Por José Fernández Vega
El gesto vanguardista de Marcel
Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al
anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística.
Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó
venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de
la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la
belleza", nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al
imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar un criterio
sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?
Una historia de la belleza se
puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello
implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido
especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy
distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un
anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta
el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las
maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin
olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales
contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.
Pero en la actualidad la idea de
belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó
durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX
pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron
de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan
tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas,
sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia
habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?
Umberto Eco no profundiza en este
interrogante central para nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la
belleza, plasmada en un —bello— libro suntuosamente ilustrado, es un reflejo de
su proverbial capacidad docente: clara, amena, sistemática. Pero el viejo
ímpetu intelectual que distinguía al autor de Obra abierta o Diario Mínimo
derivó con los años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada que
reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta metamorfosis: la ausencia
de un espírtu más inquisitivo que enriquezca el sólido relato de este libro
destinado sin duda a complementar la clásica y popular Historia del arte de
Gombrich.
Desde los griegos, y durante más
de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte
o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía,
primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya
encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud
eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su
Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía. Ese legado griego,
de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula
perdurable en el pensamiento occidental.
Todavía Tomás de Aquino, a cuyo
pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido),
define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética
burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no estuvo dirigida a discutir los
términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las
nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de
ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el
observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus
efectos sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que caracterizaba
a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las
obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo.
Hasta el siglo XVIII, entonces,
la historia de la belleza presenta muchas ramificaciones si la consideráramos
en detalle, tal como hace Eco, pero apenas alguna fase realmente revolucionaria
respecto de los parámetros fijados por la antigüedad. Claro que la belleza se
adaptó a la poderosa presencia del pensamiento cristiano durante la Edad Media
(un avatar complejo que Eco condensó en su Arte y belleza en la estética
medieval) por no hablar de las evoluciones a todo nivel del Renacimiento. Pero
un cierto trasfondo entre platónico y matemático (la noción de proporción
asociada al número, por ejemplo) siguió definiendo a la belleza. En su último
libro, Arthur Danto, una de las principales figuras de la estética actual,
intentó indagar la crisis del concepto (y del completo cambio en la vivencia)
de la belleza en el arte contemporáneo. El verdadero terremoto, sostiene, tuvo
lugar ya al comienzo del siglo XX, con el emblemático mingitorio de Duchamp y
las vanguardias plásticas y literarias que allanaron el camino para la
introducción de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es decir, sin
considerar su valor estético, bueno o malo, sino su mero estatuto) en los 25
siglos que nos preceden. A la muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel
se sumaba ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos: la
belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como un angustiante funeral
colectivo. Todas las grandes y antiguas palabras empezaron a perder su sentido
y a prepararse para una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo
con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores ensayos, Dios
ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo
no me siento del todo bien.
Es en ese contexto que los
trastornos de la belleza confluyen con la crisis de la cultura contemporánea
constituyendo uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida, por
el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación sigue manteniendo la
belleza con el arte? Eco no ignora desde luego la crisis de la belleza ni las
provocaciones de los artistas o los escritores. Con vigor y capacidad de
síntesis da cuenta tanto de la confusión entre lo culto y lo popular que los
medios masivos de comunicación trajeron aparejada como de la dificultad para
identificar un ideal específico de belleza en una era como la nuestra que,
según las palabras finales de su obra, se halla rendida "a la orgía de la
tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la
belleza".
Con todo, Eco no explora a fondo
las causas de dicha situación en relación con el arte, y éste no es un asunto
marginal. Aunque al comienzo de su relato aclare que una historia de la belleza
no debe confundirse con una historia del arte, no puede prescindir de la
tradición visual (apenas se habla aquí del otro sentido jerarquizado desde los
griegos: el del oído) o literaria. La plástica de Occidente (acaso en fallido
desafío a la dictadura de la corrección política, Eco olvida siquiera señalar
que su panorama no considera en absoluto a Oriente) aporta la enorme mayoría de
las imágenes de su libro, secundada a distancia por piezas arqueológicas,
retratos de actores, de edificios o de máquinas. Una selección de citas
filosóficas y extractos literarios completan el aporte de fuentes ilustrativas
del volumen, escrito por partes iguales con Girolamo de Michele.
La belleza del cuerpo humano
resulta por supuesto crucial para una aproximación no específicamente artística
(aunque todos los ejemplos previos al final del siglo XIX sean para nosotros
artísticos), en especial si recordamos que la hermosura femenina es uno de los
temas más remotos y constantes en la tradición occidental desde Homero. Eco
consagra abundante espacio a este tópico e incluye un abanico de imágenes que
abarca desde estatuas antiquísimas que representan mujeres fellinescas (la por
muchos motivos vertiginosa pieza denominada "Venus de Willendorf"
data del siglo 30 antes de Cristo) hasta las más recientes y raquíticas chicas
de calendario sin olvidar el esquizoide modelo de mujer típico del cine: la
femme fatale y la vecina de al lado.
No es sólo que cada época tenga
su ideal de belleza, sino que, al mismo tiempo, en cada una conviven muchas
tendencias divergentes, incluso sin llegar a los extremos de profusión que
distingue a la nuestra, en la que el propio ideal se halla asimismo
cuestionado. La empresa en la que se embarcó Eco parecía por eso imposible
puesto que debía conjugar un relato en sí mismo complejo y vinculado, además, a
problemas mayores como los del bien y la verdad, siempre mezclados con lo bello
por la filosofía y la religión. Sin embargo, logró sortear el abismo con
sobrios movimientos. Su libro reserva un lugar para la inspiración pitagórica y
para los oscuros impulsos hacia lo feo teorizados en el siglo XIX, para el
resplandor divino que el catolicismo vio en las imágenes y para la fascinación
romántica ante la muerte, la crueldad o el dolor. La armonía de la figura
humana y su deformidad, la alegría y la melancolía, la rivalidad entre la
jardinería barroca y la neoclásica, un mármol romano y una estación de subte
parisina conviven en sus páginas. En esta parafernalia Eco consiguió imprimir
un orden elegante y erudito. Que su repaso histórico no haya logrado iluminar
direcciones decisivas para el presente cabe atribuirlo al hecho de que la
belleza del mundo nunca parece suficiente. Y esto es casi lo único cierto que
se puede decir sobre ella a través de los siglos.
Fuente:
www.antroposmoderno.com | [La imagen pertenece al artista Ricardo
Ajler]
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