y dominación.

Favor de entrar a este link y realizar la lectura correspondiente que tiene como título Discurso y dominación.

http://www.discursos.org/oldarticles/Discurso%20y%20dominaci%F3n.pdf

martes, 16 de febrero de 2010

Arenas de Japón.


Juan Villoro.

Los aeropuertos carecen de carácter definido, cumplen funciones provisionales, huelen de modo artificial, aceleran los nervios y las pisadas. Estos defectos son sus virtudes. Sólo bajo esas bóvedas de cristal y aluminio resulta placentero que exista una arquitectura de ninguna parte.
La simbología de una terminal aérea es neutra, compresible de un modo genérico. Una gramática para nómadas, sin adverbios ni adjetivos. ¿Es posible vivir ahí como un paria de la globalización, alguien ubicable y al mismo tiempo deslocalizado?
Esta fantasía se concretó en la ciudad México. Cuando tomé el avión a Tokio un japonés llevaba un año viviendo en el Aeropuerto Benito Juárez. Ya era un icono semifamoso. La gente se retrataba con él, pero se ponía a su lado con cautela, por temor a que oliera mal, contagiara algo o estuviera loco y dispuesto a morder una oreja. El japonés del aeropuerto se había convertido en una mascota salvaje, como un hurón, que no pertenece del todo a la vida doméstica ni a un zoológico. De hecho, tenía pelo de hurón.
En marzo de 2009 viajé al país que Roland Barthes describió como “el imperio de los signos”, un territorio de mensajes elaboradamente ajenos. Mientras tanto, en mi país, un japonés hacía la operación contraria: vivía en el aeropuerto, la tierra de nadie donde todo se comprende.



Cuando el avión de jal despegó, los pasajeros estornudaron, como si participaran en un ritual de despedida.
Japón es el país de las alergias. Una de cada tres personas lleva cubreboca para protegerse del polen. Se dice que, al cabo de cinco años de vivir ahí, un extranjero puede volverse alérgico. Los estornudos son una seña de naturalización.
Al llegar a Tokio no le di mayor importancia al disciplinado uso de los cubrebocas. El armonioso exotismo de Japón tiene un efecto tranquilizador: todo está bien sin que entiendas nada. Rodeado de ideogramas, recorres un entorno altamente operativo. La única pieza desajustada eres tú.



El taxista japonés es un experto que cambia a diario sus guates blancos y domina un banco de datos.
El conductor que pasó por mí al aeropuerto de Narita me informó que había un accidente en nuestra ruta. Aconsejó tener paciencia (todo esto a través de una intérprete cuyo nombre acreditaba su semblante: Rie). Pensé que tendría mi primer contacto con el Japón de Godzilla, pero el contratiempo fue decepcionante. Un coche había rozado a otro y ambos aguardaban a los inspectores del seguro. Esto frenaba un poco el tráfico. Fue mi estreno ante el gusto japonés por las minucias.
El tráfico se estudia con la misma sutileza que el follaje. No hay otra isla con tan afanosos desplazamientos. Todos son tumultuosos y todos funcionan. La “hora pico” existe, pero es una variante apenas perceptible de la norma, un trastorno que sólo altera a los microespecialistas, es decir, a todos los japoneses, capaces de distinguir si un té se prepara a 70 o 75 grados.
El contacto con tantos peritos del volante me permitió disfrutar la incompetencia de un taxista. Le pedí que fuéramos al Teatro Noh. Contra toda expectativa, se dirigió a la rampa de emergencias de un hospital. “Es tranquilizador que un taxista japonés se equivoque”, le dije a la intérprete que me acompañaba. “Ya lo reporté a su compañía”, respondió ella: “es terrible lo que hizo”.
Los taxistas mexicanos y españoles son expertos en negatividad: todo está mal y pronto estará peor. Informan de desfalcos, fraudes y rapiñas. Sus diagnósticos son deprimentes, pero resultan más llevaderos que sus soluciones. Tomar un taxi en Madrid o el DF puede ser una oportunidad de oír una defensa de la pena de muerte. Los taxistas japoneses prefieren hablar de historia. Describen las costumbres de los sogunes como si hubieran pertenecido a su corte. Uno de ellos llevaba en su teléfono móvil una foto del Templo del Pabellón Dorado antes de que se incendiara. Si acaso se refieren a la política, lo hacen para insistir en que los japoneses son apolíticos. El 60% de los votantes no se presenta a las urnas. Las pasiones nacionales son el beisbol, el sumo y el bienestar económico.
Por lo general, las primeras palabras que se aprenden en una lengua extranjera son insultos. En Japón aprendí formas de cortesía. Mi idioma de emergencia me facultaba para desesperarme con buena educación.
No encontré un taxista que tuviera mal carácter. El coche es tan educado como el piloto: su puerta se abre y se cierra sola.



