lunes, 19 de septiembre de 2011

SÓLO FUIMOS A VISITAR A UN AMIGO.

Dos tacvbos van a Playa del Carmen para entrevistar a Saúl Hernández y ver qué hay detrás de la sonadísima reconciliación de Caifanes.



¿Van a tocar o van de vacaciones?" es una pregunta recurrente que escucharé en este viaje atípico que estoy haciendo con mi hermano Quique a Playa del Carmen para encontrarnos con Saúl Hernández.

Somos dos tacvbos en el aeropuerto de la ciudad de México, no dos hermanos que deciden viajar juntos. Por lo que preguntan, entiendo que la gente ve a la mitad de Café Tacvba y busca instintivamente a los demás: "¿Adónde dejaron al chaparrito?".

No estamos haciendo ni lo uno ni lo otro. No estamos de gira y no vamos de vacaciones a la Riviera Maya, un lugar al que todo el mundo, literalmente, quiere ir.

Estamos en una misión periodística.

La misión, en realidad, le llegó sólo a mi hermano Quique. Recibió la invitación de Guillermo Osorno para entrevistar a Saúl en el lugar en el que vive y escribir un texto de esa experiencia. Quique me invitó a mí, alegando que soy conocido como el tacvbo que escribe. Los papeles de los integrantes de Café Tacvba se han personalizado de manera burda: Rubén (el de los mil nombres) es el activista, el que defiende causas; Emmanuel es el productor musical; Quique es el artista conceptual que toca con todos los grupos que lo invitan, y yo, Joselo, soy el que escribe. Es una visión reduccionista que no comparto. En realidad todos podemos hacer todo lo anterior y más, pero me convenía aceptar que soy "el que escribe" para así poder ir. ¿Quién no aceptaría un viaje a la playa a ver a su ídolo de juventud?

Hay gente que cree que todos los roqueros nos conocemos y que somos amigos. Saúl Hernández no es en realidad nuestro amigo íntimo, pero nos hemos encontrado por el camino innumerables veces y siempre nos ha recibido bien. Aunque, claro, al igual que cientos de miles de mexicanos, primero fuimos sus fans.

A mi hermano no le gusta la palabra "fan", supongo que por anglosajona, artificial, con connotaciones comerciales y que remite a mujeres histéricas gritando o, en el peor de los casos, a gente enferma y obsesiva por alguien. Para mí dice más que la palabra "admirador". Un admirador siempre va a aceptar todo lo que su ídolo hace. Un fan no. Un fan además de admirar cuestiona, se enoja, da la espalda a su figura de adoración por las cosas que hace mal (según él), por las decisiones que toma en el camino. Lo digo por experiencia. He conocido fans de Café Tacvba que no deseo ni a mi peor enemigo. Un fan pasa del amor al odio en unas cuantas horas, puede amarte al principio de un concierto, pero al final es capaz de odiarte con toda su alma porque no tocaste su canción favorita.

Considero que mi hermano y yo éramos fans de Saúl y de Caifanes porque en cierto momento les dimos la espalda, nos enojamos por lo que estaban haciendo, hasta por como se vestían. La realidad era que dejaron de ser sólo nuestros.
Recuerdo que Caifanes nos pertenecía. Sólo unos cientos de personas sabíamos de su existencia y asistíamos a sus conciertos. De repente, ese número de seguidores comenzó a subir exponencialmente y perdimos a nuestro grupo favorito. Nos pasó también con Maldita Vecindad, que de ser un grupo para unos cuantos, de repente había vendido seiscientas mil copias de su álbum El Circo, todo porque una canción logró colarse en el gusto popular: "Kumbala". Eso que les pasó con su segundo álbum, a Caifanes le sucedió desde el principio. Apenas salieron y dejaron de ser nuestros, de los que íbamos a verlos al Tutti Frutti, a Rockotitlán. De un día para otro, a la siguiente tocada, ya no pudimos entrar a verlos, la gente se amontonaba en la entrada de los lugares en que se presentaban.

Como buen fan, he pasado del amor al odio innumerables veces. Hay discos de Caifanes que la primera vez que los escuché no me gustaron nada, pero luego al pasar los años los he vuelto a oír y me pregunto: "¿En qué estaba pensando? Esto es buenísimo".

Ahora todo eso del amor-odio-amor queda muy atrás tratándose de Caifanes. O te gustan o no te gustan. Al parecer hay muchos a los que sí les gustan, pues con sólo dos conciertos anunciados (y uno es en el extranjero) han causado todo un revuelo.

Por eso vamos a Playa del Carmen. Quedamos en que Quique lo entrevistaría y yo iría tomando notas. Quiero ser el testigo de este encuentro entre músicos de rock.

Llegamos a una Playa del Carmen lluviosa, ya de noche, después de un viaje en avión de dos horas a Cancún y una hora en camión. Quique y yo, acostumbrados a las comodidades del rockstar, esperábamos un transporte al bajar del avión para que nos llevara a la puerta de nuestro hotel. No esperábamos una limusina, que conste, sólo una van o por lo menos un taxi. Pero no, teníamos que comprar nuestro boleto de camión y esperar todavía un rato para llegar a Playa del Carmen. Se nos olvidaba que ahora estamos del otro lado de la grabadora, en el papel del periodista. Supongo que la misión periodística también tiene mucho de aprendizaje: no se consigue percibir la verdad más que con los pies en la tierra.

Al otro día esperamos a que Saúl llegara al Hotel Básico, donde se llevaría a cabo la segunda sesión de fotos. La primera había empezado a las ocho de la mañana en un cenote a quince minutos de Playa del Carmen. Por lo que nos contaron, la sesión fue fructífera: Saúl se metió a nadar en un cenote y se lograron unas fotos muy interesantes.

Vimos a Saúl a lo lejos, se veía feliz, moviendo la mano a modo de saludo apenas nos vio. Traía un sombrero de palma y lentes oscuros, realmente para protegerse del sol, no para pasar inadvertido, como pensarían muchos. La vestimenta la completaba una camisa roja y unos pantalones cargo verde militar. Me recordó la ropa que traía la primera vez que mi hermano y yo lo vimos en una tocada de Lomas Verdes, allá en Satélite, a mediados de los años ochenta, con Las Insólitas Imágenes de Aurora. En aquella época también traía unos pantalones de soldado, pero la camisa, aunque también era roja, era hawaiana.

Nos saludó con una gran sonrisa y un abrazo muy efusivo. Da la impresión de que hace pesas y alguna clase de ejercicio o deporte que lo mantiene en forma; su saludo de mano es firme y fuerte, lo que contrasta con la imagen de fragilidad que proyectaba en los inicios de Caifanes: un flaco con los ojos pintados con delineador negro y pelos parados a la Robert Smith.
Se nos queda viendo un rato sin decir nada y luego, como si continuáramos una conversación que hubiésemos dejado sin terminar, remata: "Qué raro, ¿no? Pero qué bien. Gracias por aceptar entrevistarme". "Ni siquiera lo dudamos, gracias a ti", le dice Quique, y caminamos hacia donde ya lo están esperando el fotógrafo, una maquillista y un asistente de vestuario. Están en una habitación que, en vez de número, tiene nombre de mujer: "Gabriela"; durante un rato se encierran para que Saúl se pruebe camisas, chamarras, pantalones.

Entre cada opción de ropa, Quique, Saúl y yo platicamos. Es un poco small talk, como dirían los gringos (ha estado lloviendo, ¿a qué hora llegaron?), pero también se perciben nuestras ganas de iniciar una conversación más profunda.

—Estoy nervioso con la entrevista —dice Saúl—, no sé qué me van a preguntar.
—¡Yo también estoy nervioso! —confiesa Quique, sintiendo alivio al saber que Saúl está igual que él.
—Bueno, nos tomamos unos tequilitas y ya —resuelve Saúl.

