jueves, 3 de diciembre de 2009

El estudio académico de la comunicación en México: una revisión sintética actualizada


Raúl Fuentes.

Al igual que en el resto del mundo, el estudio académico de la comunicación enfrenta en México una tensión creciente en diversas dimensiones de su práctica: entre las condiciones de su institucionalización universitaria y su articulación social; entre los avances acumulados a lo largo de varias décadas y las rupturas emergentes teóricas y epistemológicas; entre su consolidación como especialidades profesionales y docentes y su creciente transdisciplinarización como campo de investigación; entre su legitimación académica y su contradictoria inserción en los procesos de cambio sociocultural.

Abundan en los últimos años, aunque es cierto que nunca se ha carecido de ellos, los esfuerzos revisionistas, los aportes desde perspectivas diversas al ejercicio crítico de una meta-investigación de la comunicación que al mismo tiempo que evalúa las tendencias y las correlaciones de fuerza entre los vectores en tensión, también modifica los términos del debate al reinterpretar la historia y proponer reorientaciones y ejes prioritarios de análisis y de intervención. La fórmula anglosajona que en la década de los ochenta caracterizaba a este campo académico como uno en "fermentación" o efervescencia, puede seguir dando cuenta de una inestabilidad que parece ser constitutiva.

Tanto en Estados Unidos como en Europa y en América Latina, se atestiguan y documentan, si bien desde perspectivas bastante divergentes, los cuestionamientos que refieren a la aparente paradoja de un crecimiento y consolidación académicos indudables en los estudios de comunicación, y un simultáneo incremento de las incapacidades de estos estudios para dar cuenta sistemática y coherente de los cambios en los entornos y sistemas comunicacionales de las sociedades contemporáneas y, sobre todo, de las implicaciones de estos cambios acelerados en sus múltiples articulaciones económicas, políticas y culturales. Una frase pronunciada por Manuel Martín Serrano hace más de dos décadas parece ser la sentencia sintética más pertinente ahora que entonces: "en Comunicación sabemos mucho, pero comprendemos poco". En este texto se intenta exponer sintéticamente una perspectiva actualizada sobre las tensiones que atraviesan el estudio de la comunicación en México, en busca del diálogo que propicie una mejor comprensión.
Rasgos estructurales de la oferta institucional
México es un país con más de cien millones de habitantes, de los cuales 2 millones y medio aproximadamente son estudiantes universitarios. De ellos, al menos 75 mil cursan la licenciatura en comunicación (en alguna de sus más de cincuenta denominaciones diferentes), distribuidos muy heterogéneamente en más de 350 instituciones de educación superior, la gran mayoría de ellas privadas. Más de la mitad de los programas de licenciatura tienen una antigüedad menor a diez años, y menos de 30 de ellos operaban ya a principios de la década de los ochenta, cuando se comenzó a generalizar la "preocupación" por el "exceso" de oferta de estos estudios. Pero desde entonces, esta preocupación por el crecimiento, asociada demasiado simplista y mecánicamente a una supuesta escasez de fuentes de empleo para los egresados, ha sido confrontada por una visión más crítica, centrada preferencialmente en la calidad educativa y en la pertinencia social de la mayor parte de los programas.

Una revisión de las fuentes oficiales, como las estadísticas de la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior), permite dimensionar mejor las cifras: la "gran" población de estudiantes de comunicación en México representa apenas el 7% de la matrícula en el área de Ciencias Sociales y Administrativas y el 3.5% del total de estudiantes de licenciatura en el país. El "preocupante crecimiento" de las carreras de comunicación es parte indisociable del crecimiento de la oferta total de los programas de licenciatura, y quizá la mayor parte de los factores que lo caracterizan sean atribuibles al sistema mayor en el que se inserta, escala en la que el crecimiento no suele calificarse como "preocupante", sino como un "avance" social del país.

Hasta hace dos décadas, como el conjunto de la población universitaria, los estudiantes de comunicación estuvieron concentrados casi totalmente en tres o cuatro de las grandes zonas urbanas de México, sin que la oferta de programas de comunicación estuviera presente en muchos de los estados. Ahora esta oferta abarca las 32 entidades federativas, aunque se mantienen patrones de gran desequilibrio: la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (conurbada con el Estado de México) presenta todavía la mayor concentración de estudiantes del país, con aproximadamente el 40%. Los estados de Jalisco, Nuevo León y Puebla, cada uno con más del 6%, dan cuenta en conjunto de otro 20%. Veracruz, Guanajuato y Tamaulipas presentan también proporciones considerables, con más del 10% del total en conjunto. Y en diez estados, la presencia de estudiantes de comunicación no alcanza el 1% del total nacional. Siendo México un país con grandes desequilibrios sociales y demográficos, el desbalance en la distribución nacional de estudiantes de comunicación, y los correspondientes en cuanto a programas, recursos, opciones, etcétera, implica una consideración muy diferente, según la ubicación geográfica. Lo que más llama la atención, sin embargo, es que no haya evidencia de una diferenciación regional clara en la oferta de programas, que parecen compartir orientaciones independientemente de donde se ubiquen.

Un análisis reciente de la oferta de programas (Fuentes, 2005) permite sostener que, a pesar de la existencia de 56 denominaciones diferentes para la licenciatura en "Ciencias de la Comunicación" en México, hay una tendencia fuerte hacia la homogeneidad, pues el 68% de los programas, que atienden al 67% de los estudiantes (es decir, más de dos tercios del conjunto), queda claramente ubicado en un "núcleo central", orientado hacia una formación generalista, diversa y confusamente relacionado con cinco "núcleos periféricos" de especialización profesional, articulados alrededor del periodismo, el diseño, la publicidad, las relaciones públicas o la educación, ninguno de los cuales abarca a más del 10% de los programas o de los estudiantes, si bien remiten a grupos bien diferenciados de figuras profesionales.

Análisis como estos refuerzan la hipótesis de que los programas de formación en comunicación responden a mezclas diversas, crecientemente indiferenciadas, de los ingredientes básicos contenidos en los tres "modelos fundacionales" (el "periodístico", el "humanista" y el "científico-social") establecidos como ejes de proyectos utópico-universitarios en el área en los años cincuenta, sesenta y setenta (Fuentes, 1999). Es decir, crece la convicción de que en los últimos treinta años no se han incorporado elementos de renovación de esos proyectos y la especificidad de la carrera se ha establecido más por el "peso" de los números que por la congruencia de sus postulados curriculares.

Al menos desde mediados de los años setenta, se ha mantenido vigente la doble tensión entre la "formación generalista" y las "especialidades" en la carrera de comunicación, y entre la "estructuración disciplinaria" y la multidisciplinariedad. Probablemente la diversidad de denominaciones y su creciente homogeneidad, puedan interpretarse como una manifestación de estas dos tensiones subyacentes, que en muchos casos generan perspectivas curriculares incongruentes. Un dato indispensable para analizar este patrón básico de institucionalización es el de la muy variable adscripción de los programas a unidades académicas (escuelas, departamentos, facultades) "propias" de comunicación, o de coberturas más amplias. Parece prevalecer la tendencia a establecer la carrera dentro de una unidad "propia" (lo cual se favorece por el número grande de estudiantes), aunque son múltiples los casos de adscripción en unidades de Ciencias Sociales, de Humanidades, de Administración, de Artes, y hasta de Derecho, donde los programas de comunicación coexisten (rara vez productivamente) con carreras muy diversas (lo cual depende sobre todo de las plantas de profesores de carrera, cuando las hay, y de las historias particulares de las instituciones).

En este panorama, otra de las tensiones centrales de las décadas pasadas parece estarse disolviendo: la que oponía irreconciliablemente a las universidades públicas y las privadas (Baldivia, 1981), para ser sustituida por las de carácter propiamente universitario vs. las instituciones "comerciales". Hoy, de las más de 300 instituciones involucradas, sólo 27 son públicas (aunque comprenden 49 dependencias o planteles diferentes), y en ellas está inscrito el 37% de los estudiantes, después de que llegaron a contener a cerca del 70%. Pero entre las instituciones privadas es cada vez más necesario establecer distinciones, pues la mayor parte de ellas son muy pequeñas, de muy reciente creación y con una estructura institucional escasamente reconocible como universitaria, especialmente en cuanto a la existencia de una planta académica estable, suficiente y calificada.

Esta polarización ha crecido enormemente, como en otros países, dado que una proporción considerable del crecimiento del sistema se ha basado en la proliferación de instituciones con fines predominantemente mercantiles, cuyas condiciones de operación académica no pueden compararse con las de las universidades públicas o las privadas más antiguas y mejor establecidas. Este fenómeno, generalizado en el sistema de educación superior, es crucial para analizar, cuantitativa y sobre todo cualitativamente, las consecuencias del crecimiento. Ante la saturación de las universidades públicas y sus restricciones presupuestales, y los altos costos de la matrícula en las privadas más prestigiadas, estas instituciones comerciales están captando un segmento cada vez mayor de la demanda social de educación superior, especialmente mediante ciertas carreras, entre las cuales sin duda está la de comunicación.

La justificación principal de un sistema "independiente" de acreditación de los programas de licenciatura puede situarse en el enfrentamiento de esta situación, pues la venta de servicios (de bajo costo e ínfima calidad) de "calificación profesional" se ha establecido como un mercado dotado de reconocimiento de validez oficial de estudios, otorgado por diversas autoridades educativas, sean federales o sobre todo estatales. En los últimos años al menos dos asociaciones civiles, legalmente constituidas para ello, avanzan en la evaluación y acreditación de programas de licenciatura en comunicación.

Desde un punto de vista cuantitativo, entonces, la formación universitaria de comunicadores en México parece sufrir de hipertrofia en el nivel de licenciatura, aunque desde hace décadas la disyuntiva relevante en términos educativos está en la calidad. Es difícil sintetizar esta situación de una mejor manera que como lo hizo hace más de diez años Carlos Luna:
El crecimiento de la oferta educativa de estudios de comunicación, el carácter masivo que ha adquirido la inscripción estudiantil en esta especialidad profesional, los desequilibrios en la distribución geográfica de esta oferta, la falta de recursos económicos, humanos y materiales para hacer frente a las tareas de la enseñanza y las deficiencias en la planificación educativa y la conducción metodológica de la formación, han venido configurando un panorama en el que no escasean las posiciones apocalípticas sobre la viabilidad social y laboral de este campo de la enseñanza.

Pese a las advertencias sobre la saturación de los espacios de trabajo, la falta de profesores e investigadores calificados y la debilidad en la concepción de los objetos académicos y su mediación curricular, la nómina de carreras de comunicación sigue incrementándose y con ello el volumen de profesionales que presionan, año con año, por una fuente de empleo digna y remunerada. El hecho de que en los próximos cinco años egresarán tantos comunicadores como en los últimos treinta no deja de ser motivo de preocupación entre alumnos, profesores y funcionarios académicos.