Los masajes y la meditación relajan al japonés, pero su mejor método para alcanzar la calma espiritual consiste en no dejar propina. Durante quince días fui ajeno a la disyuntiva de ser mezquino o excesivo.
En cambio, fue angustioso no llevar tarjeta de presentación. Mi nombre y mi destino caían en el vacío. El ritual de intercambiar tarjetas es la versión moderna de la ceremonia del té.
A falta de credenciales, me presenté a partir de los vínculos de mi familia con la televisión japonesa. Crecí viendo Astroboy, mi esposa creyó ser Señorita Cometa, mi hijo perteneció a la tribu de los Pokémon y mi hija al reino de Doraemon. Fue como enlistar signos del Zodiaco. Mis parientes se volvieron comprensibles. El método resultó eficaz. A fin de cuentas, ¿qué es un extranjero sino una caricatura?



Al salir del metro en Kami-Igusa, hay una estatua de Gundam, robot que ha destruido todo lo que se puede aniquilar gracias a los efectos especiales del video. La gente le coloca monedas, como a un Buda armado.
En ese barrio de casas bajas están los estudios de Sunrise, compañía que produce al imparable Gundam. Como resulta difícil conseguir locales de gran tamaño, las oficinas y los talleres de producción se reparten en distintos edificios. Ahí trabajan doscientos cincuenta jóvenes de veinte a veinticinco años. No son los artífices de las historias ni los creadores de los diseños. Se limitan a desarrollar las escenas para formatos de dvd o PlayStation. Como en los templos sintoístas, todos están en calcetines. Me dijeron que es para evitar que el polvo de la calle estropee las computadoras, pero en Japón la comodidad sólo existe en calcetines.
Durante media hora hablé con Shinichiro Watanabe, director de uno de los proyectos más logrados de Sunrise, la serie Cowboy Bebop. Su rostro obliga a una comparación demasiado obvia: es idéntico al gato cósmico Doraemon.
Le sorprendió mi comentario sobre la obsesiva redondez de los ojos en el manga y el ánime japonés. Desde un punto de vista iconográfico, Heidi es “japonesa” en la medida en que tiene ojos circulares. “No me había dado cuenta, para mí las caricaturas deben ser así”, comentó. Los ojos redondos no son un signo de occidentalización, sino de falsificación, la garantía de que se trata de un ser imaginario.
“Lo más difícil de animar son las pisadas”, dijo Watanabe. La verosimilitud de un personaje depende de cómo se mueve. Su centro de gravedad es su alma. Astroboy caminaba con la rigidez de un robot primario. Las criaturas de Watanabe se desplazan como existencialistas en calles de mala muerte. La historia de los dibujos animados es la historia de sus pasos.



Llegué a Japón poco antes de la primavera. Todo mundo hablaba de los cerezos en flor. Los noticieros localizaban árboles que ya habían florecido y las modificaciones del follaje se podían seguir en sitios web.
El tema omnipresente se prestaba para un test de personalidad. Los optimistas veían bastantes flores, los pesimistas casi ninguna.
La naturaleza domina la vida de Japón con poderío simbólico. Incluso los desastres naturales han beneficiado su historia. En dos ocasiones los invasores fueron repelidos por tifones. La palabra kamikaze quiere decir “viento sagrado” y alude a esas tormentas defensivas.
También la cultura es un desprendimiento del paisaje. El haiku sigue un principio botánico: la poesía como instantánea floración. Me encontré en Kioto con Aurelio Asiain, poeta que encontró en Japón el ámbito que le conviene. Fue agregado cultural de México y ahora es profesor en la Universidad de Kansai. El rostro se le ha orientalizado de modo feliz: un sogún de buen humor. En Luna en la hierba, Asiain traduce medio centenar de haikus. Ahí, Fun’ya no Yasuhide compara el indeciso lenguaje del jardín con la insistente retórica del mar:


Cambia el color
de la hierba y los árboles,
pero la flor
de las olas del mar
no conoce el otoño.