Todos reímos y, casi al mismo tiempo, Saúl y yo hicimos una objeción.
—Bueno, en realidad no, prefiero no tomar alcohol —dice Saúl.
—Yo tampoco —le digo—. Me aventé cinco años sobrio y el año pasado regresé a tomar sólo vino; primero era una copa, luego una botella y luego no te cuento.
—Sí, yo también tomo poco. A veces. Ya no es como antes. Con familia, hijos… —dice Saúl.
—Eso háblenlo entre ustedes —reclama Quique—. Yo todavía no llego hasta donde ustedes están.

El Hotel Básico es uno de esos llamados hoteles boutique, y cada mueble, agarradera, picaporte y accesorio está pensado para impactar y seducirte. Saúl entra al baño, y sin querer jala una cadena que no era la de la taza del baño. Como era de esas tazas antiguas, con la caja del agua casi en el techo, Saúl confunde la cadena que prendía y apagaba un foco con la que hacía accionar el baño. La jala tan fuerte que la cadena se rompe y casi se lleva una lámpara también. "¡Me equivoqué y jalé la cadena equivocada! Luego por qué andan diciendo que los roqueros destrozamos hoteles", dice.

Después de la sesión de fotos nos sentamos a la mesa del restaurante del hotel y, como lo habíamos previsto ya, nadie pidió bebidas alcohólicas. La entrevista se desarrolló alrededor de aguas minerales con jugo de limón.

Quique (Q): Gatopardo me pidió hacer una entrevista a raíz de la reunión de Caifanes. Me entusiasmó mucho la idea y me pareció importante invitar a mi hermano porque, de alguna manera, lo que hemos visto tuyo, en diferentes proyectos, siempre íbamos juntos. A los antros, a los conciertos, a los lugares...
Saúl (S): Una complicidad…

Q: Exacto, una complicidad.
S: Inevitable, también.
Q: Tan inevitable que llevamos veinte años trabajando juntos en el mismo grupo. Lo primero que nosotros conocimos de tu trabajo fue en el disco compilatorio del Festival de Rock Pearless, en el que aparecía una canción de Frac. Tiempo después nos dimos cuenta de que estaba el cantante de Bon y Los Enemigos del Silencio. Es un disco de 1983. ¿Qué tocabas en Frac?
S: El bajo.

Q: Y antes, ¿empezaste siendo bajista en los otros proyectos en los que estabas? ¿Cómo te decidiste para tocar ese instrumento?
S: Pues todo se decidió por un volado. Básicamente porque no había bajista en el grupo en el que empecé a colaborar. En esa época no era como, supongo, es ahora. Antes entrabas en una dinámica de soñar con un grupo y trabajar… creo que era más como un concepto colectivo. Y estaba tocando con Salvador de la Puente, que luego se dedicó al cine y ahí fue cuando echamos el volado, a ver quién tocaba el bajo. Perdí, pues todos queríamos tocar la guitarra. Con el bajo descubrí un instrumento que me cambió la vida, que me enseñó mucho de la composición de canciones. El bajo para mí fue muy importante.

Q: En Frac, ¿quiénes componían?
S: Componía Leoncio Lara, un gran compositor. Y yo también componía, entonces llevábamos canciones mías o de Leoncio. Y así se iba trabajando.

Q: ¿Y por qué se deshace Frac? ¿Cómo aparecen Las Insólitas Imágenes?
S: Nos invita Carlos Marcovich a Alfonso André, a su hermano Alejandro y a mí, por separado, a formar un grupo, para que tocáramos en una fiesta, y así juntar fondos para su trabajo final de cine. Tenía que juntar dinero para comprar material.

Q: ¿Nunca habían tocado juntos antes?
S: No, a Alejandro lo conocía porque de repente coincidíamos en algunos lugares; tocaba con un grupo que se llamaba Leviatán.

Q: ¿Qué onda era Leviatán?
S: Progresivo. Era más progresivo. A Alfonso nunca lo había visto en mi vida. Así fue como empezamos a formar Insólitas, un trabajo en extremo improvisado, exageradamente colectivo y muy espontáneo. Alejandro llevó algunas canciones, yo llevé otras y, en el ensayo, en una semana, las montamos. Empezamos a improvisar y se añadieron más canciones, fue un periodo muy cortito pero de mucha creatividad. Para mí todo terminaba en la fiesta y ya. Pero Alejandro toma la iniciativa de presionar, en el buen sentido de la palabra, para que siguiéramos. En muy poco tiempo nos entendimos muy bien, y formamos Las Insólitas Imágenes de Aurora. Como yo todavía estaba con Frac, platiqué con Leoncio, un gran amigo, un hermano, y tomé la decisión de "probar" qué pasaba con Insólitas.

Q: A nosotros nos tocó verlos en uno de estos conciertos que organizaba Comrock en la iglesia de Lomas Verdes. Tocaban con Punto y Aparte y varios grupos locales.
S: Sí, se suponía que íbamos a grabar en Comrock. La idea de Ricardo Ochoa era hacer las cosas por bloques, sólo se concretó el primero y el segundo. Nosotros hubiésemos salido en la continuación. De todos modos seguimos tocando.

Q: ¿Dónde tocaban?
S: En donde se pudiera. En bares en el sur. En fiestas. Tocábamos en uno que otro hoyo fonki… el hoyo era un lugar donde realmente podías sentirte bien, tranquilo, seguro, aun al ser lo que era.
Q: ¿El público cómo los recibía?
S: Pues… llegamos a tocar en Santa Fe, en Santa Martha Acatitla, en Ermita-Iztapalapa, en todas las delegaciones. Íbamos a las entrañas de lo subterráneo y el mejor comentario que tuvimos fue un día que acabábamos de tocar. En esa época no había managers ni ingenieros ni nada, o sea: eras tú, los cables y tu instrumento y ya. Fue en Santa Martha Acatitla, estábamos desconectando y se acercó una banda, Los Panchitos o ve tú a saber. Yo pensé: "Ya fue, ¿no?", y que nos iban a despedazar vivos. Se acercaron, y nos dijeron: "Pues no entendimos nada, pero tocan bien chido". Para nosotros fue un logro.

Q: Luego siguieron los Caifanes. ¿Cómo se conocieron?
S: Un día vi tocar a Diego Herrera en el 9, con Pepe Guadalajara. Pepe vivió muchos años en Nueva York, vino a México y formó un grupo. A Diego lo invitaron a tocar el saxofón. Ahí nos conocimos, en el 9. Me dijo que también hacía score para cine.

Q: ¿Desde entonces?
S: Sí, desde aquella época él ya estaba clavado en hacer soundtracks, música para cine. A Sabo lo conocí viéndolo tocar, quizá con Memo Briseño, tal vez con Taxi. A Alfonso y Alejandro los conocía de Las Insólitas.

Q: Pero ésa no fue la primera alineación de Caifanes, ¿o sí?
S: En el primer concierto que dio Caifanes estaba Juan Carlos Novelo en la batería, Santiago Ojeda en una guitarra, yo en la otra, Sabo en el bajo y Diego en el saxofón. La idea era hacer un disco que acabó funcionando como demo. Después, Santiago se salió. Y como Novelo tocaba mucho con Eugenia León y con Tania Libertad, entró Alfonso, que nos fue a ver a Rockotitlán y le gustó mucho.

Q: La leyenda dice que fue en el concierto de Miguel Mateos, en el Hotel de México, que Óscar López se acerca con ustedes y les dice: "Los quiero firmar". ¿Es así?
S: Fue antes, en Rockotitlán. Justo fue la etapa cuando Soda Stereo estaba de gira en México, y también Miguel Mateos. Ya había venido Radio Futura, que me parece de los mejores grupos que he visto en cualquier idioma. En esa época se empieza a correr el rumor de que finalmente las compañías disqueras se interesaban por grupos mexicanos. Un día tocando en Rocko, terminamos, y David, que era el gerente y que salía a anunciar, se acercó, con un rollo protector, a nosotros: "Ahí hay uno que dice que es productor y que trabaja para BMG Ariola, y que los quiere conocer porque le gustó mucho. ¿Qué le decimos?". "No ps vamos, ¿no?". No perdíamos nada. Y ya que nos sentamos, empezamos a platicar, y nos ofreció directamente el contrato. Una de mis frases célebres fue decirle directamente: "No te creo nada, no". "Sí, ps sí, se los aseguro". De ahí nos invitó al Hotel de México a abrirle a Neón y a Mateos, como la primera parte de la seducción: vean cómo yo puedo ponerlos ahí. Y efectivamente nos puso. Para mí, ese concierto fue de los más emotivos, porque solíamos tocar en lugares muy pequeños casi todo el tiempo, de no más de doscientas personas, pero eso ya era mucha gente para nosotros. Cuando tocamos en el Hotel de México, con cinco mil personas, era un mar de gente. Abrimos con "Será por eso", y cuando empiezo a cantar, la gente la canta conmigo… ¡Ya se la sabían! Nunca nos imaginamos que la gente ya nos conocía.