Sin dejar de reconocer el problema, no parecen del todo justificadas las actitudes catastrofistas (...) La presunción de sobreoferta de estudios y la consecuente saturación de los mercados, han sido el resultado del impacto que han causado las cifras agregadas, el patrón sostenido de crecimiento en la oferta educativa de estudios profesionales de comunicación y la poca elasticidad que se atribuye a ciertos campos de acción profesional prototípicos de la carrera, los medios electrónicos por ejemplo, pero no de evidencias que resulten de estudios sistemáticos al respecto (Luna, 1995: 133-134).

Una buena parte del problema está precisamente en esa carencia de estudios sistemáticos. No obstante la orientación profesionalizante de la carrera, los campos profesionales, sus estructuras y condiciones, son muy escasamente conocidos en las escuelas, de manera que son un referente curricular muy poco preciso en general. Los esfuerzos coordinados por el Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación (CONEICC) para hacer seguimientos de egresados, realizados en todo el país y en algunos casos muy adecuadamente, no han sido ni con mucho suficientes. Las preguntas básicas para el conocimiento de las "profesiones del comunicador" en México siguen en buena medida sin ser siquiera formuladas.
De la hipertrofia en licenciatura al subdesarrollo del posgrado
Por su parte, el nivel del posgrado en comunicación está obviamente subdesarrollado en México. A pesar de que en la última década se han multiplicado también los programas de maestría en comunicación, no parece haberse consolidado claramente más de algún programa, después de tres décadas de existencia. Aunque hay registrados más de 40 programas de este nivel con 18 denominaciones diferentes en el área de "Ciencias de la Comunicación", el conjunto atiende escasamente a mil estudiantes en 14 entidades federativas, y diez de ellos no tienen estudiantes registrados, pues están en proceso de supresión. Al mismo tiempo, crece el número de programas de "especialidad" profesionalizante, con menor duración y exigencia académica que las maestrías, pero con una matrícula también aún muy baja.

Llama la atención que la gama de denominaciones, amplia como la de licenciaturas, en las maestrías parece responder a un mayor número de orientaciones o articulaciones, pero también puede reconocerse en ella el predominio del "núcleo central" generalista de las licenciaturas. Y, por supuesto, se trabajan líneas de profesionalización avanzada y de formación para la investigación en comunicación en algunas otras maestrías con denominaciones clasificadas en otras áreas. Sin embargo, las cifras indican una proporción de 1:75 entre los estudiantes de maestría y los de licenciatura en comunicación, lo que es un indicio sumamente desfavorable de desarrollo académico del área. No se puede sustentar así el cumplimiento de las funciones esenciales de este nivel: profesionalización avanzada y especializada o preparación para una carrera académica. Esta situación se agrava al considerar la inexistencia de programas de doctorado, pues dos iniciativas surgidas en la última década (en los estados de Sinaloa y Veracruz) no tuvieron las condiciones para prosperar, a pesar de contar con algún grado de demanda.

Para los programas de posgrado opera desde principios de los años noventa un sistema de acreditación nacional, bajo la responsabilidad del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) y la Secretaría de Educación Pública (SEP), que ha contribuido a establecer una diferencia significativa entre los programas acreditados y los no acreditados: además del reconocimiento que supone de la "calidad" y de otros apoyos, se otorgan becas federales para los estudiantes de estos programas. Actualmente hay cinco programas de maestría en comunicación incorporados al Padrón Nacional de Posgrados (PNP): los de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad de Guadalajara (UdeG), el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) y el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM o "Tec"). Los restantes programas de maestría, con excepción del de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM Xochimilco), no tienen las condiciones básicas para aspirar a esta acreditación, o no la pretenden obtener.

Además, los cinco programas de maestría acreditados no tienen en conjunto más de trescientos alumnos, cantidad que comparada con los más de setenta y cinco mil que hay en licenciatura, es irrisoria. Y por la propia definición de los criterios de acreditación, difícilmente pueden aumentar su matrícula. Simplemente en términos de formación avanzada de profesores para las licenciaturas, que no es su función principal, las maestrías parecen estar muy lejos de estar alimentando suficientemente el campo.

Los parámetros para la evaluación de los programas de posgrado en el Padrón Nacional de CONACyT son ciertamente exigentes y rigurosos. Aunque pueden acreditarse tanto maestrías profesionalizantes como orientadas a la investigación, los criterios de calidad académica y los indicadores de evaluación son prácticamente imposibles de alcanzar por la mayoría de los programas existentes. De ahí se deriva también que la formación de investigadores de la comunicación en el nivel de doctorado se realice en programas con una orientación y sustento académico más amplio, como parte constitutiva de programas "multidisciplinarios", o bien en el extranjero. Hay áreas de concentración o líneas de especialización en comunicación en los programas de doctorado en Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM; en Ciencias Sociales de la UAM-Xochimilco y de la UdeG; en Estudios Científico-sociales del ITESO; en Educación de la UdeG; y en Estudios Humanísticos del ITESM, entre los acreditados por CONACyT.

Los programas de doctorado, y los procesos de formación de investigadores que se desarrollan en ellos, son sin duda un factor clave para el desarrollo académico de cualquier campo de estudios. En México no parece haber suficiente articulación, todavía, entre las maestrías y los doctorados, y mucho menos entre el nivel de posgrado y el de la licenciatura en comunicación. Puede notarse, además, que los programas de posgrado inscritos en los padrones de CONACyT están adscritos a sólo seis universidades, y que éstas están ubicadas en la zonas metropolitanas de la ciudad de México (UNAM, UAM-X, UIA), Guadalajara (UdeG, ITESO) y Monterrey (ITESM).

El sistema de educación superior exige y fomenta la obtención de grados académicos y la producción de conocimiento por parte de todo su personal docente, pero al mismo tiempo las supone como condición para la acreditación de los programas de licenciatura y posgrado. A lo largo de dos décadas, esta tensión generada por las políticas de desarrollo del sector ha incrementado, por una parte, la formación "endogámica" de académicos que cursan los programas de posgrado de su propia institución, y por otra, la "migración" de muchos candidatos al posgrado hacia universidades de otros países, ya no solamente Estados Unidos, Inglaterra o Francia como en décadas anteriores, sino sobre todo España y Cuba, donde los requisitos de dominio de otro idioma son prácticamente nulos, y donde se han diseñado y operan programas de posgrado específicamente orientados a satisfacer la demanda latinoamericana. En general, a pesar de las virtudes y ventajas de ambas tendencias, el fortalecimiento de los posgrados nacionales se ha visto mermado en alguna medida por ellas.
Y sin embargo, la investigación se mueve
Después de haberle dedicado algunos años al análisis de las condiciones y a la producción de investigación de la comunicación en México, Enrique Sánchez Ruiz y Raúl Fuentes Navarro elaboramos un modelo y una fórmula que muchos han empleado desde que los publicamos, en 1989, en un cuaderno titulado precisamente Algunas condiciones para la investigación científica de la comunicación en México (Fuentes y Sánchez, 1989). Se trata de la caracterización de esta actividad como sujeta a una "triple marginalidad". Decíamos entonces, y hay que sostener todavía hoy, que:
La investigación de la comunicación es marginal dentro de las ciencias sociales, éstas dentro de la investigación científica en general, y ésta última a su vez entre las prioridades del desarrollo nacional (Fuentes y Sánchez, 1989: 12).

De que la actividad científica es crecientemente marginal entre las prioridades del desarrollo nacional en México da cuenta el indicador más extensamente empleado internacionalmente: el porcentaje del Producto Interno Bruto que se invierte en ciencia y tecnología, o en "investigación y desarrollo". En 1992, ese porcentaje era del 0.32; subió hasta el 0.46 en 1998 y volvió a bajar para mantenerse entre el 0.42 del año 2000 y el 0.37 del actual. Nunca, al menos en los últimos treinta años, ha llegado al 0.5%, cuando la recomendación es que alcance al menos el 1% en un país como México, propósito que incluso quedó plasmado hace no mucho en la ley del sector. Sobra decir, comparativamente, que países como Suecia, Japón, Estados Unidos, Corea, Alemania y Francia invierten entre el 2 y el 5% de sus respectivos PIB en este rubro (CONACyT, 2007).

Pero el tamaño de la planta científica es quizá un indicador todavía más elocuente de esta marginalidad de la ciencia. El Sistema Nacional de Investigadores (SNI), establecido por el gobierno federal en 1984 para "frenar la fuga de cerebros", incluye poco más de trece mil miembros, el doble que hace diez años y cuatro veces más que hace veinte, pero ese número equivale a un científico por cada 8 mil trescientos habitantes. Si bien puede calcularse que por cada investigador reconocido por el Sistema hay otros tres activos en el sector, el personal dedicado a la investigación sigue siendo muy escaso. El crecimiento del número de graduados de los programas nacionales de doctorado es más alto aún, pero apenas rebasa los dos mil por año, en todas las áreas. Además, está el problema de crear plazas laborales de investigador a ese mismo ritmo, lo cual ni remotamente ocurre. En síntesis, por más que crezca el sector científico, su posición relativa es cada vez más precaria. Con frecuencia se citan los casos de Corea, España o Brasil, que hace veinte años tenían un nivel de desarrollo parecido al mexicano, pero que gracias a inversiones y políticas científicas exitosas y sostenidas, ahora tienen una posición incomparablemente mejor.

Dentro del Sistema Nacional de Investigadores se consideran siete áreas, una de las cuales, la V, agrupa a los practicantes de las Ciencias Sociales. Según datos oficiales del propio SNI [http://www.siicyt.gob.mx], en los últimos diez años esta área pasó de tener el 11% al 13% de los miembros del Sistema. Fue, junto con las áreas de Biotecnología y Ciencias Agropecuarias (VI), y de Ingenierías (VII), las que más crecieron en esta década, en menoscabo de las de Físico-matemáticas y Ciencias de la Tierra (I) y Biología y Química (II), que sin embargo, junto a la de Humanidades y Ciencias de la Conducta (IV), son todavía las que cuentan con el mayor número de miembros. El área restante, de Medicina y Ciencias de la Salud (III), sigue siendo la menor y la de crecimiento más estable de las siete áreas.

En términos de las categorías otorgadas por la evaluación periódica, el 70% de los investigadores del área de ciencias sociales tiene las categorías de candidato o Nivel I, y 493, el 30% restante, Niveles II y III, que indican trayectorias consolidadas y alta productividad, según los criterios de evaluación. Las áreas de Físico-matemáticas y ciencias de la Tierra, Biología y Química, y Humanidades y Ciencias de la Conducta tienen un porcentaje mayor de niveles II y III que la de ciencias sociales, pero el promedio del Sistema en su conjunto es de 28%.

