Por: Juan Villoro
Después de una juventud de tiras
cómicas y una primera madurez de dibujos animados, Mickey Mouse encontró su vocación
como emblema corporativo. En tiempos heráldicos, sólo las bestias mitológicas o
las fieras rampantes aspiraban a decorar escudos de armas. En el siglo de las
caricaturas no es extraño que el Reino de la Fantasía tenga por logotipo a un
roedor de manos enguantadas. Como la estrella de Mercedes o el doble arco de
McDonald’s, Mickey es una marca registrada. A estas alturas de su consolidación
empresarial, sería un pavoroso error de reparto incluirlo en una película. El
anfitrión del emporio Disney no puede rebajarse a tener historias: es el
talismán que convalida las transacciones de un territorio donde sólo hay
transacciones. Cuando una tormenta tropical se abate sobre Disney World, los
visitantes compran impermeables amarillos. “Nunca me había sentido tan
ridículo”, comenta un padre que parecería un bombero errante de no ser por el
ratón tutelar adherido a su espalda. “¿¡Le dices ridículo a Mickey!?”, protesta
un hijo que conoce el valor de los mitos.
Umberto Eco advirtió que cada
atracción Disney World desemboca en “un supermercado disfrazado donde compras
obsesivamente, creyendo que todavía estás jugando”. El consumo es el principio
rector y el fin último del lugar, pero se confunde con la diversión. Incluso el
dinero adquiere otra dimensión simbólica. En Disney World puedes pagar en
dólares o en la moneda local, que parece acuñada por un banco de dibujos
animados. Aunque la equivalencia es de uno a uno, los disneydólares representan
algo más que una divisa: el ingreso a otra realidad. Ahí el dinero se somete a
la lógica de la fantasía, es un artículo desplazado que reclama una imaginativa
manera de pertenecer a ese entorno, como los soldados de la guerra civil que
recorren la Calle Principal, o los coches color malvavisco que hacen las veces
de taxis. El dinero se vuelve un juguete, aunque sirva para lo mismo que en el
olvidado mundo de fuera. Y no sólo eso: también cumple las funciones de
souvenir, lo cual redondea sus méritos comerciales. Para tener un recuerdo
adicional, numerosos visitantes prefieren “no gastar” sus últimos
disneydólares, olvidando que ya los han gastado.
***
Mi familia y yo salimos de prisa
del show del Rey León y olvidamos la cámara en el asiento. Volvimos dos minutos
después y ya no estaba ahí. Me aconsejaron ir al día siguiente a la oficina de
Objetos Perdidos (que en inglés recibe un nombre más optimista: Lost &
Found). Tomé un autobús entre prados y estanques hasta una zona apartada. Creí sustraerme
a la lógica del parque de atracciones, sin saber que me incorporaba a su núcleo
duro. Cuando describí mi cámara, una de esas empleadas que parecen conocer las
respuestas antes de oír las preguntas me vio como si yo fuera el informante de
una tribu preverbal. No bastaba con saber la marca y el modelo. Disney World es
visitada por millones, sí, millones de cámaras. Cada una tiene una
especificidad. Por desgracia, yo no pude ser más específico. “¿Cuántas fotos
había tomado?”, preguntó la mujer. Naturalmente, yo no lo recordaba. Habíamos
llegado a un punto de inflexión kafkiano: la cámara perdida sólo podía ser en
verdad mía si yo cumplía con el requisito paranoico de saber el número de fotos
tomadas que albergaba. La mujer repitió su pregunta. Entonces demostré que
provengo de una cultura convencida de que la lotería es el principal remedio
contra la adversidad. Cerré los ojos y dije un número. La empleada fue a ver.
No, mi cámara no estaba ahí. Aunque esto pudiera ser cierto, mi mente
supersticiosa asociará para siempre la pérdida de la cámara a mi incapacidad de
decir el número correcto.
Pero no era ése el sitio para
tratar al destino como algo que se improvisa. La pregunta de la responsable de
Objetos Perdidos revelaba el mecanismo contable del lugar. Disney World ha
desterrado la posibilidad de azar. En Semana Santa, cien mil personas recorren
Disney World; cada una de ellas recibe pasaporte de ciudadanía y cada una está
de paso. En esta metrópoli que odia lo sedentario, incluso la noción de
“visitante” es exagerada. Sólo hay pasajeros: el espectáculo y el traslado son
una y la misma cosa.