Da la impresión de que Playa del Carmen es sólo una calle: la Quinta, como la llaman todos. Es una avenida peatonal adoquinada que parece no acabar nunca, llena de bares, restaurantes italianos, cadenas internacionales de fast food, Starbucks, sitios de internet, tiendas que venden T-shirts, lentes de sol y sombreros. La gente camina de un lado para otro y no se mueve mucho por las calles aledañas, a menos que vaya a la playa. Los turistas extranjeros y nacionales van y vienen mientras los lugareños ofrecen sus servicios al mejor postor en inglés, francés, italiano y rara vez en español.

Se escucha música a todo volumen por todos lados. Desde electrónica, pasando por grupos de cóvers de rock de todos los tiempos, hasta los músicos callejeros cantando boleros y rancheras a quien se deje.

En una de las vueltas que di por esa calle en mi corta estancia en Playa, me crucé con unos músicos callejeros tradicionales; tendrían alrededor de cincuenta y cinco años, y su repertorio tenía un espectro muy amplio, supongo que para complacer al cliente. Cuando los dejé atrás, los escuché cantar a lo lejos "La negra Tomasa". Me paré un rato a escucharlos, pues lo que estaban haciendo era extraño: la cantaban, como seguramente lo habían hecho toda su vida, con una fuerte voz de soneros, pero el arreglo musical se parecía más al de Caifanes. Cuando llegaron a la parte musical, el requinto imitó a la perfección el solo de sintetizador que hace Diego Herrera. Los Caifanes tuvieron influencia de los músicos tradicionales, y ahora éstos la tienen de los roqueros.
Es interesante cómo ha cambiado la percepción de "La negra Tomasa" con el tiempo. Fue una canción que Saúl "obligó" a sus compañeros a tocar, porque llegaron tarde a un ensayo. Al llegar Saúl temprano, se puso a jugar con acordes en su guitarra y de su boca salieron las frases: "Estoy tan enamorado de la negra Tomasa, que cuando se va de casa, triste me pongo", que le había oído muchas veces a Diego Herrera, quien la había tocado con grupos de merengue y música tropical. El regaño se convirtió en broma colectiva, y luego en marca de la casa cuando la tocaban en los conciertos. No tenían la intención de grabarla, pero cuando vieron la popularidad que tenía y lo que causaba, la disquera hizo un EP con "La negra Tomasa", en el lado A, y "Ojo de venado", en el B. La canción se hizo famosísima, ya lo sabemos, al punto de que los músicos tradicionales toman prestado el arreglo. Por un lado se hicieron muy populares, pero, por otro, los fans les dieron la espalda: se enojaron, patalearon y chillaron porque su grupo se había vendido.

Eso sucedió hace veinte años, y ya nadie se acuerda de eso. Ahora, todos pensamos en "La negra Tomasa" como un cóver que hicieron los Caifanes, y lo aceptamos como tal. Mucho tiene que ver con que Caifanes no se atoró ahí ni se convirtió en un one-hit wonder. Vinieron muchas canciones exitosas más, la mayoría de ellas de la prolífica mente de Saúl y algunas otras compuestas en colaboración con sus compañeros.

Un poco antes de grabar "El diablito", como se le conoce popularmente al Volumen 2 (1990), Alejandro Marcovich entró a Caifanes a tocar la guitarra. Saúl fue quien lo invitó, sabía que aportaría mucho al sonido que estaban buscando. Aunque Caifanes inició como cuarteto —Saúl, Sabo, Diego y Alfonso—, el público los considera un quinteto. Es como si el primer disco sólo hubiese sido la gestación para nacer hasta el segundo, hasta el momento en que Marcovich entra a escena.

La carrera de Caifanes siempre fue cuesta arriba. Cada vez tenían más seguidores, cada vez más conciertos y más giras. También tenían oportunidad de soñar con un productor extranjero, y no sólo anhelarlo sino obtenerlo en efecto. Consiguieron contactarse con Adrian Belew, quien aceptó producir su tercer disco, El silencio (1992). Aunque Belew no era estrictamente un productor musical, le dio a Caifanes la seguridad para intentar sonidos que de otra manera no se hubieran atrevido a hacer. El impulso de un músico de esa talla los llevó a territorios inexplorados.
Pero a la mitad de la gira de El silencio, Diego y Sabo se salieron de Caifanes.

Q: ¿Cómo te sentiste con la salida de Sabo y de Diego?
S: Una parte de mí se sintió muy mal, porque parte de los cimientos los hicimos juntos. Compartimos los primeros momentos, las primeras tocadas y, luego, todo lo que pasó con el primer y el segundo discos, las giras. Difícilmente puedes aceptar de inmediato que se vayan. Pero éramos también tan claros que ambas partes lo aceptamos. Tanto Diego como Sabo dijeron: "Yo quiero buscar otro rollo", y nosotros respondimos: "OK". Esa claridad ayudó mucho a que continuáramos. Yo creo que quienes nos quedamos teníamos hambre de "sigamos". Y entró Stuart Hamm en el bajo que, curiosamente, no grabó en el siguiente disco, sólo se quedó a completar la gira de El silencio. Alfonso propone a Federico Fong para entrar a Caifanes. Después salió El nervio del volcán (1994). Fue el disco que más vendió, fue la gira más grande y, curiosamente, el principio del final.

Q: ¿Crees que haya tenido que ver con eso: con el éxito, con más giras, más tocadas, más viajes, más presiones…?, ¿tuvo que ver eso con el final?
S: Yo creo que tuvo mucho que ver, es una opinión personal. Alfonso y Alejandro obviamente tendrán sus propias opiniones, pero creo que el génesis de esto fue no estar muy claros de nuestro territorio. Pero desde adentro, o sea desde el ensayo. Ahí comenzó a andar un átomo perdido que generaba un poquito de duda. Como que no había claridad ahí: ¿qué onda?, ¿qué está pasando? Inclusive en los ensayos de El nervio, antes de grabar el disco. Después de venir de la gira de El silencio sentí y presentí que ese orden que nos había costado trabajo lograr se había dislocado. No sabía bien qué, pero algo se dislocó. Y, claro, si no lo cuidas, pues se hace una herida, una situación más grave y finalmente terminamos. Creo que tanto las giras como el que haya sido un disco que vendió mucho aportaron a que esa dislocación, a que esa situación fuese un poquito más profunda.