Ya hay, desde 1998, más miembros del SNI trabajando fuera de la ciudad de México que en ella, el 56%, aunque sólo el 41% de los Niveles II y III. Y un dato adicional: el 40% del total de los investigadores tiene 50 años o más de edad, mientras que en el área de ciencias sociales este porcentaje es de 50.4%, el segundo más alto después del de Humanidades y ciencias de la conducta, que es de 59.6%. Está claro que en estas dos áreas, donde se ubican los investigadores de la comunicación, es en las que se avanza hacia la "madurez" científica con mayor lentitud. O quizá, simplemente, que se obtiene a una edad más avanzada el doctorado, uno de los requisitos básicos de ingreso. Aunque en todo el Sistema solamente el 23% de los investigadores son menores de 40 años, en el área de ciencias sociales el porcentaje es de 12.6%.

En cuanto a las "disciplinas" representadas en el área de Ciencias Sociales, la sociología (445), las ciencias económicas (425) y las ciencias políticas (423) tienen cada una poco más del 25% de los 1609 investigadores con nombramiento vigente en 2006. Ciencias jurídicas y derecho (182), demografía (77) y geografía (65), en conjunto, aportan el 20% restante. Aunque en las categorías de clasificación del Sistema, "comunicación social" sigue siendo una subdisciplina de la sociología, hay ya 87 investigadores clasificados ahí, o en la subdisciplina "opinión pública", correspondiente a ciencias políticas, además de otros cuatro en ciencias jurídicas, para un total de 91, es decir, el 5.6% del área.

Este número de investigadores de la comunicación provocó que, en 2006, se reservara por primera vez una plaza para el campo en la Comisión Dictaminadora de Ciencias Sociales, que tiene 14 miembros, elegidos entre los investigadores de Nivel III, lo cual no deja de ser un reconocimiento. Pero en el área "vecina", la de Humanidades y Ciencias de la Conducta, hay otros 22 investigadores que serían reconocibles como "de la comunicación", aunque estén registrados como antropólogos, historiadores, lingüistas o pedagogos. Si los sumáramos, quizá contra la voluntad de varios de ellos (porque cada quien elige cómo clasificarse, es decir, por quiénes ser evaluado), el campo académico de la comunicación contaría ya con 113 investigadores nacionales. Ese número no es irrelevante, pues se acerca al 1% de los miembros actuales de todo el Sistema, además de que comparado con los 42 que había en el año 2000, o con los siete de 1990, indica un crecimiento muy notable.

Pero quizá lo más notable sea la distribución por niveles de los 113 investigadores de la comunicación: hay once candidatos, 71 en el Nivel I, 25 en el Nivel II y seis en el Nivel III, es decir, un 72.5% de investigadores en etapas tempranas de su carrera académica casi todos, por un 27.5% de investigadores consolidados. Por fin, hay evidencias de una sana e indispensable renovación generacional en el campo de la investigación académica de la comunicación. Y lo que es todavía mejor es que una proporción creciente, aunque todavía no mayoritaria, de los investigadores candidatos o de Nivel I, han cursado su doctorado en el país. También, que casi la mitad del total, 52 investigadores, están adscritos a instituciones ubicadas fuera de la ciudad de México. Por género, hay 59 mujeres y 54 hombres, proporción casi perfecta, considerando que en el Sistema en su conjunto, todavía hay un 69% de varones.

En suma, usando estos datos del Sistema Nacional de Investigadores como indicadores representativos, puede decirse que la "marginalidad" más inmediata de la investigación de la comunicación, la referida al campo de las ciencias sociales, se reduce paulatinamente. Incluso cualitativa y metodológicamente, hay muchísimas más ocasiones y posibilidades de diálogo, intercambio y colaboración entre practicantes de las disciplinas sociales más establecidas e investigadores de la comunicación, en términos más respetuosos y paritarios que hace una década o dos. Lo mismo puede decirse con respecto a la marginalidad de las ciencias sociales con respecto a las ciencias naturales, exactas o aplicadas, aunque quizá en esta escala esta marginalidad se haya reducido sobre todo cuantitativa y no tanto cualitativamente: sigue dudándose en la práctica del carácter "científico" de las ciencias sociales.

La producción académica, apreciada sobre todo mediante las publicaciones, muestra para los estudios de la comunicación un patrón de crecimiento constante y una clara tendencia hacia la desconcentración geográfica e institucional, pues hasta mediados de los años noventa los libros, capítulos y artículos publicados provenían en un 70% del trabajo realizado en sólo seis instituciones. No obstante este crecimiento y diversificación, prácticamente no se han creado en la última década colecciones de libros o revistas académicas especializadas en comunicación en el país. Las revistas Estudios sobre las Culturas Contemporáneas de la Universidad de Colima y Comunicación y Sociedad de la Universidad de Guadalajara, ambas incluidas en el Índice de Revistas Científicas de CONACyT, después de dos décadas de publicación ininterrumpida, siguen siendo los principales y más prestigiados medios de difusión de la investigación mexicana de la comunicación y la cultura, junto a otras revistas que también han logrado consolidarse después de más de una década de existencia, como Versión, estudios de comunicación y política de la UAM-Xochimilco, el Anuario de Investigación de la Comunicación del CONEICC, o las revistas electrónicas Global Media Journal en español (antes Hypertextos) y Razón y Palabra, del Tecnológico de Monterrey.

Entre las innovaciones recientes en cuanto a la difusión de la producción académica, hay que contar la biblioteca virtual cc-doc (Documentación en Ciencias de la Comunicación), disponible en internet desde octubre de 2003, resultado de un proyecto de sistematización documental sobre productos de la investigación mexicana en comunicación, realizado en el ITESO con apoyo del CONACyT. Además de las referencias de casi cinco mil documentos (libros, capítulos, artículos, tesis de posgrado) de los últimos cincuenta años, organizadas en una base de datos, se incluyen en el sitio cerca de dos mil de esos documentos en texto completo, digitalizados, según los principios de la "Iniciativa de Archivos Abiertos" (OAI, por sus siglas en inglés), aquellos cuya difusión abierta haya sido autorizada por sus editores. También cabe destacar el sitio redalyc (Red de revistas científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal), de la Universidad Autónoma del Estado de México, que sobre la misma lógica de la OAI, incluye los artículos publicados en los números más recientes de casi quinientas revistas, entre ellas varias especializadas en comunicación.

Pero quizá el factor de mayor importancia para el desarrollo de la investigación de la comunicación en México ha sido la actividad de las asociaciones académicas nacionales, especialmente las dos de ellas fundadas en la década de los años setenta: el Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación (CONEICC), que congrega a las instituciones, y la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación (AMIC), formada por socios individuales. A través de ellas, complementaria y no exclusivamente, muchos académicos mexicanos han participado también, por décadas, en las correspondientes organizaciones latinoamericanas, como la Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social (FELAFACS) y la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC), más que en otras, de carácter "internacional".

Mediante las actividades organizadas por estas asociaciones, especialmente los encuentros nacionales y las publicaciones anuales, se han logrado consolidar algunos espacios de intercambio y colaboración interinstitucionales, interregionales y, principalmente, intergeneracionales, que han sido clave para el desarrollo de la investigación de la comunicación en México, que no obstante presenta algunos rasgos preocupantes de fragmentación, semejantes a los que se observan en otras partes del mundo.
Una producción divergente, insuficientemente articulada
Múltiples evidencias generadas por la meta-investigación crítica de la comunicación en diversos países, señalan que en las tres, cinco o diez décadas (la antigüedad del campo depende de cómo se construya su historia) en que se han acumulado conocimientos sistemáticos sobre la comunicación, no se han alcanzado a edificar síntesis suficientemente sólidas para comprenderla. Y es que, en ese mismo periodo, sus manifestaciones económicopolíticas y socioculturales se han expandido, ramificado, complejizado y enraizado exponencialmente. Sabemos mucho más que antes, no importan las fechas que se señalen para comparar el "antes" con el "ahora", pero eso explica cada vez menos. Hacemos mucho más que antes, y tenemos cada vez menor capacidad de saber qué estamos haciendo en comunicación. Cuando se habla de la emergencia de la "sociedad de la información" en una escala global, y de los problemas y desafíos que representa para los saberes y los poderes, se nos presenta un paradójico panorama en el que la comunicación es reconocida cada vez como más importante, y al mismo tiempo sabemos menos cómo aprovecharla en términos de un proyecto social global.

Pero esa desproporción entre lo que se hace y lo que se sabe en comunicación no es obstáculo, sino al contrario, para que se le instrumentalice en función de ciertos proyectos sociales. Así como el control de la información ha facilitado su mercantilización, las facilidades con que cuentan ciertos agentes institucionales de gran poder para instrumentalizar los recursos comunicacionales en línea con sus propios intereses particulares, con sus proyectos sociales, ayuda a explicar la creciente concentración de agentes y la consecuente reducción de la comunicación a sus mecanismos más elementales. Todo esto en la medida en que crecen y se expanden socialmente, globalmente, los sistemas de comunicación.

En México, como en todas partes, abundan los ejemplos de estas tendencias. La oferta de mensajes qué "consumir" crece aparentemente en relación directa con una disminución constante de sus costos y del esfuerzo que hay que hacer para adquirirlos. Pero no es tan aparente que, muchas veces, ese incremento exponencial de los productos culturales implica también una disminución drástica en el número de opciones, de propuestas alternativas, de diversidad de proyectos sociales a considerar. Al igual que en otros países modernos, la política mexicana se ha convertido, para todos los partidos, mucho más en una lucha de campañas mediáticas que de propuestas alternas de gobierno. Es decir, finalmente, en una lucha de presupuestos y "creatividad", para generar los impactos electorales y la "legitimidad" pública lo más alejada que sea posible de una racionalidad, no digamos de justicia social o de consolidación democrática, sino simplemente de eficacia administrativa, de rendición de cuentas, de verificación pública de la correspondencia entre las imágenes prometidas y los resultados alcanzados.

El proceso electoral de 2006 en México y sus secuelas, deberían de ser explicables de una manera amplia y desapasionada que, al menos hasta ahora, y a partir del análisis de los usos políticos de la comunicación, no aparece en el espacio público nacional. Quizá la dificultad tenga que ver con que los intereses de los medios de difusión son ya demasiado centrales en la disputa por el sentido; quizá también porque para dar a conocer una interpretación sistemática y crítica de la situación, alguien debe primero elaborarla, sólida y consistentemente.

Y la capacidad académica para hacer eso es notablemente insuficiente, crecientemente y lamentablemente insuficiente. Sabemos que las teorías y la investigación de la comunicación presentan todavía una separación muy clara entre la comunicación "interpersonal" y la "de masas", y que los modelos, tendencias y propuestas conceptuales y metodológicas manifiestan cada vez mayor fragmentación. Estudiar la comunicación, en ese sentido, es mucho más difícil ahora que en décadas anteriores. No sólo porque hay que dominar una gama de saberes más extensa y dispersa, sino también porque los fenómenos que hay que entender son mucho más variados y complejos. Un ejemplo crucial es lo que ha generado el desarrollo de la Internet, donde se han condensado en los últimos diez años más factores comunicacionales y culturales que en el resto de la historia de los estudios de comunicación, y además en una escala global sin precedentes.