Las dos experiencias más
sorprendentes que tuvimos ocurrieron en nuestra llegada y nuestra salida. Dos
sobresaltos vinculados con el tiempo y el espacio, del todo ajenos a la
seguridad glacial que promete Disney World. El primero ocurrió al desempacar en
el hotel. La maleta de nuestro hijo contenía un objeto que no habíamos puesto
ahí. Junto a su fiel peluche Coco, había un despertador, uno de esos artefactos
redondos, con manecillas juguetonas, coronado por dos campanillas, que en las
caricaturas suenan tanto que no sólo despiertan a Pluto sino que lo lanzan
hasta el techo. ¿Por qué estaba ahí? Esto ocurrió algunos años antes del 11-S,
pero aun así no costaba trabajo asociar un despertador con una bomba
terrorista.
Fue uno de los momentos del viaje
en que actué con mayor infantilismo. Evacué a la familia del cuarto, tomé la
maleta (juzgando que si no había explotado para llegar ahí tampoco lo haría
para ir al estacionamiento), saqué el reloj con dos dedos de la mano izquierda
(juzgando que la explosión sólo me amputaría esos apéndices que en ese momento
me parecieron prescindibles) y lo deposité en un bote de basura (juzgando que
por el hecho de quedar ahí pasaría de ser amenazante a ser reciclable). Cuando
me volví para dirigirme al cuarto, vi a mi hijo y a mi mujer parapetados tras
un coche a dos metros de distancia. Sus ojos brillaban como si yo regresara de
Vietnam. Una mano benévola o el distraído azar colocaron ese absurdo
despertador en la maleta para crear ese juego alternativo, el único en verdad
divertido de Disney World. Bueno, el único no. También la salida tuvo lo suyo.
Más información más adelante.
***
Volvamos ahora a la urbe
obsesionada por el desplazamiento. Disney World sigue el principio de las
excursiones infantiles, donde nada es tan divertido como el viaje en autobús.
“Aunque la meta sea el paraíso, lo que más les gusta es el camión”, comenta la
mayor experta en niños que conozco. Disney World industrializa esta idea.
Moverse no es un camino a la diversión, es la diversión. En este sentido supera
a Disneylandia, pues su territorio es muy superior (el doble de Manhattan, el
mismo de San Francisco). Sus tres grandes hoteles están enlazados por un
monorriel: el vértigo mecánico comienza en el lobby. Lejos, muy lejos, quedan
los automóviles. El visitante mexicano suele llegar en avión. Si acaso lo hace
en coche, el estacionamiento, última instancia de la sociedad motriz anterior a
Disney World, le parecerá un predio del tamaño de Chihuahua.
En un sitio donde lo más
interesante es moverse, la tensión deriva de la espera. Los sociólogos del
deterioro calculan que, en un día promedio, una visita de ocho horas puede
estar compuesta por cinco horas de colas. Por eso, la mayor innovación
arquitectónica de los parques con el sello Disney son los tendajones anexos a
cada uno de los juegos, diseñados para ocultar las colas. Al estar bajo techo,
tienes la sensación de que te encuentras “dentro”. El sinuoso recorrido de la fila
hace que no puedas ver el punto de llegada, y la música, los carteles y hasta
los olores generan la impresión de que eso ya es parte del show. Aunque un
letrero anuncia el tiempo estimado de espera, el visitante no ve tanta gente, y
se queda ahí. Después de una hora de serpentear en un espacio inverosímil, está
al borde del ataque de nervios pero sabe que no hay marcha atrás: ya invirtió
demasiado en en ese recinto que, sin estar despejado, no parecía tan lleno.
Las colas son el principal
escenario del psicodrama. Como las familias se sienten obligadas a ser felices
el día entero, sufren severas crisis emocionales en el largo preludio al juego
que durará unos minutos. Purgatorios de la frustración en un sitio que pide ser
recorrido, las colas producen monstruos. En esa encrucijada, la madre recuerda
que ella había sugerido otra opción, seguramente despejada, y le reclama al
padre con una acritud que parece incluir a todas las rubias que le han gustado.