Q: ¿Por qué la salida de Diego y de Sabo no se considera como el rompimiento de Caifanes y sí el rompimiento entre Alejandro y tú?
S: Porque cuando se salen Diego y Sabo, el nombre continúa: sigue habiendo conciertos y discos bajo el nombre de Caifanes. Pero, cuando Alejandro y yo nos separamos, ya no hay Caifanes. Es una cuestión de nombre. Porque aparte Diego y Sabo no tenían la intención de que el grupo terminara, eso es algo que se habló. Dijeron: "No, no, si ustedes quieren seguir, sigan. Nuestra intención no es jalarlos ni distraerlos ni nada, es una decisión personal y se acabó". Creo que eso también ayudó para que el grupo sacara el siguiente disco. Ya en la gira de El nervio, pues ya era distinto. Ya había otro lenguaje dentro de la banda, otras decisiones…, cada quien quería otras cosas. Se nos habían caído los dedos, los pies, y la dislocación estaba muy fuerte. Además no teníamos la experiencia de enfrentar una gira así, todo fue, afortunadamente, creciendo. Cada disco era más exitoso, más exitoso. Y quizá si Sabo y Diego no se hubieran salido, Caifanes hubiera sido…, hubiera habido más permanencia… No lo sé, no lo sé…

Q: Sí, claro.
S: Pero también fue algo impresionante. Momentos en los que nos fuimos descubriendo como músicos. Hubo mucho aprendizaje, y se entendía que el compromiso que tienes no lo puedes dejar a un lado, tienes que desarrollarlo y seguir buscando las puertas de la profundidad. Siempre comentábamos, entre nosotros, que cada disco era una radiografía del grupo, por lo que tenía que ser diferente cada vez: "Ahora estamos así, esto es lo que suena y así somos". Creo que fueron etapas muy, muy buenas, en extremo poderosas. Veo más cosas buenas que malas, y me quiero quedar con eso.
Q: ¿Cómo se da ahora el reencuentro de Caifanes?
S: Desde hace tiempo se hacía la pregunta: "¿Ya se van a juntar?". Pero la verdad lo veía muy lejano porque no tenía relación con Alejandro. No nos hablábamos, no había nada. A raíz de que Diego participa en el disco 45 con Jaguares y nos vamos de gira, donde nunca falta la conversación después del concierto en el cuarto del hotel —"Sácate el vinito" y empiezas a platicar y sale la nostalgia—, empieza a aflorar la idea —en esos momentos etílicos [risas]—, y creo que también ahí empieza a gestarse algo, pero sin forma. Un día estoy en Amsterdam, y recibo un par de correos. Me preguntaban si sabía que Alejandro tenía un tumor en el cerebro y que iba a entrar a cirugía. ¡Yo no sabía nada! Entonces pido teléfonos y contactos para poder mandar un saludo; hablé, pero los horarios lo complicaban todo. Y la verdad no sabía qué onda, después de tantos años de no hablarnos, también era muy rudo meterte así, de una. Entonces le escribí un correo directamente a él: "Alejandro, aquí estoy, pues… lo mejor…, no te preocupes, todo va a salir muy bien". A Sabo le dio un paro cardiaco. Hablé con él a los dos días de que le pasó. Y como me contestó burlándose de todo, con el humor de siempre, me di cuenta de que estaba bien.

Un par de meses después recibo contestación de Alejandro, agradeciéndome. Se enteró, leyó el correo antes de entrar al quirófano. La verdad me dio mucho, mucho gusto, y entramos en otra dinámica. Un día me escribe: "Mira, finalmente me gustaría sentarme contigo y platicar. Tomarnos un tequilita y platicar".

Q: Y no fue sólo uno…
S: No fue sólo uno [risas] y no fue un ratito tampoco, a las seis de la mañana seguíamos platicando. Creo que finalmente se dio todo por una intención muy de corazón. Se le puede llamar amor, se le puede llamar amistad, no sé cómo se le llame, pero sí tuvo que ver con una relación de muy adentro.

Justo por esas fechas llegan a la oficina un par de propuestas interesantes: la invitación a que Caifanes toque en el Vive Latino y en el Festival Coachella. Yo creo mucho en las circunstancias que te va dando el destino, lo que en algún momento se pudo haber planeado no pasó, y ahorita no se planeó nada y está pasando todo. Y pues mandé una invitación a todos: "Está esto, no nos compromete a nada, pero puede ser un reconocimiento de territorio. Alejandro y yo hemos platicado largo y tendido, y estamos motivados para hacerlo. ¿Qué opinan?". De ahí se empezó a desarrollar lo demás. También tengo curiosidad de ver qué está pasando entre nosotros, quiénes somos ahora, qué queremos, dónde estamos. Y lo que me gusta de esta circunstancia es que no estamos saliendo con una cuestión triunfalista. No somos el grupo que se reúne para ir de gira, a grandes conciertos masivos. Son un par de festivales, guardando la proporción con los demás. Si ya después de esto surge otra cosa y decidimos formalizarlo, hacer algo en grande, pues ya será otra historia, ¿no? Pero me hace sentir bien que, después de tantos años, la primera presentación en un escenario sea en un rollo más compartido, de festival.

El año pasado Saúl estuvo trabajando en lo que se convertiría en su primer disco solista:Remando. No tenía la costumbre de escribir para algo que él tocaría solo, pues siempre, desde los catorce años, ha tenido un grupo con el cual tocar, o con quien trabajar las canciones que compone.

No podía quitarse de la mente sus proyectos colectivos, así que prefirió dejar de componer durante un tiempo. Se forzó a no tocar ningún instrumento y se puso a escuchar música o simplemente a ver la televisión. Fue un retiro de la creación para "llenarse" antes de soltar todo en canciones.

Cuando estuvo listo, se impuso la tarea de componer una canción diaria. Sentía que se le acababa el tiempo, y de esa manera evitaba la duda de cuestionar lo que estaba componiendo. Eso sucedió en Amsterdam, de donde es su pareja, con quien tiene dos hijos, una niña y un niño.

Cuando habla de su nuevo disco se le ve contento, se nota que le gustó el resultado. Se le ve muy relajado, tal vez demasiado. Se avecinan las presentaciones de Caifanes, que están causando gran revuelo, y la salida de su primer disco solista que sus fans pueden amar, o como bien sabemos, odiar. Tal vez sea por eso que vive en Playa del Carmen, donde, más allá de la Quinta, la vida transcurre muy tranquila. O tan tranquila como uno lo desee.

Q: ¿Qué es lo que te hace venir a vivir a Playa del Carmen?, ¿es un bajarte del escenario y recluirte, exiliarte? ¿Qué es?
S: Mira, venía para acá porque los doctores me recomendaban lugares húmedos por mis operaciones. Por eso me vine a vivir aquí. Así fue que empecé a conocer bien el lugar, me gustó, me sentí muy bien, conocí a mi esposa aquí…

Q: ¿Hace cuánto fue esto?
S: Hace trece años, nada más iba y venía de paso, me regresaba, trabajáramos o no, a mí me daban mi tratamiento. Luego empecé a descubrir muchas cosas, empezó a ser parte de mi vida. Me generó otra conciencia. Y, pues antes, Playa del Carmen era muy distinto, muy chiquito. Era como si fuera una colonia, el barrio, tus cuates y nada más. Lo demás era pura selva y nada de concreto. Había changos y todo, pero bueno, ya cambió y ahora es otra historia.

Q: Cuando dices "creas otra conciencia", ¿es para que esto no se convierta en otra selva de concreto?
S: Claro, entrar a otra dinámica dentro de tus posibilidades, dentro de la posibilidad que se pueda tolerar. Por ejemplo, se ha peleado mucho por una educación en medio ambiente, que no la tenemos. Se ha peleado mucho para sensibilizar a la gente que está en los servicios públicos: gobernadores, presidentes municipales, el cabildo, es decir, al gobierno, para que entienda que no por la necesidad de producción vayas a destruir la necesidad de supervivencia. En esta zona de repente ha habido un desequilibrio, y creo que la única manera de lograr un desarrollo sustentable y positivo es la educación. La educación, no veo otro camino. Creo que los gobernantes que hemos tenido, los partidos que están en la política es gente que finalmente no nos conoce, no sabe quiénes somos: la población, el pueblo, la sociedad. Hay una brecha, un abismo entre el Estado y la sociedad. Mientras no llegue un mandatario o un presidente o alguien que tenga la sensibilidad de conectarse otra vez con nosotros, seguiremos viviendo en un país subdividido de poderes y de diferencias. Lo que está pasando que no nos asombre, porque es el resultado de lo que hemos estado viviendo por muchos años, ahora ya se dio de una manera muy fea y, obviamente, todos estamos trabajando para que cambie. Y tiene que cambiar.