Por otra parte, la creciente atención a los sistemas y procesos "de comunicación" en los debates públicos y de interés general, ha implicado un simultáneo desdibujamiento conceptual e ideológico en los marcos desde los cuales los agentes sociales especializados en la operación, y en la investigación científica, de la multidimensional operación social de los medios de difusión masiva intervienen en ella. La tensión constitutiva de los estudios sobre la comunicación, aquella que opone desde sus orígenes sus usos instrumentales y su comprensión crítica, sigue vigente en el fondo, y muchas veces también en la superficie, de las evaluaciones sobre la investigación académica. Generar conocimiento socialmente útil y pertinente es una tarea que acepta múltiples interpretaciones: algunas privilegian el conocimiento de aplicabilidad inmediata; otras la profundización del análisis en marcos socio-históricos de escala mayor. En el campo académico mexicano esta tensión, que no se puede resolver sólo discursiva o autoritariamente, puede ser una clave central de debate y de acuerdo colectivo, intra y extra-académicos, para evaluar y reorientar las acciones de un grupo profesional que, como la mayor parte de los científicos en México, no está satisfecho con la estructura institucional en la que trabaja ni con los resultados hasta ahora obtenidos. Pero los indicadores de la producción académica no parecen apuntar hacia una convergencia como esa.

Por una parte, aunque la mayoría de las investigaciones "de la comunicación" siguen abordando objetos de estudio referidos a la multidimensional operación social de los medios de difusión masiva, sus enfoques teórico-metodológicos se multiplican y diversifican, asociados a distintas perspectivas "interdisciplinarias", sin que pueda afirmarse que predominen las que pueden reconocerse como sociopolíticas, socioeconómicas o socioculturales. Lo mismo sucede con una creciente proporción de los proyectos, que aborda objetos de estudio no directa o centralmente relacionados con la comunicación mediática. Al igual que lo que se detecta en otros países, la proliferación de tendencias, más que hacia una pauta de especialización, tiende a una fragmentación en la que los fundamentos y los resultados de las investigaciones tienen cada vez menos articulaciones entre sí, salvo quizá en sus adscripciones institucionales.

En suma, puede decirse que las tareas y desafíos que la colectividad y las diversas comunidades dedicadas en México al estudio académico de la comunicación no difieren sustancialmente de las que enfrentan los colegas en otros países, pues a pesar de las particularidades y de las diferentes condiciones estructurales sobre las que se sostiene esta actividad, hay preocupaciones fundamentales muy similares, especialmente las que tienen que ver con el estatuto epistemológico de los estudios sobre la comunicación, y las que se refieren a su orientación axiológica. La investigación y la enseñanza de la comunicación, como prácticas sociales situadas históricamente, no podrían ser ajenas al cuestionamiento global, y multilocal, de su involcramiento en las transiciones que caracterizan al mundo actual.
Bibliografía.
Baldivia, José (1981): "La formación de los periodistas en México", en Baldivia et al, La formación de periodistas en América Latina: México, Chile, Costa Rica. México: CEESTEM/Nueva Imagen.

CONACyT (2007): Indicadores de actividades científicas y tecnológicas, México: Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

Fuentes Navarro, Raúl (1999): "Enseñanza e investigación de la comunicación: retrospectiva y prospectiva", Conferencia inaugural del X Encuentro Nacional CONEICC, Colima. Publicada en Lúmina No. 2, Colima: Universidad de Colima, pp.90-97.

Fuentes Navarro, Raúl (2005): "La configuración de la oferta nacional de estudios superiores en Comunicación. Reflexiones analíticas y contextuales". En Anuario CONEICC de Investigación de la Comunicación Vol. XII. México: Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación.

Fuentes Navarro, Raúl y Enrique E. Sánchez Ruiz (1989): Algunas condiciones para la investigación científica de la comunicación en México. Guadalajara: ITESO (Huella, cuadernos de divulgación académica, N°. 17).

Luna Cortés, Carlos E. (1995): "Enseñanza de la comunicación: tensiones y desencuentros", en GALINDO y LUNA (coords), Campo académico de la comunicación: hacia una reconstrucción reflexiva. Guadalajara: ITESO/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Pensar la Cultura.

martes, 3 de noviembre de 2009

Examen

http://detoro.files.wordpress.com/2008/04/malinche.pdf

Reflexiones en torno a El malestar en la cultura de Sigmund Freud.



Lectura para los alumnos de Formación Cultural.

En El malestar en la cultura, Freud plantea y desarrolla la tesis de que “el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa” (p. 103). Luego, lo que en el título mienta como malestar es aquel que tiene el “sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural” (íd.).

La finalidad de la vida está fijada por el principio de placer. Los hombres en la vida “quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla” (p. 35), evitándose dolor y displacer, procurándose placeres intensos (he allí la dicha).

Sin embargo, no está en los planes de la “Creación” el que el hombre sea dichoso: el cuerpo se corrompe y muere, el mundo exterior (en principio, Freud quiere decir el natural) nos abate destructivamente con furia, y, más dolorosamente, el tener que sufrirnos a otros seres humanos [NOTA 1].

“La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes” (p. 34); calmantes como el trabajo y la ciencia (distracciones que dan valor a la miseria), el arte y otras maneras de fantasear con ilusiones con respecto de la realidad (satisfacciones sustitutivas que reducen la miseria por medio de desplazamientos libidinales —en su forma máxima, sublimación, que sólo está al alcance de unos pocos talentosos y dotados), y sustancias embriagadoras del cuerpo (alcohol y otras drogas, que nos insensibilizan ante la miseria de nuestra vida).

“El programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es imposible” (p. 44), lo que no significa que no deba intentarse la búsqueda de la felicidad.
Podríamos intoxicarnos con sustancias químicas o podríamos escondernos y aislarnos intentando encontrar sosiego, pero el mejor camino para evitar el displacer parece ser el de hacerse miembro de una comunidad, trabajando “con todos para la dicha de todos” (p. 37), para someter la naturaleza a la voluntad humana por medio de la ciencia y la técnica.
Esta solución en la conjunción con otros no implica, sino más bien tiene por posibles e incluso necesarias, las otras soluciones. Así, en lo social podemos encontrar a la religión, ese delirio de masas, con el cual se pretende recrear la realidad efectiva, desprendiéndola de sus rasgos más insoportables, a la par que siguiendo el sentido de los deseos propios. La religión implica una concepción de la vida evidentemente infantil, donde el niño se proclama desvalido y manifiesta una añoranza paternal.
Los sistemas religiosos se sitúan en la cúspide de las ideas que se corresponden a las actividades psíquicas del hombre, por lo tanto, es magistral el uso que hace Freud como ejemplo que guiará su discurso hacia su visión escéptica (en su sentido original de cautelosa) de aquello que tiene a lo religioso como máxima realización (superestructural, dirían los marxistas): la cultura.

“Gran parte de la culpa por nuestra miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura (p. 48). Ya se mencionó que la hiperpotencia de la naturaleza y la fragilidad de nuestro cuerpo no son las únicas fuentes del penar humano. Recordemos nuestras relaciones con los demás, lo social, aquello que Freud da por base de la tesis central de la obra: la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad.

Sigamos el ejemplo con el que Freud abre. La religión hace daño cuando impone a todos por igual “su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento” sin considerar que la constitución pulsional de cada individuo es única para sí y le hace sentir su fallo o fracaso en seguir ese camino propuesto, mediante ese sentimiento de culpa denominado pecado.

Hay “desacuerdo entre el pensar y el obrar de los seres humanos, así como [hay] el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo” (p. 22), mociones sobre las cuales intentaríamos intervenir para liberarnos del sufrimiento que nos causa la imposibilidad de satisfacerlas todas. Su acuerdo (es decir, que se nos vengan todas juntas) es a la vez lo que atenta contra esa intervención y una de las causas de que tengamos tan pocas posibilidades. Es terrible (mas no difícil, pues todos lo sufrimos) imaginarse cómo se complican las cosas cuando se nos impone una manera de pensar y se nos prescribe una manera de obrar, que además de poder estar en desacuerdo entre sí, están en desacuerdo con nuestra natural manera de pensar y nuestro deseado obrar; el “querer ser” del individuo —que se admite que puede ser destructivo para los otros y hasta para uno mismo— vs. el “deber ser” con el que la sociedad nos cultiva.

Se le ha hecho a muchos inevitable sugerir respecto de la cultura que “seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas... Como quiera que se defina el concepto de cultura [NOTA 2], es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura” (p. 48).

La cuestión está en que la cultura se intentan regular los vínculos sociales, que a falta de ella se verían sometidos “a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones físicas” (p. 58).
Se va haciendo claro que Freud parte del supuesto hobbesiano de que el hombre es el lobo del hombre. Hay una pulsión de muerte en el individuo, hetero- y auto-destructiva, manifestada como agresión, y es tarea de la cultura controlar esa agresión... precisamente a través de su contrario, el amor. El amor es una de las bases de la cultura.
Este amor es el amor genital heterosexual, que surge como “necesaria” consecuencia del "instinto" reproductor de la especie. Dependemos de otro, de un fragmento del mundo exterior, para obtener semejante satisfacción. Pero nos podemos dar cuenta que esa dependencia de algo que nos es externo, que no podemos dominar/conocer totalmente, es riesgoso. El amor genital sexual debe ser sublimado en esa ternura o amor “fraterno” a los prójimos que promulgan religiones como el cristianismo, permitiéndonos estar lo suficientemente desligados de los objetos amorosos como para no dañarnos con su posible pérdida, y además repartir esa energía libidinal entre más individuos, tal como nos conviene hacer para el control de la agresión.

Así, con la cultura se establece un convenio o contrato de muchos frente a las distinciones individuales que puedan resultar en choques. “La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a éstos” (p. 58).

La “sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal satisfacción” (p. 58).

Esta limitación, indudablemente, ha de traer malestar individual, tras ese allanamiento de un único camino para todos, que viene a ser esa “justicia” necesaria para el contrato o convenio. El individuo “por obra del desarrollo cultural experimenta limitaciones y la justicia exige que nadie escape a ellas” (p. 59). Luego, a aquel que se desvíe, se le tendrá por descarriado, se le hará sentir culpable de haber faltado al contrato y... ya se imagina uno para dónde va la cosa cuando todas estar normas llegan a ser tantas, llegan a ser una notable y pesada carga, tan poco clara, tan confusa y tan ambigua, que no falta un momento en el que es imposible no desviarse o no temer constantemente hacerlo. ¿Será el conflicto insalvable o hay un punto de equilibrio entre las demandas individuales y las exigencias culturales? Responder esto es la tarea en torno a la cual gira “buena parte de la brega de la humanidad” (p. 59).