Desde José Juan Tablada, la poesía japonesa ha tenido una extraña alianza con la mexicana. Octavio Paz logró escribir poemas propios con versos traídos del Oriente. Su traducción del haiku con el que Fujiwara no Teika ganó el certamen del palacio imperial en 1216 es un ejemplo superior del arte de interiorizar paisajes:


Tarde de plomo.
En la playa te espero
y tú no llegas.
Como el agua hierve
bajo el sol –así ardo.


En el Teatro Noh presencié Ashikari, obra del siglo XV. La trama trata de un largo desencuentro. La acción es lo que no ha pasado. Tanto en el noh como el kabuki, los logros son antecedidos por un meritorio esfuerzo. El dolor asumido en plenitud es el prerrequisito del placer. No hay recompensa sin dificultad ni hedonismo que no colinde con el riesgo.
El pez globo, cuyo veneno alcanza para matar a treinta personas, es una sabrosa ruleta rusa. Un cocinero experto retira la vejiga maligna. Lo interesante es que puede fallar.
Según amigos japoneses, la mayoría de los peces globo son de criadero y carecen de peligrosidad. Esto se mantiene en secreto porque el comensal busca la posibilidad de morir.
En la rigurosa jardinería japonesa, los tallos de los crisantemos se tuercen para lograr una belleza artificial. Las plantas no sienten el dolor: lo representan. Los bonsái y los jardines donde el musgo crece en distintas tonalidades son placeres surgidos de la penuria.
Un pasaje de Ashikari: “Es más difícil cultivar el arte de la poesía que contar todos los granos de la arena. Por eso hay que cultivarlo.” Trabajar un jardín es un grato calvario. Trabajar las palabras representa un reto orgánico mayor: la poesía es la parte más difícil de la naturaleza.
Al final de Ashikari la trama se condensa en una metáfora: “la flor que padeció el invierno en primavera abre sus pétalos”. Esta sencilla descripción se carga de fuerza por dos razones: conocemos los padecimientos que llevaron a esa sanación y la recompensa es precaria y se marchitará pronto.
Incluso en la pornografía hay una estética primaveral. Las estrellas del porno japonés son casi niñas, adolescentes en flor. Un diseño de pixel cubre los genitales al modo de un origami cibernético.