Nos despedimos de Saúl con la promesa de no perder el contacto. Quedamos en hablarnos en la noche o al otro día en la mañana para vernos de nuevo, ya sin cámaras ni grabadoras de por medio. No se pudo. El único contacto que tuvimos con él antes de despedirnos fue por teléfono, para comunicarle una triste nueva: la muerte de Rita Guerrero. Después de la entrevista, Quique y yo estabamos en un bar cuando a nuestros celulares comenzaron a llegar mensajes de todos lados avisándonos que la cantante había fallecido. Ya era tarde para hablarle a Saúl, pues con hijos pequeños los días se hacen más cortos. Al otro día, Quique pudo hablar con él. Saúl no se había enterado aún, así que mi hermano le dio la noticia. No sé qué le habrá dicho, no se lo pregunté, veía a mi hermano muy triste, en duelo por la muerte tan repentina de una gran artista, de una gran roquera, de una gran mujer.

"¿Vienen de tocar o se fueron de vacaciones?", nos preguntó, al regresar de nuestra misión periodística, la gente que nos reconoció en el aeropuerto. Yo tenía ganas de contar a todos lo que fue entrevistar a Saúl, decirles que anhelo creer que nos dijo cosas que no le ha dicho a ningún otro reportero, decirles que ahora tengo más ganas que nunca de ver reunirse a los Caifanes, de verlos tocar, porque entendí que Saúl y Alejandro lo propusieron como un puente de reconciliación antes de que a todos nos lleve la muerte. Quería decirles muchas cosas, pero era dar demasiada información a gente que ni siquiera conocía.

Quique, quien tiene fama de ser muy serio, aunque no lo sea, encontró una parca pero amable respuesta que encerraba mucho de verdad: "Ninguna de las dos. Sólo fuimos a visitar a un amigo". \\

viernes, 16 de septiembre de 2011

Sobre El existencialismo es un humanismo.



En este opúsculo Jean Paul Sartre se defiende contra los reproches que en aquella época se le hacían al existencialismo y que eran básicamente cuatro: que invita a permanecer en un quietismo de desesperación; que subraya la ignominia humana; que falta a la solidaridad humana porque al partir de la subjetividad pura del yo-pienso cartesiano lleva a considerar al hombre como una mónada aislada; y que niega la realidad y seriedad de las empresas humanas al suprimir los fundamentos de Dios y los valores inscritos en la eternidad dejando en su lugar una mera gratuidad con la cual cada uno puede hacer lo que quiera.

Contra el reproche de que el existencialismo "subraya la ignominia humana", Sartre responde que mucho más pesimista que es el naturalismo literario o una sabiduría popular que dice "¡qué humano!" para referirse a actos repugnantes. Se pregunta por qué esto no desagrada tanto como el existencialismo y responde que es porque el determinismo del naturalismo y de la sabiduría popular nos redime mientras que el existencialismo, al insistir en la libertad humana, no nos deja excusas y nos acusa. Contra los demás reproches Sartre responde que el existencialismo es "una doctrina que hace posible la vida humana".

A continuación el autor de El muro distingue entre dos especies de existencialismo. Uno cristiano, representado por filósofos como Karl Jaspers o Gabriel Marcel, y otro ateo, representado por Heidegger y los filósofos de la Escuela de París. Lo que ambas corrientes existencialistas tienen en común es el hecho de considerar "que la existencia precede a la esencia" de modo que "hay que partir de la subjetividad". A continuación explica la relación existente entre el primado de la existencia sobre la esencia y la necesidad de un enfoque subjetivo de las acciones humanas.

Para entender la tesis básica del existencialismo debemos entender, primero, cuál es la idea tradicional que el pensamiento religioso occidental tenía de las relaciones entre esencia y existencia. Podemos empezar pensando, a modo de ejemplo, en el hecho de que la técnica tiene unas reglas para fabricar objetos de modo que podemos decir que la esencia de cada uno de esos objetos es "el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo" y que dicha esencia precede a la existencia puesto que ya está en la cabeza del fabricante antes de que se ponga a fabricarlo. La tradición religiosa occidental ve a Dios como el "creador" y lo concibe como un artesano superior de modo que cuando Dios crea algo sabe con precisión qué es lo que está creando. Por ello, para dicha tradición, el ser humano individual es la realización de cierto concepto que está en el entendimiento divino por lo que decimos que su esencia precede a su existencia.

Aunque en el siglo XVIII apareció el ateísmo filosófico[1] y la noción de Dios es suprimida del ámbito racional, legal y político, la verdad es que no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia porque para Diderot, Voltaire y Kant, entre otros, el ser humano es poseedor de una naturaleza humana, de una esencia humana, lo que implica que cada ser humano singular es un ejemplo particular de un concepto universal fijo, inmutable, de qué es y debe ser el hombre.

Sin embargo, si Dios no existe hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, esto es, el ser humano o "realidad humana", según la llama Heidegger. No hay naturaleza o esencia humana porque no hay Dios para concebirla y su "esencia" —que ya no es tal— se define a posteriori. El hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y después se define. Esto le lleva a afirmar que "el hombre es lo que él se hace". Vemos, pues, que "el existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente".

Tenemos, así, que el hombre empieza por existir y a partir de su existencia se define, es decir, toma conciencia de su proyectarse hacia el porvenir. Por esta razón para el existencialismo el ser humano es, ante todo, un proyecto que se vive subjetivamente. Nada existe previamente a este proyecto en el cielo inteligible y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser.

Por otro lado, si la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Claro que no sólo es responsable de su estricta individualidad sino también de toda la humanidad ya que los actos que nos crean contribuyen a crear la imagen del hombre tal como consideramos que debería ser. Se trata, pues, de una responsabilidad simbólica que puede formularse de la siguiente manera: "eligiéndome elijo al Ser Humano" y que está estrechamente ligada al universalismo kantiano que se pregunta "¿qué sucedería si todo el mundo hiciera esto mismo?"
Pero al tomar conciencia de que no sólo elegimos por nosotros sino también por todos los demás genera en nosotros un sentimiento de total y profunda responsabilidad que provoca, a su vez, la angustia. Los que no se angustian, enmascaran su responsabilidad, no se comprometen, no eligen. Kierkegaard, uno de los precursores del existencialismo, hablaba de la angustia de Abraham al que nadie le aseguraba que fuese un ángel esa voz que le exigía el sacrificio de su hijo. Algo parecido nos sucede a nosotros puesto que nadie nos asegura que seamos los señalados para imponer a la humanidad nuestra concepción de qué debe ser el ser humano.

No hay pruebas y, sin embargo, hacemos constantemente actos ejemplares en el teatro simbólico de nuestra conciencia. Claro que esta angustia no es la que conduce al quietismo sino la que conocen todos los hombres que han tenido responsabilidades. Por ejemplo, un jefe militar puede sentir la angustia de una elección pero eso no le impide obrar, al contrario, es la condición misma de su acción. La angustia no es, pues, una cortina que nos separa de la acción sino parte de la acción misma.

La no existencia de Dios no sólo nos confiere la angustia de la libertad sino también un cierto "desamparo" que es, a su vez, uno de los conceptos esenciales de Heidegger. Si Dios no existe —filosóficamente hablando, es preciso tener en cuenta que el fideísta no le busca implicaciones racionales en su fe—, debemos extraer las últimas consecuencias de su no existencia. No cabe aceptar una moral laica porque no hay una existencia a priori de valores morales, lo que supondría suprimir a Dios con el menor gasto posible. El existencialista debe intentar luchar contra la tendencia de "querer creer que nada se cambiará aunque Dios no exista".

Ciertamente es incómodo que Dios no exista porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible, lo que implica que "ya no existe el bien a priori".[2] Si Dios no existe el hombre se siente abandonado, no encuentra, ni en sí ni fuera de sí, una posibilidad de aferrarse a algo porque, primero, la existencia precede a la esencia y, por lo tanto, no hay referencias a una naturaleza humana dada y fija, sólo a una situación; y, segundo, ya no tenemos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta.

De la "muerte de Dios" resulta un hombre solo, condenado a ser libre y sin excusas. "Solo" porque porque con la retirada de Dios también se retiran de la tierra los signos que lo orientaban; "condenado" porque no se ha creado a sí mismo sino que se ve lanzado en medio del mundo sin pedirlo; "libre" porque una vez arrojado al mundo el hombre es responsable de todo lo que es y hace; y "sin excusas" porque el existencialismo no cree en la pasión como excusa.