“La cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional... Se basa {en alto grado}... en la no satisfacción... de poderosas pulsiones” (p. 61).

“La cultura amenaza al amor con sensibles limitaciones” (p. 67). El amor genital heterosexual no puede satisfacerse con cualquier objeto. Aunque cambie en formas y límites, hasta ahora se tiene por universal al tabú del incesto, “la mutilación más tajante que ha experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas” (p. 68). Hasta un desplazamiento a lo extragenital y lo homosexual suele ser tenido por contranatura. Nos queda la sublimación, esa gran creadora de cultura, tanto por el amor “fraterno” como por las realizaciones materiales y espirituales en donde halla su satisfacción para poner la bota sobre la agresión.

El desarrollo cultural es “la lucha por la vida de la especie humana.” “Tiene que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte... el contenido esencial de la vida en general” (pp. 88-89).

“La cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo y guiándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada” (p. 91). La mayoría fuerte se impone violentamente sobre el individuo y lo limita... ¡utilizando la agresión! que como normas y valores el individuo interioriza, se introyecta en aquello que Freud llama superyó, vigilando, juzgando y castigando al individuo desviado del camino único que han decidido los demás para su convivencia.

“La renuncia de lo pulsional (impuesto a nosotros desde afuera) crea la conciencia moral, que después reclama más y más renuncias” (p. 97). Resultado: imposibilidad de satisfacción, déficit de dicha: “¡Qué poderosa debe ser la agresión como obstáculo de la cultura si la defensa contra ella puede volverlo a uno tan desdichado como la agresión misma!” (p. 114).

“El sentimiento de culpa es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la lucha eterna entre el Eros y la pulsión de destrucción o muerte. Y ese conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la convivencia” (p. 101).

“Puesto que la cultura obedece a una impulsión erótica interior, que ordena a los seres humanos unirse en una masa estrechamente atada, sólo puede alcanzarse esta meta por la vía de un esfuerzo siempre creciente del sentimiento de culpa” (p. 102). La cultura no resultará, pues, un mundillo rosa donde nos desarrollamos desde niño para alcanzar todo nuestro potencial. ¡Si más bien se quiere que no lo alcancemos! ¡Eso sería demasiado peligroso! La lógica es “¡que sufra uno... y cada uno... pero que no sufran todos!”, y hay que notar que esto es evidentemente contradictorio y autodestructivo.
La posición de Freud es ciertamente no la de un optimista que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco es la de un nihilista ni un pesimista. Lo suyo es un escepticismo, una cautela que lo mantiene a la expectativa de lo que pueda pasar. Él es un médico que sólo puede dar un diagnóstico: señala qué está pasando, y no todo lo que está pasando bueno ni mucho menos bonito.

“Me he empeñado en apartar de mí el prejuicio entusiasta de que nuestra cultura sería lo más precioso que poseemos o pudiéramos adquirir, y que su camino nos conduciría necesariamente a alturas de insospechada perfección. Puedo al menos escuchar sin indignarme al crítico que opina que si uno tiene presentes las metas de la aspiración cultural y los medios que emplea, debería llegar a la conclusión de que no merecen la fatiga que cuestan y su resultado sólo puede ser un estado insoportable para el individuo” (p. 115).

Freud está diagnosticando de acuerdo a los síntomas y trata de inferir sus causas, pero todavía es muy prematuro para establecer un pronóstico. Se lo reserva. Ve que quizá sea posible lo que llamaríamos un etnopsicoanálisis dentro de lo que sería la etnopsiquiatría: “Si el desarrollo cultural presenta tan amplia semejanza con el del individuo y trabaja con los mismos medios, ¿no se está justificado en diagnosticar que muchas culturas —o épocas culturales—, y aun posiblemente la humanidad toda, han devenido «neuróticas» bajo el influjo de las aspiraciones culturales?” (p. 114).
Algo así presenta problemas epistemológicos como qué se tendrá por “normal” para realizar el contraste, o problemas éticos como de quién tendrá la autoridad para disponer a la masa a una terapia, pero ciertamente señala un posible programa de investigación.
Esto no es profetizar el desastre; al contrario: “Cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal” (p. 116). Suscribo por completo esta obra de Freud. Preguntarse “¿pero quién puede prever el desenlace?” es sostener una saludable duda, alejada de cualquier concepción extremista, simplista o francamente cursi. Escatologías como las que establecen que esto se lo llevará el Diablo, que nuestro destino manifiesto es irnos a la mierda y que al final sólo está la aniquilación o anulación en la Nada, son tan románticas como las que dicen que todo saldrá maravillosamente, pelillos a la mar en el plan de Salvación, y que el fin de la historia llegará con la instauración del Reino de Dios en los Cielos y en la Tierra.

CARACAS, NOVIEMBRE 2.000


NOTAS
1. “El infierno son los demás”, decía Sartre. Disiento (pero no totalmente) de Sartre, y creo que por la “pulsión de muerte” Freud estaría de acuerdo conmigo en que el infierno está mucho más cerca, más cerca que a la vuelta de la esquina: el infierno no son los demás, el infierno soy yo.
2. Freud la define como “la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de lso vínculos recíprocos entre los hombres” (p. 51).
Referencia
o Freud, Sigmund (1930) [4ª 1986]: “El malestar en la cultura”, en: A medio siglo de El malestar en la cultura de Sigmund Freud, editado por Néstor Braunstein. México: Siglo XXI Editores. Pp. 13-116.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Las Ciencias de la Comunicación Frente a los Nuevos Paradigmas Científicos