Un momento de ruptura en que los niños descubren que un berrinche puede ser tan
eficaz como los instrumentos del doctor Mengele. Las colas son la oportunidad
de que alguien vomite, un obeso de ciento cincuenta kilos te unte sudor y
mantequilla de palomitas, y una argentina exclame con potencia impía: “¡Vení,
nene, vení!”. En ese trance de sudor, lagrimas dignas de mejores teledramas y
manitas desconocidas que embarran pulpas dulces en el calcetín, los padres que
conservan un mínimo de compostura pueden sentirse héroes de la voluntad. Han
hecho todo eso por sus hijos, son capaces de sufrir en silencio junto al
vástago que sufre en estéreo y que después de la caída libre querrá volver a
hacer la misma cola. Esta sumisa entrega preconciliar amerita un más allá
compensatorio. Después de cinco días en Orlando, los padres merecerían una
moratoria moral: mamá podría pasar un fin de semana con Kevin Costner, y papá
con Sharon Stone sin que eso calificara como infidelidad.
***
A pesar del cambio de
nomenclatura, Disneyland París es un sucedáneo más o menos pálido de Disney
World. Para empezar, los franceses no saben producir sonrisas ajenas a la
conciencia, y, en todo parque que aspire a ser gringo, el trato humano depende
de la sonrisa que certifica que ese instante debe ser vivido como un éxito
(aunque tu habitación sólo esté disponible dentro de dos horas). No, los
franceses no saben reír así ni disponen de ortodoncistas que convierten la
dentadura en seña de identidad nacional. Tampoco saben hacer colas. La
Ilustración no fue en vano. Aunque esto es bueno para la Francia que rodea a
Disneyland, crea problemas en un terreno donde las colas deben responder a un
ritmo de campo de exterminio. Esclarecidos por el siglo de las luces y
alertados acerca de su responsabilidad individual por el existencialismo, los
franceses (incluso los que no fuman Gaulois) rompen las reglas y se meten a
codazos. Estamos en el único sitio donde la cultura de la libertad fomenta el
vandalismo.
Las largas filas de expiación
contribuyen a prestigiar el movimiento. El hombre detenido mira los funiculares
y los vagones que lo circundan como fugitivas formas del edén. En Disney World
—ese bazar urbano integrado por una castillo bávaro, una montaña espacial y
dumbos voladores— lo único local es la mecánica, la ciudad transporte, sin otro
destino que ella misma. Los veintiséis mil empleados no califican como
lugareños: en primer lugar, porque juegan a estar ahí (los hombres de camisa
guinda son espectadores de los espectadores), y en segundo, porque casi todos
trabajan de noche, aspirando palomitas o supervisando rayos láser para que el
sitio amanezca en perpetuo estado de presente. En los estudios MGM, una
cafetería de los años cincuenta incluye meseros que ponen en escena la dudosa
psicología de entonces: si un niño se niega a comer, lo amarran a la mesa y le
embarran cucharadas. La realidad se transforma en un programa de televisión:
nadie puede culpar de crueldad al mesero porque está actuando, es emisario de
una época cuya mayor virtud es que ya no existe. Al ver esto, mi hijo, que
nunca comerá las verduras que deseamos (y que yo tampoco como), me dijo: “Qué
bueno que tu mundo ya se fue”, frase lógica en la galaxia Disney.
***
¿Por qué las familias van y
regresan a ese enclave que cumple con ser distinto pero no siempre hace sentir
bien? En Variatons on a Theme Park, Michael Sorkin argumenta que el éxito de
Disney World depende, en buena medida, de su deliberada inautenticidad. No
puede decepcionar porque no promete ser otra cosa que una imitación artificial,
sin un modelo preciso que le sirva de referencia. “Lo que se falsifica”,
comenta Eco, “es nuestro deseo de consumir”. En este sentido, nuestra conducta
es más falaz que las honestas simulaciones del parque, condicionadas por la
idea de que la tecnología aporta más dosis de realidad que la naturaleza.
El ingobernable reino de lo
auténtico puede ser decepcionante. Entras a la jungla en pos de monos araña y
después de seis horas no has visto ninguno y ya fuiste presa de los mosquitos;
vas a cazar un crepúsculo a un peñasco arriesgado y las nubes te tapan la
vista; llegas a la playa de las bellezas en tanga, y encuentras una convención
de esperpentos desinhibidos. En un planeta inestable, Disney World ofrece las
virtudes de lo previsible y la superioridad de la imitación: “Se parece al
mundo, pero en mejor”, escribe Sorkin.
Disney World es el primer enclave
urbano con copyright: su paisaje está patentado. Aunque vive de la imitación de
escenarios y personajes célebres (el lejano Oeste, el castillo de Ludwig,
Pinocho, La guerra de las galaxias), otorga una nueva significación a la copia.