El hecho de que ahora "el hombre está condenado a cada instante a inventar al hombre" llevará a Ponge a decir que"el hombre es el porvenir del hombre". Si estuviese inscrito en la mente de Dios lo que el hombre debe ser ya no sería un porvenir, sería una confirmación, una realización. Claro que en esa construcción de un porvenir virgen el hombre está desamparado. En efecto, ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer porque ya no hay valores a priori y los sentimientos se construyen mediante actos los que se realizan, de modo que tampoco puedo consultar los sentimientos. Así, pues, el hombre lleva la entera responsabilidad de sus elecciones y la responsabilidad siempre está marcada por el desamparo y la angustia.

Además, si el hombre no es una esencia, si el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es por lo tanto más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. Y como sólo hay realidad en la acción, el existencialismo lucha contra el quietismo que define como la actitud de aquellos que dicen: "los demás pueden hacer lo que yo no puedo". Este culto a la acción asusta a la gente que se excusa en las circunstancias diciendo, por ejemplo, que "han quedado en mí sin empleo y enteramente viables un conjunto de disposiciones, de inclinaciones, de posibilidades que me dan un valor que la simple serie de mis actos no permite inferir". Pero para el existencialismo un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura y, fuera de esta figura, no hay nada más. La vida no es más que el conjunto de mis actos. Sólo cuenta la realidad mientras que los sueños, las esperas y las esperanzas solamente permiten definir a un hombre como un sueño desilusionado, como unas esperanzas abortadas, como unas esperas inútiles y, por lo tanto, lo definen negativa y no positivamente.
Así, pues, el existencialismo no es, como se le reprocha, un pesimismo sino, más bien una dureza optimista. Dureza porque pone el acento en la responsabilidad del hombre y optimistaporque insiste en su libertad para elegir. No hay excusas. Ni siquiera el determinismo puede excusarnos. Puede existir un hombre con un temperamento de sangre floja pero no será eso lo que lo haga cobarde sino el acto de renunciar o ceder. El temperamento no es el acto, el cobarde se define a partir del acto que realiza; luego, el cobarde se hace cobarde.

Asimismo, como Dios no existe, tampoco existe la naturaleza humana como esencia universal, a priori. Pero sí existe una universalidad humana de condición. Esta condición humana es el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. El hombre cambia según las situaciones históricas, familiares, sociales, pero siempre es, es decir, nunca varía la necesidad de estar en el mundo, de estar en el trabajo, de estar en medio de los otros hombres, de ser mortal. Estos límites son subjetivos y objetivos a la vez. Objetivos porque siempre se dan y son reconocibles por todos; subjetivos porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive y se determina libremente en su existencia por relación a ellos. Por ejemplo, lo importante no es que el hombre sea mortal sino que tenga conciencia de su muerte.
Resulta, pues, que aunque los proyectos existenciales sean diversos nunca son extraños a los límites porque todos ellos son una tentativa para franquearlos, ampliarlos, negarlos o acomodarse a ellos. Todo proyecto, por individual que sea, tiene un valor universal y la universalidad del proyecto individual reside en el hecho de que es comprensible, compartible, por todo hombre. Claro que dicha universalidad, la condición humana, no está dada sino perpetuamente construida. Construyo lo universal eligiendo y comprendiendo el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea. Pero como no tenemos guías, la elección moral es un acto parecido al de la construcción de una obra de arte en el que "se elige sin valores preestablecidos".

En efecto, tampoco a un artista se le dice qué cuadro debe hacer. Pero aunque no tenga un valor estético a priori, su cuadro no es un capricho. Hay valores que se ven después, en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y el resultado. Por ejemplo, no decimos que la obra de Picasso sea gratuita, sino que se ha construido tal como es, al mismo tiempo que se la pintaba. Tenemos, pues, que la moral y el arte se parecen porque en ambas hay creación e invención y nunca podemos decir a priori qué es lo que debe hacerse.

A continuación Sartre trata de responder a aquellos que afirman que el subjetivismo existencialista conlleva una incapacidad para juzgar a los hombres. Para el autor de La náusea esto es verdadero y falso a la vez. Es verdadero porque no puede censurarse totalmente a un hombre que elige un compromiso y un proyecto con toda sinceridad y lucidez, por muy equivocado que creamos que sea su proyecto; y porque, al no creer el existencialismo en el progreso humano, las elecciones del hombre, que es siempre el mismo frente a situaciones que varían, sólo pueden ser valoradas en relación a la situación en las que se las ha elegido.

Es falso porque desde el momento en que los hombres se eligen frente a los otros se puede decir que actúan de mala fe cuando —siendo la situación del hombre una elección libre, sin excusas y sin ayuda— se refugia tras sus pasiones y se inventa un determinismo. No puede elegirse de mala fe porque la mala fe es una mentira que disimula la total libertad del compromiso. Así que podemos formular un juicio moral en todo lo referente a la autenticidad, esto es, en el hecho de tratar o no de huir de nuestra libertad mediante falsas excusas.

En lo que respecta a la tercera objeción, que afirma que los valores del existencialista no son serios porque son elegidos —"reciben con una mano lo que dan con la otra"—, Sartre responde que lo cierto es que si Dios no existe y "la vida a priori no tiene sentido", alguien tiene que inventar los valores y darle a la vida un sentido. Ahí radica, precisamente, la libertad y la responsabilidad del ser humano.

Sartre acaba afirmando que el existencialismo es un humanismo. Primero distigue entre dos tipos de humanismo: uno clásico y otro existencialista. El humanismo clásico es una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior pero el existencialismo no puede tomar al hombre como fin por la sencilla razón de que éste siempre está realizándose, proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo. Así, pues, el humanismo existencialista afirma que el hombre es trascendencia entendida como rebasamiento y superación de la "esfera de la inautenticidad" y que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano. Ciertamente, aunque en el humanismo existencialista no hay más legislador que el hombre y, en el desamparo, el hombre se elige a sí mismo, no es sino proyectándose fuera de sí que puede realizarse en cuanto humano.
Cabe acabar señalando que el existencialismo no es un ateísmo en el sentido de que no se agota en demostrar que Dios no existe. Más bien declara que aunque Dios existiese sus ideas no cambiarían. El problema no es el de la existencia de Dios sino el de que es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada puede salvarlo de sí mismo, esto es, de su libertad y responsabilidad. Por lo tanto el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Periodismo Especializado.



Lee el artículo en este link:

http://www.america.gov/esp/media/pdf/books/handbook_sp.pdf#popup

jueves, 8 de septiembre de 2011

“Lo que viví con Carlos nadie lo puede borrar”



Él fue quien cuidó al escritor hasta el fin de sus días. Ahora ofrece por primera vez una entrevista para hablar de los últimos meses del hombre que le cambió la vida.

Alida Piñon.

El 20 de junio del 2010, en el Palacio de Bellas Artes, una persona habló públicamente, por primera y única vez, sobre el amor que Omar García y Carlos Monsiváis se profesaron. Fue Elena Poniatowska, quien tomó el micrófono para manifestarle a ambos su respeto: “Quiero decirte que nada en los últimos meses de tu enfermedad me ha conmovido tanto como el amor que te tiene Omar. Su dolor te honra, su entrega es tu trofeo y a mí me hace entender lo que significa la existencia real del amor sin límites, el amor que no tiene fronteras sexuales...”.
Ha pasado casi un año de aquel homenaje y Omar, nacido en el estado de México hace 25 años, regresa al mismo sitio para conversar sobre Carlos, el que sólo él conoció. La cita es a las cinco de la tarde en la cafetería. Llega puntual, desconecta su iPod y su celular. Toma asiento y pide un jugo. Mira fijamente a los ojos, casi sin parpadear, y no dejará de hacerlo en los próximos 40 minutos. Pronuncia algunas palabras, pero desea iniciar esta entrevista.

¿Cómo fue la vida después del diagnóstico?
Es un diagnóstico que se le había dado, pero no le dio tiempo de ponerse a pensar en lo que significaba. El detonador fue un viaje que hizo para asistir a una marcha por los niños del ABC. Regresó enfermo y fue cuando nos enteramos que el caso era delicado. Era algo que no se había tratado, que se dejó porque no le interesaba.