Japón es el país de las pantallas. La gente levanta la vista de los mensajes de texto para encontrar la vibrante publicidad que cubre edificios enteros.
La intensa virtualidad de la vida japonesa ha producido los hikikomori, sustantivo que viene de “apartarse” o “recluirse”. Se trata de adolescentes que se encierran en una habitación por tiempo indefinido, sin más contacto que su computadora. Enrique Vila-Matas describe así a estos renunciantes: “Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y miran la televisión o se concentran en el ordenador durante la noche. En Japón se les llama también solteros parásitos. O sea que aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp se han hecho realidad.”
En un país de reglas, donde el fracaso escolar puede llevar al suicidio, el hikikomori contrasta más.
¿Esta nueva variante de la melancolía proviene de la alienación postindustrial o se trata de un arte cultivado con esfuerzo, como el bonsái o el origami? ¿Qué ha llevado al 20% de los varones adolescentes a alejarse de ese modo?
En cierta forma, el hikikomori es un samurái tímido. En el pacífico Japón contemporáneo resulta difícil ejercer el oficio que durante siglos encandiló la mente de los jóvenes vernáculos. La inmensa mayoría de los hikikomori son hombres y casi todos responden a los rasgos que Yukio Mishima distinguió en el guerre-
ro moderno. Pocos años antes de practicar su suicidio ritual, Mishima actualizó el Hagakure, prontuario samurái recogido en el siglo XVIII. Las condiciones básicas de quien asume esa existencia son el desprecio por la vida y el alejamiento de toda tentación mundana. El samurái es un carismático outsider, un romántico que ama de lejos y aguarda el momento de sacrificarse: “El Hagakure es un intento de curar el carácter pacífico de la sociedad moderna a partir de la potente medicina de la muerte”, escribe Mishima.
Antes del haraquiri, el samurái compone un poema. Su visión del mundo se condensa en cinco versos. El poeta guerrero existe al margen de sí mismo; garantiza la renovación del orden natural a través de la sangre y la belleza.
La cultura valora al samurái y recela del ciberrecluso, pero no se trata de entes tan apartados. Los hikikomori se sustraen a la banalidad de la vida moderna. En un mundo sin épica, se dan de baja. Son espectros, suicidas aplazados.
Tal vez el primer hikikomori fue el profeta de la ética samurái. El Hagakure proviene de las enseñanzas de Jocho Yamamoto, recogidas por su seguidor Tsuramoto Tashiro. Yamamoto estuvo al servicio de un sogún del siglo XVIII. De acuerdo con la tradición, debía suicidarse al morir su Señor. No lo hizo porque un edicto abolió los suicidios rituales, pero se retiró del mundo y durante veinte años perduró en calidad de hikikomori.
El Japón moderno no reconoce la fertilidad de la violencia. Como Yamamoto en el segundo acto de su vida, el samurái contemporáneo busca el alejamiento. En ocasiones falla y toma un rifle: los hikikomori se volvieron famosos cuando uno de ellos secuestró un autobús y comenzó a disparar.
¿Asistimos a la preparación de los samuráis del porvenir? ¿El enclaustramiento es el “lado B” de la violencia?, ¿la elimina o la incuba sigilosamente?
La ultratecnología provoca adicciones a los aparatos y la adopción de mascotas electrónicas, como el tamagotchi o los nintendogs a los que hay que dar raciones virtuales de sushi o de alimento canino, pero también fomenta interesantes repudios. Numerosos sensei (maestros) no usan artilugios. Ryukichi Terao, hispanista de la Universidad de Tokio, vive satisfactoriamente en la patria de Sony sin disponer de reloj, teléfono celular ni agenda. Una de sus más curiosas aficiones consiste en calcular la extinción de los japoneses. Aunque la isla está sobrepoblada, la tasa negativa de natalidad anuncia que en el año 3000 habrá veintisiete japoneses y en 3085 sólo quedará uno.
¿Cómo se comportará el último japonés sobre la Tierra? Seguramente será alguien inmóvil o acelerado. Japón emplea el tiempo en forma extrema. El paraíso de la quietud y de la prisa.
A veces los dos tiempos se combinan. En el zen, la calma es una vertiginosa actividad mental. El jardín de arena del templo Ryoanji, uno de los más visitados de Kioto, desafía la razón con quince piedras. El conjunto hace pensar en islas a la deriva, montes que sobresalen entre las nubes o animales que sacan la cabeza al cruzar un río. El jardín es visto desde una terraza de madera. Al caminar de un extremo a otro el visitante puede contar las piedras. Es fácil constatar que son quince, pero no hay un solo punto desde el que sea posible verlas todas. El templo ofrece una lección de perspectiva: la totalidad es fragmentaria.
Quien medita o contempla los movimientos del teatro noh disfruta los favores de la lentitud. Pero Japón también es la patria del shinkansen. El “tren bala” recorre la isla con disciplinado frenesí. En los andenes se indica el lugar en que deben pararse los pasajeros, según su número de asiento. No me costó trabajo entender esto, pero me subí al tren equivocado. Aguardaba el expreso a Kioto. Diez minutos antes del horario de partida llegó un tren y supuse que era el mío. Se trataba de un tren anterior. Diez minutos representan una eternidad para un transporte con apodo de proyectil (sólo en lenguas extranjeras se dice “tren bala”; la traducción literal de shinkansen es “ferrocarril troncal”; los japoneses no necesitan recordar que saldrán disparados: lo dan por supuesto).
Al bajar del tren, los viajeros se desplazan con celeridad. Tal vez porque sus pasos son muy cortos da la impresión de que se dirigen a sitios próximos. No se puede ser un corredor de fondo en un sitio repleto: en Japón siempre estás cerca de algo y siempre hay que apurarse para alcanzarlo.