Las Ciencias de la Comunicación han experimentado en los últimos años un estrechamiento dentro de su estudio y práctica en el sentido en que fijan sus observaciones orientándolas hacia los medios masivos de comunicación (media), comunicación organizacional y la muy de moda sociedad de la información que actualmente con su brillo atrae en su mayor parte a los estudiosos de la comunicación. El estudio de la comunicación se ha centrado en diversas vertientes conductuales, estructurales y culturales sin ofrecernos una visión verdaderamente integral, pues a final de cuentas, como toda ciencia, se especializa cada vez más y más de modo que podemos decir que un científico, al estudiar un fenómeno que al paso del tiempo adquiere cada vez mayor complejidad, puede llevar una investigación eliminando muchos elementos del contexto que rodea a su objeto de estudio, sin ponerse nunca en contacto con el ambiente más amplio de su materia. Algunos científicos aseguran que esto es inevitable, porque a medida que crecen los conocimientos, el saberlo todo en profundidad y detalle se hace imposible, de modo que los investigadores se conforman con trabajar en áreas específicas.
Este acercamiento fragmentario a la naturaleza y realidad de toda ciencia no puede nunca solucionar los problemas más profundos que enfrenta nuestro mundo. La mayoría de los conflictos dependen de órdenes tan amplios que en última instancia se extienden a la totalidad de la naturaleza, la sociedad y a cada individuo2. Por ello es necesario dentro del conocimiento de la comunicación ampliar el campo de estudio e investigación, pues debido a ello muchas veces llegamos a resultados equivocados o a enfocarnos simplemente a que las Ciencias de la Comunicación comprenden la publicidad, la Internet, la radio, o la televisión. Es preocupante que no existe una verdadera perspectiva que se encargue de integrar las distintas vertientes comunicacionales donde se tome en cuenta desde el desarrollo comunicacional del individuo hasta los media.
Asimismo la ciencia, al igual que todo lo demás, se encuentra sumergida en un proceso constante de evolución y cambio. Dentro de este proceso los avances que se registran en un área determinada pueden tener importantes implicaciones para el establecimiento de teorías y conceptos en otros campos. De esta manera, el entorno general de la ciencia experimenta constantemente cambios que son a veces tan agudos como sutiles. Como resultado de estas complejas innovaciones tenemos que la infraestructura subyacente de conceptos e ideas puede poco a poco perder vigencia, se hace inapropiada y finalmente irrelevante. Pero, al igual que en todas las disciplinas, los científicos están acostumbrados a utilizar sus habilidades, herramientas y conocimientos de manera subliminal e inconsciente con una marcada tendencia a aferrarse a ellos e intentar seguir trabajando e investigando con viejas técnicas en el marco de un nuevo contexto teniendo como consecuencia la confusión y una más grave segmentación.
Sumemos a ello las otras ramas de las ciencias las cuales presentan avances significativos dentro de su campo, más complejos y a mayor velocidad. Ante este acelerado crecimiento no existe ninguna respuesta que adapte las nuevas nociones que aparecen, por lo que nuestra percepción se convierte en una visión solamente especializada en un tema que no toma en cuenta los desarrollos científicos en otras áreas. Esto va acompañado a menudo de la suposición de que las ideas y conceptos de un campo no tienen realmente importancia en otro, lo cual nos delimita aún más nuestra visión fragmentada y errónea, pues tampoco poseemos las herramientas necesarias, o por lo menos básicas, para aproximarnos a las otras ciencias, desde luego, sin abandonar el enfoque de la disciplina en la que estemos sumergidos.
Ciertamente, no sólo es menester, sino deseable cierto grado de especialización, el problema viene cuando se admite que, en los niveles más profundos, estas materias no guardan relación alguna y que el mundo consiste en partes separadas que siempre pueden establecerse como objeto de estudio disyuntivamente. Todas las nociones científicas se asientan en una base de ideas que se extiende por encima de todas las ciencias sin límite. Prevalecen conexiones de largo alcance entre métodos, enfoques e ideas de las diversas especialidades, enlaces de enorme importancia que no pueden ser tratadas como especialidades separadas y ramas inconexas dentro de un mismo cuerpo y es precisamente ahí, donde se establecen límites y barreras entre las disciplinas y especialidades donde la comunicación se desmorona, el lenguaje científico de cada ciencia dispone a percibir la naturaleza por determinadas vías y se bloquea una libre comunicación entre diversas áreas3. Para ello es imperioso que estos límites se vuelvan estructuras dinámicas y los científicos sean conscientes del contexto más amplio de cada experimento y concepto para que no exista una necesidad de fragmentación.
Es preciso establecer una capacidad de apertura en toda ciencia tomando en cuenta que cada persona sea capaz de mantener diversos puntos de vista, a manera de suposición activa, y a su vez tratar las ideas de los demás con el cuidado y atención que le prestamos a las propias. Para esto no es necesario exigir a cada participante que acepte o rechace determinados puntos de vista, sino que más bien se trate de llevar a cabo un esfuerzo donde se intente comprender lo que significan las ideas del otro. De esta manera, la mente podría sostener distintos enfoques, casi con la misma energía e interés. Se entabla así con un libre diálogo interno que puede dar paso a un diálogo externo mucho más relajado y abierto. Esto requiere el no casarnos con las ideas, no estar atados y sometidos a una única percepción y visión determinada del mundo. El inicio de una apertura comunicacional más libre y creativa en todas las áreas de la ciencia significaría un enorme avance para el enfoque científico trayendo beneficiosas consecuencias para la humanidad.
Ahora bien, dentro de las Ciencias de la Comunicación, la misma especialización antes comentada la ha llevado a dejar muchos aspectos de lado trabajando con tradiciones y antiguos paradigmas que resultaron durante una campaña presidencial norteamericana en los años cuarenta. Nos sorprendemos con rancias renovaciones de teorías sobre opinión pública o sobre la construcción de agendas temáticas por parte de los medios. La juventud se deslumbra ante el boom de los media al escuchar cuentos de ciencia ficción sobre el imperio de las nuevas tecnologías por lo que muchas veces nos lleva a pensar que en comunicación, hace mucho, muchísimo tiempo que hay nada nuevo.
El postmodernismo radical tampoco nos ha llevado muy lejos, pues se ha encargado de desmoronar todo pensamiento y en particular los estudios culturales, sumergido en un puro intelectualismo que disfruta la deconstrucción de todo aquello que se le atraviesa, dejándonos como única visión un relativismo pluralista bajo el cual la única perspectiva aceptable es la de que la verdad está determinada culturalmente (excepto la suya propia, la cual puede ser aplicable a toda cultura), y donde no existen verdades trascendentales ni universales (excepto las suyas, claro está, que van más allá de todo concepto). Por ello es urgente establecer nuevas bases integralistas con base en una escuela constructivista que funcione para interrelacionar los múltiples contextos humanos como la ciencia, el arte, la religión, la filosofía, así como las grandes tradiciones del planeta entero evidenciando así que el mundo no se halla realmente dividido4.
El avance y desarrollo en las demás ciencias no puede dejar de lado a la Comunicación, para ello es necesario establecer nuevos enfoques comunicacionales que se adapten a los nuevos paradigmas científicos y que entren en juego con las demás ramas de la ciencia, descubriendo vínculos ignorados y abrazando todo este vacío que nos han dejado las especializaciones del paradigma newtoniano. El fenómeno comunicacional no ha estado separado a esta concepción mecanicista de la existencia humana. Nos hemos llenando de modelos que en un instante se convirtieron en paradigmas incondicionales de las relaciones mediáticas e interpersonales, es decir, entre receptores y medios masivos y entre individuos en sí. La comunicación entonces ha sido vista como un proceso lineal y voluntario de causa y efecto, en el cual ineludiblemente la causa es preeminente sobre el efecto, porque este último sólo era lo producido por la causa. Otra característica fundamental de la comunicación determinista fue que el fenómeno en sí era reducido a un modelo tan lineal como por ejemplo el de Claude Shannon, en el cual se concibe la comunicación entre dos individuos como transmisión de un mensaje sucesivamente codificado y después descodificado. Esto reanima una tradición filosófica en la que el hombre se concibe como un espíritu enjaulado en un cuerpo que emite pensamientos en forma de palabras; estas salen por un conducto apropiado y son recogidas por embudos ad hoc, que las envían al espíritu del interlocutor, quien las analiza e interpreta su sentido. Dentro de este esquema la comunicación se presenta como un acto verbal entre dos individuos consciente y voluntario.
Si el estudio de la comunicación retoma esta antigua posición filosófica, no podrá escapar jamás de las dificultades lógicas que presenta. Los seres humanos percibimos, nos movemos, emitimos sonidos, nos alimentamos, nos reunimos en grupos, creamos amistades, sociedades, religiones y diversos tipos de vínculos, nos peleamos, nos emparentamos, etc. Podemos de esta forma situar miles de conductas observables en categorías, clases y géneros diversos. Retomar los conjuntos significativos dentro de una cultura para estudiar su comunicación nos encamina al postulado de una presencia de códigos de comportamiento personal e interpersonal que regularían la asimilación de un contexto y por lo mismo su significación. Todos subsistiríamos inevitablemente (aunque de manera inconsciente) en y por los códigos ya que todo comportamiento supone su uso. La utilización de estos códigos, que escapan al modelo voluntario y consciente de comunicación, pasa a formar parte de un nuevo paradigma de comunicación dentro del cual es imposible dejar de comunicarse.
Toda la información que recibimos nos llega por estos diversos canales y se elabora de manera igual de compleja. Ahora bien, esto cumpliría con cierta linealidad que exigen las mentes más ortodoxas, pero si logramos ver el verdadero alcance de nuestra comunicación podríamos elaborar no solamente una línea en donde se transmiten y reciben mensajes, sino toda una elaborada red de vínculos comunicacionales funcionando a manera de una bootstrap5 o un holograma6 en donde nos es imposible no comunicarnos y nuestras relaciones están en un constante movimiento a manera de estructuras dinámicas.
Un desarrollo social estable requiere de diversos modos de comportamiento: palabras, gestos, posiciones de cuerpo, miradas, empleo de espacios físicos, etc., estableciendo la comunicación como un todo integrado. "La comunicación es la matriz en la que encajan todas las actividades humanas"7. En este sentido es necesario concebir la investigación de la comunicación en términos de niveles de complejidad, de contextos múltiples y sistemas circulares, asemejando el funcionamiento de la cibernética8.
El modelo de comunicación orquestal desarrollado por la escuela de Palo Alto9 es una de las propuestas comunicacionales que más se adaptan a los nuevos paradigmas científicos, pues su funcionamiento se asemeja al de una red de vínculos donde cada uno de nosotros forma parte imprescindible de toda relación social. En este modelo la comunicación se concibe como un sistema de canales múltiples en el que el autor social participa en todo momento, lo desee o no: su mirada, su actitud, comportamiento y hasta el mismo silencio. Como miembro de una cultura forma parte de la comunicación, así como el músico forma parte de la orquesta. Pero dentro de esta extensa orquesta no existe un director ni una partitura (código escrito) cada uno toca poniéndose de acuerdo con el otro10. El deber del comunicólogo es elaborar esta partitura escrita que resulta sin duda altamente compleja.
La comunicación así comprendida trabaja como un sistema (un proceso) en el que los interlocutores participan. Decir que el individuo A comunica una multitud de mensajes verbales y no verbales al individuo B es utilizar de nuevo el modelo de Shannon en el que la comunicación se considera como una sucesión de acciones y reacciones:
Un individuo no se comunica, sino que toma parte en una comunicación en la que se convierte en un elemento. Puede moverse, producir ruido..., pero no se comunica. En otros términos no es el autor de la comunicación sino que participa en ella. La comunicación en tanto que sistema no debe pues concebirse según el modelo elemental de la acción y la reacción, por muy complejo que sea su enunciado. En tanto que sistema hay que comprenderla a nivel de intercambio11.
Siendo así, el análisis no se centra en el contenido del intercambio, sino en el sistema que ha hecho viable el intercambio. Este sistema es la comunicación que recibe preferencia sobre el sujeto que se inserta en ella. Todo comportamiento individual se convierte desde este punto de vista, en comportamiento social (cultural) esto quiere decir que la cultura no puede concebirse solamente como una entidad que va más allá del individuo. Lo social, tiene que pasar forzosamente por lo individual.
Es cierto que el lenguaje juega un papel de suma importancia dentro de la comunicación interpersonal, pero hay que reconocer que los trabajos en los otros modos o niveles de comunicación están todavía muy poco desarrollados, tales como los movimientos o el uso de un lenguaje simbólico. Es precisamente esta comunicación de la que no nos damos cuenta y tampoco le ponemos atención la que también determina nuestra personalidad, comportamiento y creencias12 , pues puede transmitirse social, cultural y particularmente a través de nuestros padres. Normalmente cuando nos referimos a un sistema de códigos, pensamos inmediatamente en un sistema lingüístico en el que cada signo corresponde a algo material, pero a la vez existen ciertos términos irrepresentables objetivamente (como el uso de la palabra eternidad o alma), para ello existe otro tipo de orden con el cual trabaja nuestro inconsciente a través de una gramática simbólica de gran complejidad. Todos nuestros actos tienen una dimensión simbólica en la que la mayor parte de lo que expresamos siempre va incluida una parte más de la que queremos explicar con un carácter simbólico la cual no puede ser captada intelectualmente. Muchas veces para adquirir las proporciones sobre las que trabaja este lenguaje es necesario el acercamiento a los mitos que rodean nuestra sociedad, pero para hablar de ello requiere extendernos un poco más.
Tal parece que el las diversas vertientes de la comunicación no se quedan solamente en un estudio de publicidad, mercadotecnia o sobre medios. Luis Racionero nos hace un señalamiento al respecto al proponer al ser humano como una entidad dotada de numerosos canales de percepción y nos deja en claro el limitado uso de estos: "El cuerpo y la mente humanas forman un todo dotado de diversos canales de comunicación con el mundo; cada uno de esos canales es una forma de conocimiento. No es sensato renunciar a ninguno de ellos porque, al hacerlo, se amputan y disminuyen las capacidades de conocimiento humano. Lo más eficaz es usar todos los canales de conocimiento alternativamente, juzgando, en cada caso, qué canal será más útil a las vivencias que se persiguen"13. Es obligación de todo científico ir más allá de sus horizontes, ampliar su percepción e información en los diversos campos de estudio, tanto de las ciencias duras como de las humanas. Es labor de los comunicólogos renovar conceptos, formas, elaborar nuevas teorías y enlazar todo aquello que pueda ofrecer una nueva perspectiva, un cambio que se acomode a los nuevos paradigmas científicos y generé en un futuro una ciencia donde quepamos todos.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Crítica a la crítica televisiva




Marco Levario Turcott

Encajonados.