¿Cambiaron sus hábitos?
No necesariamente. Al final ya casi no quería comer. Tenía que decirle: “Tienes que comer, no te puedes parar de la mesa si no lo haces”. En realidad no cambió su vida, pero claro que se tomaron las medidas que nos dijeron los doctores.

¿No sabía que sería mortal?
Sí se sabía. La fibrosis pulmonar es una enfermedad que no es curable y que siempre va avanzando. El cálculo de la esperanza de vida era de cinco años, pero no pensábamos en eso. Tenía prioridades en lo que tenía que trabajar.

¿De algún modo precipitó planes?
No podía precipitar planes porque no paraba de trabajar, ¿qué querías? Si dormía tres horas, ¿que no durmiera nada? Era muy difícil que precipitara algo, imposible. Seguía trabajando igual, de ánimo siempre bien, sólo decaía al mismo tiempo que su salud, era como un miedo, pero jamás fue pesimista.

¿Tú cómo lo enfrentaste?
Fue difícil. Desde que empezó mi relación con él... era como pensar... Él me lo dijo: “Tú estás muy joven, pero yo estoy en el final de mi vida”. Uno siempre piensa en qué es el final de la vida o de quién es el final. Según yo, lo tenía bien asimilado, pero estar con alguien que estaba enfermo no fue ningún problema para mí, todo lo que hice fue con amor. No me causó ningún conflicto. Me preocupaba cuando estaba enfermo. A su regreso de la marcha de la guardería ABC en Hermosillo, sufrió la primera crisis y durante una semana entera, prácticamente, casi no durmió. A cada rato había que revisar su temperatura, sus medicamentos. Todo.

¿Era un buen paciente?
(Omar echa su espalda hacia atrás, la voz tenue que narraba aquellos días cambia por un tono fuerte; dibuja por primera vez la sonrisa y responde).
“¡Ah no! ¡Era el peor paciente, el peor! En esos momentos era como muy...”

¿Renuente?
No sé, era raro. Después de su primera crisis nos esforzamos mucho para salir adelante, los dos le echamos muchísimas ganas, pero cuando ya se sentía bien, dejaba de cuidarse y entonces había que estar detrás de él para que se tomara la medicina. Era un mal paciente, decía que se había tomado la medicina, pero no era cierto. No se daba tiempo para cuidarse, siempre estaba trabajando. A veces ni tiempo se daba para comer, mucho menos para tomarse la medicina. Y es que cuando escribía, leía o veía cine, no había manera de interrumpirlo.

¿En qué trabajaba cuando enfermó?
El libro de Apocalipstick lo sacó en la primera crisis de salud. Fue un esfuerzo muy grande para él y una gran preocupación para mí. Él trabajaba todo el tiempo que podía en el libro; me preocupaba que descansara un poco, pero él era inquieto, muy activo, no podía estar tranquilo.

¿Quizá por eso te lo dedicó?
No sé por qué lo hizo, pero recuerdo que Ariel Rosales, el editor, iba a la casa y decía que estaba perfecto. Para Carlos no era suficiente, siempre sentía que debía revisarlo una vez más. Le dije: “Ya Carlos, tienes que descansar”. No sabía que me lo había dedicado. Cuando me lo regaló vi mi nombre y por un instante creí que lo había escrito (con pluma). Por la noche me preguntó si no quería que me lo dedicara, entendí que ese libro era para mí y después me lo dedicó. El libro le dio mucha fuerza y trabajaba mucho, aunque redujo sus conferencias y presentaciones, e intentábamos salir menos.

Una de las recomendaciones de los doctores fue que sacáramos a los gatos de la casa. Pero Carlos jamás lo aceptó, prefirió salirse de la casa él, siempre estuvo en contra de que los tocaran, es algo que admiré mucho. Unos días a la semana nos íbamos a Cuernavaca para descansar, estar sin gatos y más tranquilos.

¿Te quedaste con alguno?
No, fue muy difícil.

¿Sabes si están bien?
Creo que sí, pero sólo tengo noticias de uno de ellos.

Los rumores que se gestaron alrededor de los gatos, ¿te molestaron?
Los gatos eran una parte importante de la vida de Carlos. Los quería mucho, por encima de todo. Por eso me dolió mucho la muerte de Mito (genial), el más viejo de sus gatos. Un día se enfermó de una pata y lo llevaron al veterinario; me sorprendió su muerte, no sé cómo fue.

¿Daba recomendaciones para su cuidado?
Siempre estaba pendiente de ellos y preguntaba por Inocencia, la encargada de cuidarlos, otra amante de gatos. Los conocía perfectamente. Hacía bromas porque había una gata que se llama Evasiva, teníamos que cuidarla para que pudiera comer aparte de los otros gatos, le decíamos “Evita, ya, acércate”. Carlos se reía divertido. Nos decían que estábamos locos, pero no importaba. Cuando conocí a Carlos les tenía pavor a los gatos, fue horrible para mí, desde llegar a la casa y percibir el olor, no quería entrar. Tiempo después, terminé hablándole a Miau Zetung para que se sentara en mis piernas y poder leer. La casa era de los gatos, por eso cuando vino el dilema, él decidió que nosotros nos teníamos que ir.

¿Seguía leyendo periódicos?
Sí.

¿De qué se carcajeaba?
De muchas cosas, pero era peor cuando se ponía de acuerdo con Jenaro (Villamil) sobre lo que se iba a escribir en “Por mi madre bohemios”. Una de las cosas por las que estaba indignado era la situación de los electricistas.

Después de su muerte se publicó un texto que decía “Los medios de comunicación mexicanos borraron a Omar por decreto de las buenas costumbres”. ¿Tienes algo qué decir?
No. ¿Qué puedo decir? Lo único relevante para mí y lo que realmente me importa es lo que viví y aprendí con Carlos, eso nadie lo puede borrar. Al respecto, lo que hagan o digan los medios de comunicación no me interesa en lo absoluto.

¿Recuerdas las palabras que dijo de ti Elena Poniatowska?
Sí. ¿Qué quieres que te diga?
(La calma de su lenguaje corporal, desaparece. Sus ojos se enrojecen lentamente. Hay un silencio. Sigue).
Creo que Elena fue uno de los testigos del proceso que viví con Carlos. Se dio cuenta de todo lo que pasamos. No tengo nada que decir sobre eso, sólo agradecerle su lealtad a Carlos y su sensibilidad.

¿Estás en el camino de encontrar la paz, la resignación?
No, no he encontrado la paz ni la resignación, pero tengo a mis amigos y a mi familia que de alguna manera ayudan.

Después de recorrer ese sinuoso camino, ¿cuál es la imagen con la que te quedas de Carlos Monsiváis, no el nuestro, el tuyo?
Carlos para mí fue una declaración de amor. Carlos me enseñó a sentir muchas cosas, el arte, la música, la literatura, la indignación por los atropellos hacia alguien, la solidaridad por las demás personas. Carlos para mí fue todo mi mundo desde que lo conocí hasta el último día que estuve a su lado. Me enseñó la pasión por el cine, no había noche que no viéramos una película y las series de televisión también eran básicas.

¿Qué series veían?
The Tudors, Mad Men, Brothers and Sisters, pero la dejamos de ver en la tercera temporada porque el último capítulo, en el que visitaban México, nos pareció una cosa ridícula, retrógrada, no nos gustó nada. Si me preguntas qué películas, no te puedo decir, eran muchas.

¿Qué me queda de Carlos? Sólo puedo decir que Carlos fue una sorpresa para mí cada día, era la persona que confiaba en mí, que me regañaba, que me cuidaba y me aconsejaba, me apapachaba. A veces me despertaba a las tres de la mañana para escuchar una canción de Bola de Nieve, era algo alucinante. Algunas ocasiones me preguntaba sobre cosas que habíamos visto o leído, quería saber si lo había olvidado o si le había puesto atención. Lo que más me fascinaba era cuando le preguntaba alguna cosa que en ninguna parte podía encontrar, él me daba la respuesta correcta y hasta me daba la referencia bibliográfica. Después me decía que tal vez estaba perdiendo la memoria. Era muy gracioso, se reía mucho.