Durante quince días, lo que no fue yin fue yang. Casi todo se presentaba en dualidades. Un templo sintoísta suele tener al lado uno budista para mostrar que las religiones conviven y se complementan. Hay quienes profesan el sintoísmo en vida pero desean ser enterrados con el ritual budista, preferible para el más allá.
La dualidad aparece en los diálogos más comunes: “Voy a buscar un sitio tradicional en internet”, me dijo un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al invitarme a cenar.
Mezcla del artificio y la naturaleza, los restaurantes tienen guisos de plástico en las vitrinas, pero privilegian la comida de temporada. Durante mi estancia, el invierno era relevado por la primavera, lo cual significaba que había que comer anguila y hojas de cerezo.
Barthes entendió la comida japonesa como una rama de la pintura. Los platillos satisfacen la mirada y se presentan en series. En ese sistema la idea de “plato fuerte” es una vulgaridad. Hay que degustar sucesivas cosas pequeñas.
“Me he vuelto muy japonés”, dijo Aurelio Asiain cuando le sirvieron un plato y sacó la cámara para retratarlo. Estábamos en un local de Kioto que se atribuye la invención mítica del shabu-shabu. La integración de Aurelio a Japón es tan perfecta que ha adquirido alergia al polen y disfruta con orgullo los primeros síntomas. Pero luce aún más adaptado al retratar platillos concebidos como cuadros.
Si la comida ofrece la sutileza del arte efímero, los fideos que decoran las vitrinas muestran los prodigiosos brillos que puede alcanzar el plástico. Dan ganas de chupar esas delicias de juguete.
En el país del té, la hipermodernidad llega con el café. En cada esquina y cada andén hay máquinas dispensadoras de café helado, caliente, ligero, amargo o mixto.
De pronto, el viajero necesita decepcionarse. La irritación preserva el sentido de la diferencia. Me predispuse a odiar el café en lata. Para mi sorpresa, no me supo a jugo de Nintendo. Sin ser “auténtico”, tiene la gracia de no ser asquerosamente distinto.



Los japoneses adoran los uniformes, los desfiles y las banderas. Fui a un partido de futbol en el estadio de Kioto. Se disputaba el derbi contra Osaka, pero el ambiente no era el de un hervidero de pasiones. Las tribunas se cedían el turno para entonar cánticos copiados de las barras argentinas. En la entrada, recibí un papel con reglas de comportamiento, incluida la de no abandonar el asiento en caso de lluvia.
La ordenada inocencia de la hinchada decepciona al amante del caos futbolístico. En cambio, resulta atractivo que la policía parezca un equipo deportivo. Sus uniformes y sus movimientos tienen un aire de desfile.
Japón es la nación de las mascotas y la policía es representada por Pipo, cuyo nombre proviene del sonsonete de las patrullas.
¿Qué tan violento puede ser un país donde la agresión suele ser un privilegio autodestructivo y las fuerzas del orden asumen comportamientos infantiles?
En los dominios de Pipo no hay ofensas aparentes. No descubrí cómo se molestan los japoneses. La cortesía sólo se interrumpe para iniciar un protocolo. Nadie parecía dispuesto a agraviarme. Sentí una relajación que al cabo de unos días me incomodó. Ajeno a todo ultraje, extrañé la posibilidad de agredir a alguien. Japón puso al descubierto mi identidad. Extrañaba el chile, pero también el exabrupto, la queja justificada y colérica: “¡A mí no me hacen eso!” Japón se convirtió en el sitio donde me sentía a punto de romper algo. Ante cada desajuste, el factor incómodo era yo.
¿Cómo cuestionar un entorno que no deja de ser armónico? ¿Existe una tendencia militarista en el próspero país que visité y en otro tiempo masacró a los chinos en Manchuria, sometió con crueldad a los coreanos y bombardeó Pearl Harbor sin aviso?
En Tokio, el santuario Yasukuni está destinado a los muertos de guerra, sin distinguir entre víctimas y criminales. Ahí se dan cita quienes reivindican el nacionalismo. Las ofrendas de toneles de sake en el patio exterior prueban la popularidad del templo.
A un lado, el museo Yushukan ofrece una relectura de la historia militar. Se trata de una institución privada, que no se atiene al ideario oficial. Sin proponer francas reivindicaciones militaristas, vincula la tradición samurái con la necesidad de defender un territorio frágil, amenazado por la naturaleza y sus poderosos vecinos. El periodo favorito de quienes así entienden a Japón es la época Edo (1603-1868), cuando el país estuvo cerrado al exterior. La zona de desconfianza es el periodo Meiji (1868-1912), cuando los gobernantes japoneses se abrieron al mundo y se dejaron el bigote al estilo europeo.
Kenzaburo Oé era niño cuando terminó la guerra. Una de sus mayores impresiones fue oír al emperador por radio, anunciando la capitulación de sus ejércitos. Hasta ese momento no concebía que Hirohito tuviera voz humana. El emperador dejó de ser una deidad.
El poder imperial se desacralizó en un país que se abismó en el consumo y perdió interés por la política. Para Mishima esto representó una pérdida de la dignidad. En su arenga final, desde la terraza de un cuartel del ejército, llamó a recuperar el espíritu guerrero.
¿Algún día el ejército volverá a blandir la espada samurái? Conocí a una mujer cuyo hijo siguió la carrera militar pero cambió de profesión porque no soportó las reivindicaciones de ultraderecha. Durante mi visita se hablaba mucho de las armas atómicas de Corea del Norte. Una significativa minoría piensa que Japón debe intervenir antes de ser atacado.
¿Cómo se establece el consenso en una democracia de escasa participación política? Japón es un catálogo de reglas aceptadas. ¿De qué modo se deciden esas populares formas de la coacción?
Casi todos los habitantes tienen teléfono celular, pero no se cuestiona la prohibición de usarlos en los trenes. ¿Cómo se adoptó esta civilizada medida? De algún modo, las necesidades gregarias se convierten en leyes. Un amigo mexicano que vive desde hace treinta años en Japón me dijo que él contribuyó a la política de respeto al prójimo. Durante meses tomó el tren para hablar por celular a voz en cuello. Los demás pasajeros lo odiaron en educado silencio hasta que se aprobó la ley que prohíbe los teléfonos. De acuerdo con mi amigo, ciertos terroristas de las costumbres (entre los que se incluye con orgullo) ayudan a que los demás se pongan de acuerdo.