Ahí el Hotel Polynesian cumple el doble propósito de evocar los palafitos en
los que se inspira y ser un edificio de Lego. Estamos en una segunda realidad:
las lianas de plástico evidente demuestran que jugamos a atravesar la selva.
Los parques temáticos de Disney son sitios detrás de la aventura, no porque ahí
se conozcan los trucos de la tramoya, sino porque ingresamos a un entorno
precodificado por los cuentos de hadas, el kindergarten, la televisión, los
estrenos de los últimos sesenta veranos: Goofy nos da un abrazo de fieltro
mientras Indiana Jones se acerca a proximidad ideal para oler su épico sudor.
La singularidad que encuentran
los viajeros es la de constatar, ya dentro del Reino de la Fantasía, que el
lugar sigue siendo imaginario. De ahí la importancia de los vistosos tornillos
de plástico en el palacio de Cenicienta, el ronroneo mecánico en las piraguas
primitivas, la cortesía de las cascadas que caen cuando ya no pueden
salpicarnos, la robótica amabilidad del personal. El mundo se reproduce con
honesto artificio. La misión de los hombres consiste en imitar el gozo pánico
de Porky y compañía. En parajes garantizadamente falsos, sentimos la
perturbadora fascinación de ser ficticios, copias de las copias. Los amantes de
la veracidad pueden bajar los escalones de la Tumba 7 de Monte Albán o
despreciar El caballero del casco dorado, el espléndido óleo que por desgracia
no es de Rembrandt. Disneylandia es el emporio de la mentira: vale la pena
describir sus contrabandos culturales, pero sirve de poco lamentar que las
lágrimas de Blanca Nieves sean de glicerina: su efecto depende de su descarada
irrealidad.
Como los parques de atracciones
se proponen replegar las calles tristemente verídicas, la periferia no suele
ser tomada en cuenta. La disneificación del espacio oculta lo que queda fuera,
el entorno más allá de la Ciudad Alterna. Pero en forma oscura, el parque se
rodea de una Ciudad Parásita (en sus primeros diez años, Disneylandia ganó
doscientos setenta y tres millones de dólares; y su abusiva periferia,
quinientos cincuenta y cinco millones). Por ello la segunda heterotopia se
propuso absorber en su propio territorio todos los negocios paralelos. Disney
World se alza entre suficientes lagunas y pantanos para estar garantizadamente
aparte. Su tamaño enfatiza la importancia del transporte: el día es una
canastilla que sólo se detiene con los fuegos artificiales de la noche.
La sensación de pertenecer a un
ecosistema dominado por los vehículos comienza en el aeropuerto de Orlando,
donde un tren une las dos terminales y los anuncios prometen que muy pronto
nuestros mejores amigos serán de plástico. De hecho, el aeropuerto ofrece la
posibilidad de un juego adicional. Llegamos al otro sobresalto que nos hizo
desafiar el tiempo y el espacio. Para ese momento, mi familia ya se había
convertido en el reparto de una obra teatral. Nos habíamos representado tanto a
nosotros mismos que nos veíamos en tercera persona. Esta es la última escena de
un grupo que ya no distingue entre ser protagonista o espectador. El día del
regreso, el padre se presenta en el mostrador del aeropuerto, la cabeza
decorada por su hijo con las emblemáticas orejas negras. El encargado de
American revisa el boleto y descubre que la familia ha llegado una hora tarde a
la cita. Estamos ante uno de los grandes momentos en la ronda de las
generaciones: papá cometió una pendejada. Ya no hay tiempo para registrar el
equipaje. La familia debe romper un récord paraolímpico, entre carritos de
maletas y monjas con zapatos de Peter Pan.
En el control de metales, se
dispara un ruido atronador. Un comando descubre que el hijo lleva un revólver
en la maleta, junto a su cocodrilo de peluche. No importa que el arma sea una
estafa comprada en el galerón donde actúan los dobles de Indiana Jones: un niño
empistolado califica como aeropirata. Hay que decir adiós a las armas, y correr
rumbo al tren sin dejar de gritarle al huérfano de armamento: “¡En México
podemos comprar una AK-47!”. Luego viene la carrera por el túnel de plástico
que conduce al avión, el check-in de pánico, el sprint a empellones hasta los
asientos. “¡Lo logramos!”, dice el equívoco jerarca de la tribu. “¡Este juego
sí estuvo genial!”, comenta el hijo, después de experimentar la única emoción
real que permite Disney World: el inesperado escape.
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