¿Jugaban mucho?
Sí. No me había reído tanto en toda mi vida como con él, no había sido tan feliz como con él. No tengo recuerdos tan felices como los que tuve con él.

¿Se puede saber en dónde se conocieron?
(Por única vez Omar deja salir una carcajada)
No. Eso es mío.

En el homenaje de cuerpo presente, una señora se puso frente a él y comenzó a llorar, a agradecerle lo que había hecho. ¿Qué sentiste al ver las manifestaciones de cariño hacia su persona?
Es parte de la cultura popular de este país y todos escuchamos alguna vez un comentario suyo. De cierta manera ayudó a que se crearan muchas luchas y la gente se lo agradeció. Antes de conocerlo ya me sentía agradecido con él por lo que había hecho por muchos movimientos sociales, no sólo era un escritor, era un hombre que siempre hizo críticas, que buscó la igualdad.

¿Quisieras tener participación en algún homenaje?, ¿en la decisión que se tome respecto a sus cosas, como su biblioteca?
Nadie me ha invitado a nada, pero no es algo que me preocupe.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Entrevista de Scherer a Zambada



Un día de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de su veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo.
La nota daba cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría al refugio del capo. No agregaba una palabra.
A partir de ese día ya no me soltó el desasosiego. Sin embargo, en momento alguno pensé en un atentado contra mi persona. Me sé vulnerable y así he vivido. No tengo chofer, rechazo la protección y generalmente viajo solo, la suerte siempre de mi lado.
La persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico. Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del viaje, pero no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del capo hasta su guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la atmósfera del suceso y su verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme en un delator.
Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como era:
“Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”
Una mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve, subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto. Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.
La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras mostraban un frío abandono. En la sala habían sido acomodados sillones y sofás para unas diez personas y la mesa del comedor preveía seis comensales.
Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al centro una cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un jabón usado.
Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas sin alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.
Volvimos a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a las siete de la mañana. A las ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo evitaba cualquier expresión que pudiera interpretarse como un signo de impaciencia o inquietud, incluso la mirada insistente a los ojos, una forma de la interrogación profunda. El tiempo se estiraba, indolente, y comíamos con lentitud.
Las horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo llevaba conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante parecía haber nacido para el aislamiento. Como si nada existiera a su alrededor, llegué a pensar que él mismo pudiera haber desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no tenía más vida que la servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto que viene.
“Ya nos avisarán –me dijo sorpresivamente–. La llamada vendrá por el celular.”
Pasó un tiempo informe, sin manecillas. ‘Paciencia’, me decía.
Salimos al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el amanecer sin luz ni sombra, quieto el mundo.
Viajamos en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó su lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y montañas.
Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada su cabeza en millones de dólares, famoso como el Chapo y poderoso como el colombiano Escobar, en sus días de auge, zar de la droga.
Ismael Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras de bienvenida:
–Tenía mucho interés en conocerlo.
–Muchas gracias –respondí con naturalidad.
Me encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un pequeño grupo de hombres juramentados.
A corta distancia del narco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.
–Lo esperaba para que almorzáramos juntos–, me dijo Zambada y señaló la silla que ocuparía, ambos de frente.
Observé de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir que ya habíamos desayunado.
Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne, frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en el paladar, café azucarado.
–Traigo conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas–, aventuré con el propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.
–Platiquemos primero.
Le pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.
–Es mi primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.
Zambada siguió en la reseña personal:
–Tengo a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.
–No le entiendo.
–A veces el cielo niega la lluvia.
Hubo un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:
–¿Y Vicente?
–Por ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en Matamoros.
–He de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?
–Hoy no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.
–¿Grabamos?
Silencio.
–Tengo muchas preguntas–, insistí ya debilitado.
–Otro día. Tiene mi palabra.
Lo observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza, más allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones de mezclilla azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre con una gorra y el bigote recortado es de los que sugieren una sutil y permanente ironía.
–He leído sus libros y usted no miente–, me dice.
Detengo la mirada en el capo, los labios cerrados.
–Todos mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero también miente.
–Señáleme un caso.
–Reseñó un matrimonio que no existió.
–¿El del Chapo Guzmán?
–Dio hasta pormenores de la boda.
–Sandra Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente el Chapo.
–Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado.
–¿Algunas veces ha sentido cerca al ejército?
–Cuatro veces. El Chapo más.
–¿Qué tan cerca?
–Arriba, sobre mi cabeza. Huí por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos, las piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al Chapo. Para que hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto terminemos, me voy.
–¿Teme que lo agarren?
–Tengo pánico de que me encierren.
–Si lo agarraran, ¿terminaría con su vida?
–No sé si tuviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.
Advierto que el capo cuida las palabras. Empleó el término arrestos, no el vocablo clásico que naturalmente habría esperado.
Zambada lleva el monte en el cuerpo, pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus familias, sus nietos, los amigos de los hijos y los nietos, a todos les gustan las fiestas. Se reúnen con frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo no puede acompañarlos. Me dice que para él no son los cumpleaños, las celebraciones en los santos, pasteles para los niños, la alegría de los quince años, la música, el baile.
–¿Hay en usted espacio para la tranquilidad?
–Cargo miedo.
–¿Todo el tiempo?
–Todo.
–¿Lo atraparán, finalmente?
–En cualquier momento o nunca.
Zambada tiene sesenta años y se inició en el narco a los dieciséis. Han transcurrido cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de hoy. Sabe esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y las mujeres donde medio vive y medio muere a salto de mata.
–Hasta hoy no ha aparecido por ahí un traidor–, expresa de pronto para sí. Lo imagino insondable.
–¿Cómo se inició en el narco?
Su respuesta me hace sonreír.
–Nomás.
–¿Nomás?
Vuelvo a preguntar:
–¿Nomás?
Vuelve a responder:
–Nomás.
Por ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates, los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios, las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la cúspide. En la capacidad del narcotráfico existe, ya sin horizonte y aterradora, la capacidad para triturar.
Zambada no objeta la persecución que el gobierno emprende para capturarlo. Está en su derecho y es su deber. Sin embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército.
Los soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas, siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante. Los capos están en la mira, aunque ya no son las figuras únicas de otros tiempos.
–¿Qué son entonces? –pregunto.
Responde Zambada con un ejemplo fantasioso:
–Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al cabo de los días vamos sabiendo que nada cambió.
–¿Nada, caído el capo?
–El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.
A juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay quien pueda resolver en días problemas generados por años. Infiltrado el gobierno desde abajo, el tiempo hizo su “trabajo” en el corazón del sistema y la corrupción se arraigó en el país. Al presidente, además, lo engañan sus colaboradores. Son embusteros y le informan de avances, que no se dan, en esta guerra perdida.
–¿Por qué perdida?
–El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.
–Y usted, ¿qué hace ahora?
–Yo me dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en los Estados Unidos, lo hago.
Yo pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y opté por valerme de la revista Forbes para introducir el tema en la conversación.
Lo vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:
–¿Sabía usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?
–Son tonterías.
Tenía en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude contenerla.
–¿Podría usted figurar en la lista de la revista?
–Ya le dije. Son tonterías.
–Es conocida su amistad con el Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que usted lo esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión. ¿Podría contarme de qué manera vivió esa historia?
–El Chapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan. Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la República. No se me ocurriría.
–Zulema Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante. ¿Tiene usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron desarrollando?
–Yo sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.
Inesperada su pregunta, Zambada me sorprende:
–¿Usted se interesa por el Chapo?
–Sí, claro.
–¿Querría verlo?
–Yo lo vine a ver a usted.
–¿Le gustaría…?
–Por supuesto.
–Voy a llamarlo y a lo mejor lo ve.
La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y nuevamente me sorprende:
–¿Nos tomamos una foto?
Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del encuentro con el capo.
Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo puso, blanco, finísimo.
–¿Cómo ve?
–El sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.
–¿Entonces con la gorra?
–Me parece.
El guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.