De madrugada, el barrio de Shibuya es recorrido por japoneses que caminan en zigzag después de visitar los bares de la zona. Ahí se ubica la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Mezcla del exceso y el recato, Japón es el sitio donde un ejecutivo se emborracha en público, grita hasta el estertor y hace gestos kamikazes sin que eso sea un desdoro. Hay espacios controlados para perder el control.
Los bares son del tamaño de camarotes de barco y el propio Murakami administró uno de ellos. El encierro en el que se bebe provoca que la salida sea expansiva. Una vez en la calle, el borracho japonés ve la luna y aúlla como un fantasma de Akutagawa.
El ebrio y el que mira apariciones merecen idéntico respeto.
Aunque el machismo pertenece al protocolo nipón, no hay ausencia de chicas superpoderosas. La literatura de Tanizaki explora la fuerza secreta de las mujeres. En esas delicadas recreaciones del erotismo y la crueldad, hombres aburridos se enamoran de hechiceras que los destruyen placenteramente.
Los varones beben en público con un frenesí que rara vez se observa en las mujeres. La geisha acompaña la reunión de un modo estético, como un árbol en flor o un tapiz antiguo; sirve bebidas sin compartirlas. Pero en ocasiones es posible atestiguar una juerga donde dominan las mujeres. Unos amigos me invitaron a un sitio de Kioto donde los platillos no se eligen sino que llegan como un alfabeto del gusto que parece no tener fin y donde sólo me resultó incomible un trozo de tortuga en gelatina verde. Estábamos al lado de un arroyo, donde una garza buscaba peces bajo el resplandor lunar. En la otra orilla, una maiko (aprendiz de geisha) posaba para los turistas con su traje colorido –el rostro maquillado en blanco, la boca en forma de cereza. Las geishas trabajan en casas de té donde la comida cuesta una fortuna (mil dólares por cliente es una tarifa estándar). Muchos visitantes se conforman con retratarse junto a una maiko. La estatuaria placidez de esa mujer a la otra orilla del arroyo contrastaba con el barullo que surgía del piso de arriba. El local era estrecho. En la planta baja había una barra, donde estábamos nosotros, y arriba, una tarima. Mi anfitriona era una historiadora japonesa, que esa noche vestía quimono de gala. Al oír el escándalo de arriba, me explicó que si se dibuja tres veces el ideograma “mujer” significa “ruido”.
Cuando el estruendoso grupo trastabilló hacia la salida, aparecieron dos hombres que habían permanecido en absoluto silencio. Caminaban con agradable resignación, muy distintos a los varones que son seguidos por sus mujeres a dos pasos de distancia.



