lunes, 29 de octubre de 2012

1Q84



Javier Munguía.
1Q84 supone al mismo tiempo una continuación y una ruptura en el contexto de la obra de Murakami. Continuación, porque tenemos al típico protagonista masculino murakamiano, buena persona, culto y solitario, que se adentra en los meandros de su intimidad y vive experiencias sobrenaturales que nunca encuentran una explicación racional. Continuación, por las referencias musicales y literarias, que están a la orden del día pero sin ostentación. No faltan tampoco los gatos; incluso hay un cuervo que habla, como en Kafka en la orilla. Continuación, sobre todo, porque, como en el resto de sus novelas, en 1Q84 Murakami reitera su poética del desconcierto, de lo inquietante, de las preguntas sin respuestas que sugieren y perturban. Ruptura, porque la crítica social, ausente en la mayoría de los libros del autor, tiene un papel de peso en esta obra. Ruptura, porque aparece aquí el personaje femenino más poderoso de su autor, que opaca incluso al protagonista masculino: Aomame, una chica resuelta pese al rechazo del que ha sido objeto en una sociedad que odia a las mujeres y a los diferentes. Una mujer que le debe mucho a la Lisbeth Salander de Larsson, pero que tiene el inconfundible toque Murakami: no solo se enfrentará a peligros tangibles, sino también a presencias sobrenaturales en un mundo que ya no es el conocido, sino uno con dos lunas en el que las reglas que aplicaban para la realidad ordenada y comprensible están rotas.
El plano 1Q84, que ha sustituido en el libro a 1984, es una metáfora de toda la obra de Murakami: inicialmente, nos encontramos no en un territorio abiertamente maravilloso, sino en uno reconocible, “realista”; sin embargo, van apareciendo en él fisuras que lo ubican de manera irreversible en un contexto amenazante y perturbador, en el que la lógica vale menos que la intuición.
A la vez que suma de su ficción anterior e integración de nuevas exploraciones, 1Q84 es, además, la evidencia de los riesgos que enfrentan los ficcionistas que, como Murakami, se mueven a tientas por los territorios pantanosos de lo que no puede ser aprendido por la razón, de lo que no ofrece respuestas sino interrogantes, de lo que no afirma sino sugiere, ese mundo del sueño y del inconsciente que tomaron como bandera los surrealistas y cuyo mayor exponente es Kafka.
En cuanto a Aomame y Tengo, la inmovilidad los define en este cierre de la novela. Hacen pocas cosas, y ninguna de ellas es muy relevante. En vez de avanzar, sus historias se estancan: el narrador parece más preocupado por que no olvidemos el argumento de las dos primeras partes que por darnos nuevos motivos para quedarnos. La crítica social, el misterio de Fukaeri y el grupo religioso Vanguardia, la amenaza de la little people: todo se deja de lado en favor de una historia de amor poco convincente que no da para 400 páginas y cuya resolución resulta decepcionante.
Es evidente que la apuesta de Murakami no es el rigor, la correspondencia entre cada uno de los elementos ficticios, la réplica exacta a las interrogantes planteadas. Su obra es abierta tal como entiende el concepto Eco: es ambigua, ya que su mundo no responde a los paradigmas conocidos. Ante una obra así, los lectores nos movemos a tientas, sin saber a ciencia cierta qué es significativo y qué es secundario, más bien adivinándolo, intuyéndolo. Corremos, pues, el riesgo, de confundir el genio con el capricho o la ocurrencia, de no saber dónde termina el talento y dónde empieza la improvisación, el descuido.
Haciendo un balance de este libro 3 de 1Q84, el saldo resulta negativo: sus historias y sus protagonistas son débiles, fácilmente olvidables; hay en él diálogos, escenas enteras sin mayor justificación que, quizás, algún pálpito mal dirigido. Ni hablar: hasta los grandes escritores se tropiezan. Tal vez habría sido deseable que 1Q84 terminara con su segunda parte: la mayoría de los cabos sueltos planteados en ella no se resuelven en la tercera y los que se revelan pecan de locuacidad, por un lado; por otro, toda la tensión, las buenas caracterizaciones, las motivaciones convincentes, las apariciones inquietantes y las múltiples sugerencias de los dos primeros libros se convierten en ripio en el tercero. A veces es preferible callar, como bien sabía Carver. Murakami parece haber olvidado, esperemos que temporalmente, la lección de uno de sus maestros.

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