Quién sabe cuánto tiempo transcurrió para que los habitantes de la Tierra conocieran y usaran los anteojos de aumento, ingeniados por Rogelio Bacon en 1267. No lo vimos y por eso de veras no podemos definirlo ni aunque peleáramos con molinos de viento, que ya eran desde hacía poco más de dos siglos y medio, aunque debamos reconocer que a esa improbable epopeya no habríamos podido acudir como metáfora pues un caballero andante la proyectaría hasta 338 años después.
Ya existía el velocípedo desde 1420, sin embargo ignoramos cuándo y qué tan rápido se extendió la imprenta, concebida tres décadas después. Pero el terreno ignoto de las fechas que signen lo antedicho, o su falta de precisión, no se debe en modo alguno a cierta falla del reloj mecánico que desde el invento de Johann Gutenberg ya llevaba marcando el tiempo un millón 489 mil 200 horas aproximadamente. En suma, el desconocimiento nuestro se debe a que aludimos a procesos complicados donde el desarrollo histórico abre la posibilidad para que se proyecten las cosas, surjan y se expandan hasta configurar poco a poco el cuadro de uso generalizado y así también modificar la vida misma en los órdenes público y privado.
El caso es que todo eso que decimos pasó, delo por hecho. Aunque no haya fotografías sabemos que hubo una vez, hace mucho tiempo, en 1500, que se inventó el primer aparato desde el que sería proyectado el avión; lo de menos es si Leonardo Da Vinci haya sido telegénico. Y aunque no tengamos la grabación de sonido o el impreso de alguna entrevista exclusiva otorgada por Galileo Galilei, tenemos en cuenta la utilidad del péndulo o del telescopio, surgidos de la imaginación y la creatividad del gran astrónomo italiano. No obstante la ausencia de registros de imágenes en movimiento puestas en el celuloide, conocemos que la máquina de escribir surgió en 1714 y pasa lo mismo con la cámara fotográfica, el radio o el cine: un día y a una hora determinada fueron inventados. Aunque no nos lo informaran por teléfono o no lo hayamos oído y visto en televisión, con imágenes a color, en vivo y en directo. En todo caso, quizá, los inventos fueron menos emotivos al estar desprovistos de fama y espectacularidad y no hayan sido respaldados por los anuncios de los patrocinadores.
De otros inventos
Todo este invento viene a cuento para hacer los siguientes apuntes:
1. Con denodada persistencia, parte de la ideología crítica de la televisión la llamada Escuela de Frankfurt es una de sus principales exponentes aduce que lo que no está en la pantalla es como si no existiera y reclama un panorama de comunicación parcial y a menudo distorsionado. En consecuencia acusa tanto a ese aparato como a los diseñadores de contenido de ser los culpables del vacío de la información que campea en el mundo.
Sin embargo, la proclama no contempla o desdeña el hecho de que el mismo recuento y visión parcial de los sucesos se halla en los demás medios de comunicación y que eso se debe tanto a sus características técnicas propias como a la intención editorial que subyace en el ejercicio de la libertad de expresión. Las distorsiones o las omisiones informativas suceden en el periodismo desde su origen, y no a partir de la televisión aunque por sus efectos éstas tengan más envergadura. Eso tiene varias explicaciones situadas en el (casi) incontenible afán comercial de las empresas mediáticas, pasan por las insuficiencias éticas y profesionales de los propietarios de los medios y de los diseñadores de la comunicación y circundan el protagonismo político de los mismos medios que también delimitan el relieve de los temas según sus propios intereses.
Además, la fobia a la televisión deja de considerar las limitaciones técnicas del aparato. Es imposible que ésta abarque todo lo que ocurre y además, sin sesgos. No puede corresponder a todas las expectativas de comunicación y lo mismo pasa con las otras máquinas que integran la medioesfera sin que por eso se les denuncie, más bien esa medioesfera es la que conforma el mosaico heterogéneo de las noticias. A diferencia de los grandes inventos antedichos al principio de este apartado, el invento desde el que se carga de respon-sabilidad a la televisión ha sido muy extendido pero no corresponde con la realidad televisiva y, por ende, su mayor utilidad ha sido la denuncia.
2. Esa crítica a la televisión también se queja, así lo hace por ejemplo Pierre Bordieu, de que uno de los principales problemas que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se puede pensar atenazado por la velocidad? 1. Entre otros planteamientos y cuestionamientos esos fueron los que hizo Bordieu en dos conferencias que, por cierto, ofreció para la televisión de Francia en 1996 y que luego revisó para hacer un libro.
El enfoque carece de encuadre pero no nada más porque las conferencias del mismo intelectual francés muestran que la televisión comprende un esfuerzo de síntesis y de elocuencia que muchos intelectuales se muestran rejegos a llevar a cabo. También resulta errático exigir a la televisión una función que no tiene. Es como si se criticara al libro porque carece de imágenes o a la radio porque en el aparato no se puede leer o mirar los acontecimientos.
Debe aceptarse sin embargo que, en efecto, nunca nadie podría pensar atenazado por la velocidad, incluso ni siquiera Pierre Bordieu, pero guste o no la dinámica televisiva comprende formatos donde las imágenes y la velocidad forman parte de su definición tanto técnica como de uso, al que no se le han encontrado abundantes alternativas. Por cierto, desde principios de la década de los 90 del siglo XX los medios emulan las características de la televisión mediante estructuras ágiles y textos breves, en la prensa particularmente, las llamadas ventanas reproducen la pantalla televisiva, y ni hablar de la cortedad de los artículos de opinión o los ensayos; la tendencia se expresa y alienta en la televisión. Eso no quiere decir, sin embargo, que no sea deseable la oferta de contexto en los partes noticiosos junto con el juicio detallado que explique sus razones y sus alcances, incluso hay programas dedicados a eso. Registran niveles mínimos de televidentes, por cierto, y eso verifica que la relación entre audiencias y oferta es mucho más compleja de lo que parece a simple vista y sin pensar pausadamente frente a una frase de lectura rápida como la escrita por Bordieu.
En definitiva, la televisión no es un instrumento que sirva para recrear el pensamiento, esa actividad pertenece a otros ámbitos, al libro o a la escuela, por ejemplo; incluso como advierte Domenique Wolton conviene recordar que, en la esfera de la información televisiva, no existe relación entre información y conocimiento 2. Otro asunto es que, en efecto, la audiencia demande apegada a sus derechos y en un ámbito de libre competencia, que el Estado garantice contenidos distintos acordes con la función social que se les asigna a los medios de comunicación.
3. He aquí otro asiduo reproche: la televisión no sólo no refleja toda la realidad sino que incluso suele incurrir en montajes que hacen de la realidad un espejismo cuando no francamente un invento y como en la cultura de masas contemporánea ver es creer, lo que se ve existe aunque no sea cierto. Y al revés también, aunque no haya imágenes puede haber un gran acontecimiento que, dada la supremacía de la televisión, no sean conocidas. Tales son dos de los nudos más destacados expuestos por Ignacio Ramonet en su celebrado libro La tiranía de la comunicación.

Vayamos por partes

La televisión, y esto pasa también con los demás medios, no puede situarse al margen de la verdad, incluso aunque lo pretenda porque el razonamiento de la audiencia haría pedazos su credibilidad y en consecuencia sus expectativas financieras. La televisión no refleja toda la realidad ni puede hacerlo aunque se lo proponga o se lo exijan, sus condiciones como máquina lo hacen imposible además de que funciona a partir de la inteligencia y las capacidades de suyo limitadas del hombre como para acometer una empresa de tal magnitud.
Además, el invento informativo no es prerrogativa de la televisión, como tampoco son los éxitos periodísticos. Sin duda, las trasgresiones éticas y profesionales en la esfera mediática y particularmente en el orden informativo, datan del inicio de la actividad del periodismo de finales del siglo XVIII y principios del siguiente hasta la fecha.
Tanto en la prensa, la radio y la televisión además de en Internet hay estafas noticiosas de toda laya y es imposible siquiera un recuento al respecto en estas líneas. Sólo recordamos que Ramonet menciona el falso osario de Timisoara, al que considera el engaño más importante desde que se inventó la televisión; los cadáveres alineados bajo los sudarios no eran víctimas de las masacres del 17 de diciembre (de 1989), sino cuerpos desenterrados del cementerio de los pobres y ofrecidos de forma complaciente a la necrofilia de la televisión 3.
La conmoción que esto causó es tan consabida como el estupor que se generó al ser develado el montaje. Sin embargo, la situación se refiere a la falta de escrúpulos tanto de quienes ofrecieron la tarima como de quienes sin verificar aceptaron montar el teatro, es decir, se dirige a los precarios insumos éticos y profesionales de quienes decidieron difundir las imágenes. No puede haber reproche a la televisión por eso, sino a los usos perversos que llega a haber en ella, como no puede criticarse a la prensa por sus embustes ahí están los inventos de Jayson Blair que, de 2002 a 2003 durante seis meses, desde The New Yok Times, engañó a los lectores con reportajes en lugares en los que nunca estuvo y que reseñan intercambios con personas con las que nunca platicó.
Ubiquémonos en la segunda sentencia de Ramonet: los grandes acontecimientos no producen necesariamente imágenes y por eso, también dada la supremacía de la televisión pueden haber hechos relevantes que no sean conocidos4. Eso es cierto desde el origen del hombre hasta nuestros días. No hay imágenes del proceso mediante el cual el homínido dio el gran salto, tampoco se encuentran dentro del archivo si quiera algunas que den cuenta de buena parte de los inventos del hombre... y después de la televisión ocurre lo mismo; ese instrumento, como hemos dicho, no lo abarca todo. Tampoco hay ni puede haber imágenes de las crisis económicas, políticas o culturales, en todo caso hay representaciones conceptuales o imágenes de sus consecuencias, es decir, de las formas mediante las cuales éstas se expresan. Pero en todas estas aristas si algo se demuestra es precisamente la dinámica de la mediosfera en donde los vacíos de cada medio de comunicación pueden ser cubiertos por otros. Eso implica, además, evitar la supremacía de la televisión en el orden informativo, como ha sucedido en innumerables episodios. Adicionalmente como generadores de contrapeso al derecho a la información las audiencias son determinantes, igual que las críticas que, como las de Ignacio Ramonet, cifren la atención en los excesos de los medios de comunicación.
Respecto a la televisión acordamos, claro está, con que el impacto de la imagen es más vigoroso y abarcador, y por ello más persuasivo que los demás medios, pero ésa es al mismo tiempo que debilidad, una de las fortalezas de la televisión. En ese terreno, otra tendencia universal marca dos pautas: primero, la autorregulación, que alude a mecanismos desde los cuales se definen los contenidos con parámetros éticos para no lesionar la credibilidad de la audiencia y, por ende, las ganancias económicas y, segundo, la regulación del Estado porque ahora, esa tendencia con la que coincidimos, no plantea que los contenidos estén sujetos sólo a la dinámica del mercado.

4. La misma escuela crítica arguye que, dadas las características de la televisión que dramatiza o en general transforma en espectáculo casi cualquier cosa, el aparato se convierte en la principal fuente de amarillismo y escándalo en nuestros días. Dice que esto es así, además, porque todo, hasta la información, se ofrece como mercancía.