Me desperté a las cuatro de la mañana para ir a Tsukiji, el bazar de pescados y mariscos donde hay moluscos indescifrables y filetes de cetáceos superfinos. Los frigoríficos y la escarcha omnipresente crean un invierno regional.
Gracias a la Fundación Japón, conseguí permiso para recorrer la zona de los proveedores. Me registré en una oficina que parecía la caseta de una obra en construcción, y me asignaron unas botas de hule y una vistosa credencial.
El lugar de la subasta de atunes parece un hangar donde yacen los fallecidos de un accidente aéreo. Cada atún reposa sobre una tarima. Un papel informa acerca de su peso y procedencia. Se les practica una incisión para ver el color de su carne, que debe alcanzar el canónico tono cereza.
Los proveedores van vestidos como montañistas y llevan linternas para estudiar los peces.
A las 5 de la mañana, una campanada señala el inicio de la subasta. Un pregonero oferta atunes con gritos taladrantes. Los compradores se comunican con los vendedores por medio de señas, en un código semejante al del beisbol. Se puja con los dedos y el trato se cierra con un gesto.
Un negrísimo atún aleta amarilla de Nueva Zelanda pesaba 36 kilos. Su precio de salida era de 5,200 yenes por kilo (unos 52 dólares, que podían aumentar a niveles estratosféricos en la puja).
Vi peces atrapados en Vietnam, Indonesia, Australia y México. Habían llegado en complejas rutas aéreas para no perder su frescura. El atún congelado tenía un precio inicial de 1,500 yenes.
La subasta duró de 5 a 5:45 de la mañana. Todos los peces se vendieron. Los participantes no reflejaron satisfacción o desencanto. La escena se cumplió con seriedad kabuki. Sólo los pregoneros usaron la palabra, en un relato integrado por cifras.
Dentro del mercado, un selecto trozo de 600 gramos de atún costaba 4,000 yenes.



La caligrafía japonesa convierte los ideogramas en formas casi líquidas. Para comprenderlos hace falta ser calígrafo.
En un almacén de Kioto compré una tetera de arcilla roja de la región de Ugi, historiada por un calígrafo. Pregunté el significado del mensaje y esto dio lugar a un coloquio entre las vendedoras. Ninguna era calígrafa, pero varias tenían parientes que sabían estilizar ideogramas. Reconocieron que ahí decía “mujer” y “camino del corazón”. Me pareció suficiente para comprar la tetera.
Barthes escribió El imperio de los signos para aproximarse a los lenguajes no literarios del Japón. Al no poder leer ni hablar, el visitante descansa de lo obvio y sólo entiende, o cree entender, lo excepcional; entra en un bosque hermético donde cada objeto y cada brote es o parece ser un símbolo.
Como las vendedoras que discutieron acerca de la tetera, durante quince días pude descifrar un par de ideogramas. Lo demás fueron signos en precipitación, nubes, granos en un jardín de arena, enigmas necesarios para llegar a lo que sí se entiende.


Salí de Tokio a las 5 de la tarde y llegué a México a las 6 del mismo día. Esa hora larguísima fue un rito de paso.
El japonés del aeropuerto Benito Juárez seguía ahí, con su pelo de hurón. Durante unos días aceptó la invitación de una japonesa que vive en el df y se trasladó a un departamento. Pero la vida casera no es lo suyo. Sólo el aeropuerto le permite estar en ningún lugar.
Yo sufrí un cambio mayor en esos días. México me pareció un lugar baratísimo, que existía en lento desorden. Todo era sucio pero la gente estaba limpia. ¡Qué extraño resultaba eso para mi mirada japonesa!
El mayor asombro vino al beber agua mexicana. Probé un líquido espeso. Venía de quince días de tomar agua frágil.
Entonces la levedad de Japón gravitó con fuerza. El recuerdo del agua fue como un acertijo zen (“¿cómo suena el aplauso que produce una sola mano?”). ¿Qué decía ese líquido invisible, casi ingrávido?
Los signos de Japón proponen algo más profundo que el entendimiento. La falta de claridad no está en el entorno sino en la mirada: el viajero debe pasarse en limpio. ~