Cierto, pero aquello también es resultado de una vertiente universal que comenzó en 1830 cuando aparece una gran variedad de periódicos baratos que fueron pensados para un público más vasto con el objeto de captar mayores ingresos por venta de ejemplares y publicidad. ¿Por qué no habría de suceder lo mismo en la televisión?
John B. Thompson detalla que los diarios consagraban un espacio muy amplio a los relatos sobre crímenes, violencia sexual, juego y deportes. Sobre el escándalo, aunque lo mismo opera para el sensacionalismo en general, el autor recuerda que su auge como fenómeno de significación coincide con la aparición de la imprenta y los medios electrónicos de comunicación.
Thompson señala además: En la era de la televisión, la publicidad mediática se define cada vez más por la visibilidad entendida en su estricto de visión (es decir, de la capacidad para ser visto con los ojos) 5 y por la posibilidad de que esa visibilidad abarque grandes distancias e incluso sea transmitida en directo. Sólo vale añadir que esa observación está ceñida a un proceso más complejo aún, en donde la visibilidad comienza a ser imperativo en la gestión pública y en todos los órdenes de la vida social. En la esfera global eso expresa la dilución entre lo público y lo privado.
Sobre los contenidos orientados con afanes mercantiles. ¿De qué otra manera podría ser si no? La historia de todos los medios de comunicación en el mundo no se explica sin la vertiente económica y comercial, más aún como antes hemos dicho, incluso sus características fueron trazados por su valor de uso. Además de que, en efecto, la atribución reguladora del Estado sobre los medios sea uno de los principales desafíos de la democracia dada la función social de aquellos y que por eso se diferencian de cualquier otra industria, la comercialización de la oferta mediática para la que se busca incrementar audiencias, lectores o radioescuchas y contratar más publicidad comercial y oficial , es condición esencial para su desenvolvimiento como empresa y para su autonomía e independencia frente a los gobiernos.
Es improbable que, en cambio, se sugiera una vuelta a la noria rumbo al enfoque europeo imperante de los años 50 hasta principios de los 80 del siglo pasado, me refiero al carácter público de los medios sobre la propiedad privada de éstos. Eso es improbable por la crisis de identidad que tuvieron los medios luego del dislocarse el modelo público de propiedad en Occidente a mediados de los 80 del siglo pasado y luego de que los fines en la actualidad se enfocan a afianzar el modelo de propiedad privada; por ejemplo, entre 1983 y 1988, en Francia prácticamente se dislocaron los medios públicos televisivos al pasar de tres cadenas televisivas a siete siendo cuatro de ellas privadas, y similares procesos hubo en los demás países.
Es imposible entender a las sociedades modernas sin medios de comunicación privados, entre otras razones porque la tutela omnímoda del Estado significaría una sola oferta mediática y porque es contraria al ejercicio de las libertades, en este caso, las de empresa, comunicación, información y opinión así como de elección individual frente a la programación que se ofrece. Eso no quiere decir, evitemos malentendidos, que los medios públicos sean obsoletos, más aún, pese a sus limitaciones podrían ser un contrapeso de la oferta de índole privada, como lo han sido en España, por ejemplo. Esto, siempre y cuando, además, no signifique, como llegó a ser en Europa, que se reproduzcan los mismos patrones de los medios privados, en donde el imperativo del rating conduce a excesos como los que se han expuesto. Se trata de establecer una vía alterna a la oferta predominante.

Por otro lado, habría que revisar la situación específica de cada país en el orden del esquema de propiedad y dentro del imperativo de su diversificación, pero es indudable que el caso del emporio televisivo más importante de habla hispana es paradigmático, nos referimos claro está a Televisa que opera en México. El impresionante desarrollo de esa empresa se gestó desde los primeros años de la década de los 50 hasta principios de los noventa del siglo pasado y se debió principalmente a su aquiescencia con los gobiernos surgidos del sistema de presidencialismo omnímodo y la tutela de un solo partido. Una acuciosa investigación de Raúl Trejo Delarbre demuestra que A cambio de una actitud displicente (y casi exenta de cualquier sesgo crítico) hacia la información que proviene del gobierno, Televisa ha recibido un trato preferencial para la trasmisión de sus señales y, en general, cualquier apoyo para su desenvolvimiento empresarial.6
Luego de ese periodo de poco más de 40 años, y como también documenta en otros trabajos el experto más reconocido del país, Televisa consolidó un poder tal que ahora configura uno de los problemas más importantes de la democracia mexicana. Pero eso no se debe a la televisión en sí misma, reiteramos, sino a la forma en como actúan los dueños del monopolio: entre los recovecos de la política para promover sus intereses financieros a través de planes empresariales convertidos en ley, en los resquicios de la norma para trasgredirla según sus intereses, como por ejemplo en la publicidad política embozada que prohíbe la ley;
en su recurrente falta al esquema normativo que le obliga a una función social específica, etcétera. Esto lo hace con la permisividad de no pocos actores políticos que cifran sus expectativas en la visibilidad que puedan tener en la pantalla y en las campañas de promoción que pueden ejercer a través de ésta. En suma, en México se encuentra uno de los ejemplos más destacados del protagonismo político de una empresa mediática y de su preeminencia en el mercado que subyuga la posibilidad de que existan otras ofertas. Nada menos durante el sexenio del gobierno del presidente Vicente Fox, entre 2000 y 2006, Televisa obtuvo el 15.56% del gasto de publicidad oficial y eso significó un ingreso de mil 803 millones 219 mil 725.48 pesos.

5. Citemos otra crítica asidua, está entre las más famosas aunque la creemos también equivocada. Dice Giovanni Sartori: la televisión invierte la evolución de lo sensible en intelegible y lo convierte en ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender .

Visto con seriedad no es claro porqué la televisión invierte la evolución de lo sensible en intelegible. Pero, sobre todo, hay que tener presente que mirar la televisión no es un simple acto de ver. Si así fuera, en cierto sentido, nada debiera de preocuparnos dado que ver significaría contemplar y entonces no sería atrofiada la capacidad humana de razonar en la que, por cierto, también participan los sentidos. Pero hasta el simple y llano acto de contemplar suscita sensaciones e inexorablemente también reflexiones, incluso aunque no lo pretenda la televisión se trata de una reacción inherente a la naturaleza humana.
Como ya se argumentó, la televisión no es un instrumento que sirva esencialmente para motivar al pensamiento pero en modo alguno para atrofiarlo; habitualmente carece de conceptos pero no los anula en el individuo, el único responsable de elaborarlos. Con razón Gustavo Bueno precisa que el espectador no puede ser considerado inocente como si de un mero espejo o receptor pasivo de verdades y de apariencias se tratase. Si el televidente o la audiencia resulta movido por estímulos o montajes televisivos ad hoc, él es en todo caso, quien se mueve: ante todo es él quien conecta su televisor como sujeto operatorio, quien cambia de cadena o apaga el aparato y quien interpreta . Pero además, el experto en filosofía detalla en que una conducta e-motiva (emocional) no es un género de conducta que pueda contraponerse a la conducta racional , ninguna conducta puede dejar de ser emocional o motivada ; de lo que se trata es de discernir diferentes tipos de emociones o motivaciones (...) Pero tan racional puede ser una conducta motivada por un estímulo artístico o deportivo; tan racional puede ser la conducta de un espectador colérico de televisión, como la de un flemático. Dicho de otro modo: quien se considera movido (motivado, emocionado) por una campaña electoral televisada, es porque él mismo participa con causa de la energía de ese impulso motor; es decir, porque es cómplice de ese impulso y porque él mismo es partícipe de la campaña en la medida en que precisamente en él está siendo manipulado.8
Parafraseando a Gilles Lipovetsky que se refiere a la moda, la televisión ha provocado a esa escuela el reflejo crítico antes que el estudio objetivo, se le evoca para fustigarla, marcar distancia y deplorar la estupidez de los hombres. Si estuviéramos en el nivel de proclamas de Sartori podríamos reaccionar con otro acto de fe y escribir parrafadas enteras sobre la confianza que vale la pena tener en el hombre. No es el caso. Es mejor ceñirnos a la siguiente arista:
El alegato de Sartori adolece de la falta de tradición intelectual europea en el análisis de la televisión, donde el imperio de la ideología empañó la capacidad de entenderla. Esa fragilidad se exhibe, por ejemplo, en el escaso análisis que hay sobre las audiencias. Aunque paradójicamente se hable mucho de éstas, incluso erigiéndose como su portavoz, habitualmente se les reduce a conformar una mera masa de maniobra desde la que actúa el ente televisivo, como si la medioesfera sólo se integrara por éste y como si ese mismo ente moldeara todas las percepciones y las creencias y además ordenara todas las actitudes y los actos de esa masa.
Pese a todo, con una facilidad y un éxito asombroso, como sucede con muchas de las frivolidades que proyecta la televisión, se habla de una masa de maniobra que, al seguir el molde que mantiene Sartori para revisar los efectos del multimedia, conformará un público de eternos niños soñadores que trascurren toda la vida en mundos imaginarios . No obstante, el comportamiento de las audiencias es mucho más complicado y no muestra indicios de seguir la ruta que el mismo autor italiano asume como profecía, es más, no muestra indicios de seguir una ruta. (A diferencia de Europa, en Estados Unidos sí hay una trayectoria de estudios de las audiencias que se han hecho lo mismo para los fines comerciales de los propietarios y los diseñadores de contenido, que han sido emprendidos por diversos circuitos académicos e intelectuales).

Intentemos diluir la artillería pesada circunscrita a la inevitable alineación televisiva en la base de entender, primero, que no puede hablarse de un público sino de públicos en virtud de que la televisión se dirige a una audiencia heterogénea, anónima y difusa. Más allá de los instrumentos que sirven para medir las preferencias de esos públicos, la definición de los contenidos televisivos tiene resultados aleatorios y contrastantes en cuanto a las respuestas; no se sabe a ciencia cierta por qué se mira más un programa que otro; en distinto nivel se hallan las emisiones que por su propia naturaleza alcanzan altísimos índices de rating, como sucede con los eventos deportivos o musicales o con algún hecho insospechado.
Mirar la televisión es un colectivo que se ejerce en privado y eso hace aún más difícil de medir la reacción de los públicos. Para responder a esa segmentación, los hacedores de la pantalla delimitan programas especializados pero eso no diluye el reto porque, de cualquier modo, las expectativas se dirigen al gran público, o sea, al principal socio de la televisión. En esa órbita de intereses la oferta se delimita según la demanda, pero esa relación es dicotómica, pues la demanda no obedece a impulsos unidireccionales o previsibles y, en más de un sentido, llega a expresar rechazo. Como señala Domenique Wolton:
Las encuestas, las reuniones o los informes de quejas hechos por las asociaciones de espectadores muestran que el público no se deja engañar respecto de la ausencia actual de innovación, de la obsesión por el rating, de la desaparición de los programas documentales, de la excesiva espectacularización de la información, de la insuficiencia de programas científicos y culturales, de la omnipresencia de los juegos...

Sin duda, la audiencia es uno de los principales contrapesos del contenido televisivo. Lo es porque sus preferencias y sus niveles culturales delimitan la oferta y constituyen el campo para la promoción de los negocios de la empresa mediática tanto en el orden de los ingresos publicitarios como en la promoción de sus intereses financieros en el marco de las democracias contemporáneas. A pesar de ello, y a diferencia de Wolton, el autor de este libro considera que la programación no ha de estar ceñida exclusivamente a la dinámica del mercado sino, como se ha dicho, también a un cuadro normativo que fije limitaciones sobre la base del criterio de la función social a la que están obligados los medios de comunicación.